Tinta Roja

Alberto Fuguet

Fragmento

Índice

Índice

Cubierta

Verano

Prensa amarilla

Pan, pan / Vino, vino

Pagar el piso

Traje de sastre

Clamor popular

Lazos profundos

Prometo acordarme

Año nuevo, vida nueva

Choricillos en Chorrillos

Puta que eres Pendejo

Hacerse hombre

¿Qué hiciste hoy?

El carácter de un hombre

Las fotos de las viudas

Quedar fuera

Voy a ser tus ojos

Amor paterno

Ponle color

Foto portada

Todos los días muere alguien

Remojar el cochayuyo

Los tomates asesinos

El Hoyo

Vida de santos

Media Naranja

Dedo en la boca

Tinta negra

Estamos tan orgullosas

El 777

Los hombres oscuros

Caliente como una tetera

Los Buenos Muchachos

Puerto (semi) principal

Las bolsas del supermercado

La celda de la noche

Rondando tu esquina

No estaba muerto, andaba de parranda

El negocio de la entretención

Hora de cierre

Conversación en el Congreso

Quedar en pelotas

Acuchillado por la espalda

Parar las prensas

Sustancias químicas

¿Supiste?

Bandera a media asta

La Be-O

La plaza Bogotá

Primera persona

¿Tú también escribes?

La vida, simplemente

Gato por liebre

Patio Esmeralda

Los Braseros de Lucifer

Plagio

Playa Chonchi

¿Me está hablando a mí?

Barracuda

No solo la lluvia moja

Pasó algo

El Quita Pena

El velorio del angelito

El doctor de la muerte

Tinta roja

Nadie le debe nada a nadie

Otoño

La ficción pulpa

Créditos

Quién sabe si vivimos siempre nada más que alrededor de las personas, aun de aquéllas que viven con nosotros años y años, y a quienes, debido al trato frecuente o diario y aun nocturno, creemos que llegaremos a conocer íntimamente; de algunas conocemos más, de otras menos, pero sea cual fuere el grado de conocimiento que lleguemos a adquirir, siempre nos daremos cuenta de que reservan algo que es para nosotros impenetrable y que quizás les es imposible entregar: lo que son en sí y para sí mismas, que puede ser poco o que puede ser mucho, pero que es: ese oculto e invisible núcleo que se recoge cuando se le toca y que suele matar cuando se le hiere.

MANUEL ROJAS, Hijo de ladrón

Verano

VERANO

Nací con tinta en las venas. Eso, al menos, es lo que me gustaría creer. O lo que algunos entusiastas decían de mí cuando mi nombre aún poseía cierta capacidad de convocatoria. Nunca he tenido muy claro qué fluye exactamente por mis venas (mi ex mujer se ha encargado de esparcir el rumor de que no es más que un suero frío y gelatinoso), pero sí estoy convencido de que la tinta fue un factor decisivo en la construcción de mi personalidad, mi vida y mi carrera.

Carrera. Ya estoy usurpando términos. Verán, Carrera no es el tipo de palabra que yo use con frecuencia. No como lo hace Martín Vergara, mi joven alumno en práctica. Como todos los que se han desarrollado pero aún no se forman, Martín es bastante cándido, aunque no por eso menos incisivo.

A tal grado llega su inocencia que está convencido de que perder un verano da absolutamente lo mismo. «Total», me dijo, «me quedan miles por delante». Comete un error, claro, pero es muy joven para entender que lo único que a uno no le sobra es tiempo y veranos.

Martín se saltó el vagabundeo generacional por Perú y Ecuador. Gloria, su supuesta novia, viajó sola con el resto de sus amigos de la universidad. Vergara decidió que era más rentable quedarse acá en Santiago durante estas vacaciones para aprender el oficio y sumar contactos.

¿Cómo sé todo esto? Lo intuyo. Verán, años atrás, cuando recién comenzaba a afeitarme, también yo decidí saltarme una expedición con mochila al hombro por la entonces recién inaugurada Carretera Austral. Consideré que pasar el verano en la sala de redacción de un tabloide sería mucho más iluminador que un paseo por los hielos. Y acerté. Por única vez en mi vida. Martín Vergara, en cambio, se está perdiendo una gran aventura, y por algún motivo me siento culpable. Doblemente culpable. Por mucho que lo intente, yo nunca podré hacer por él lo que Saúl Faúndez hizo por mí. Faúndez me moldeó a punta de gritos e insultos. Convirtió a un atado de nervios autista y soñador en algo parecido a un hombre. Faúndez me tiró agua a la cara cuando yo aún estaba durmiendo.

El asunto es que continúo trabajando en Santiago como si tuviera mil veranos por delante. Aquí estoy, fondeado, esperando mis vacaciones de marzo en Europa vía canje publicitario, viático incluido. Pero marzo ni siquiera se vislumbra todavía en mi agenda. Mientras tanto, mato el tiempo, edito números anticipados en esta oficina con vista al cerro Santa Lucía y converso con Martín Vergara como si fuera un viejo amigo perdido al que he echado mucho de menos.

Desde el instante en que se presentó ante nosotros como alumno en práctica, Martín Vergara se transformó en el centro de la atención de esta predecible y curiosamente admirada revista de tarjeta de crédito con pretensiones literarias, turísticas y encima culturales que tengo la suerte (no el honor) de dirigir.

Obtuve este puesto gracias al gerente general del banco que emite la tarjeta. Leyó mi libro y concluyó que en mí confluían los dos mundos que él deseaba aunar en su proyecto: el sentido práctico y perspicaz del periodista, y la creatividad, el caché y el estatus de un escritor. Con la insistencia de un nuevo rico, el gerente se empeñó en conseguir lo

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