Índice
Cubierta
Verano
Prensa amarilla
Pan, pan / Vino, vino
Pagar el piso
Traje de sastre
Clamor popular
Lazos profundos
Prometo acordarme
Año nuevo, vida nueva
Choricillos en Chorrillos
Puta que eres Pendejo
Hacerse hombre
¿Qué hiciste hoy?
El carácter de un hombre
Las fotos de las viudas
Quedar fuera
Voy a ser tus ojos
Amor paterno
Ponle color
Foto portada
Todos los días muere alguien
Remojar el cochayuyo
Los tomates asesinos
El Hoyo
Vida de santos
Media Naranja
Dedo en la boca
Tinta negra
Estamos tan orgullosas
El 777
Los hombres oscuros
Caliente como una tetera
Los Buenos Muchachos
Puerto (semi) principal
Las bolsas del supermercado
La celda de la noche
Rondando tu esquina
No estaba muerto, andaba de parranda
El negocio de la entretención
Hora de cierre
Conversación en el Congreso
Quedar en pelotas
Acuchillado por la espalda
Parar las prensas
Sustancias químicas
¿Supiste?
Bandera a media asta
La Be-O
La plaza Bogotá
Primera persona
¿Tú también escribes?
La vida, simplemente
Gato por liebre
Patio Esmeralda
Los Braseros de Lucifer
Plagio
Playa Chonchi
¿Me está hablando a mí?
Barracuda
No solo la lluvia moja
Pasó algo
El Quita Pena
El velorio del angelito
El doctor de la muerte
Tinta roja
Nadie le debe nada a nadie
Otoño
La ficción pulpa
Créditos
Quién sabe si vivimos siempre nada más que alrededor de las personas, aun de aquéllas que viven con nosotros años y años, y a quienes, debido al trato frecuente o diario y aun nocturno, creemos que llegaremos a conocer íntimamente; de algunas conocemos más, de otras menos, pero sea cual fuere el grado de conocimiento que lleguemos a adquirir, siempre nos daremos cuenta de que reservan algo que es para nosotros impenetrable y que quizás les es imposible entregar: lo que son en sí y para sí mismas, que puede ser poco o que puede ser mucho, pero que es: ese oculto e invisible núcleo que se recoge cuando se le toca y que suele matar cuando se le hiere.
MANUEL ROJAS, Hijo de ladrón
VERANO
Nací con tinta en las venas. Eso, al menos, es lo que me gustaría creer. O lo que algunos entusiastas decían de mí cuando mi nombre aún poseía cierta capacidad de convocatoria. Nunca he tenido muy claro qué fluye exactamente por mis venas (mi ex mujer se ha encargado de esparcir el rumor de que no es más que un suero frío y gelatinoso), pero sí estoy convencido de que la tinta fue un factor decisivo en la construcción de mi personalidad, mi vida y mi carrera.
Carrera. Ya estoy usurpando términos. Verán, Carrera no es el tipo de palabra que yo use con frecuencia. No como lo hace Martín Vergara, mi joven alumno en práctica. Como todos los que se han desarrollado pero aún no se forman, Martín es bastante cándido, aunque no por eso menos incisivo.
A tal grado llega su inocencia que está convencido de que perder un verano da absolutamente lo mismo. «Total», me dijo, «me quedan miles por delante». Comete un error, claro, pero es muy joven para entender que lo único que a uno no le sobra es tiempo y veranos.
Martín se saltó el vagabundeo generacional por Perú y Ecuador. Gloria, su supuesta novia, viajó sola con el resto de sus amigos de la universidad. Vergara decidió que era más rentable quedarse acá en Santiago durante estas vacaciones para aprender el oficio y sumar contactos.
¿Cómo sé todo esto? Lo intuyo. Verán, años atrás, cuando recién comenzaba a afeitarme, también yo decidí saltarme una expedición con mochila al hombro por la entonces recién inaugurada Carretera Austral. Consideré que pasar el verano en la sala de redacción de un tabloide sería mucho más iluminador que un paseo por los hielos. Y acerté. Por única vez en mi vida. Martín Vergara, en cambio, se está perdiendo una gran aventura, y por algún motivo me siento culpable. Doblemente culpable. Por mucho que lo intente, yo nunca podré hacer por él lo que Saúl Faúndez hizo por mí. Faúndez me moldeó a punta de gritos e insultos. Convirtió a un atado de nervios autista y soñador en algo parecido a un hombre. Faúndez me tiró agua a la cara cuando yo aún estaba durmiendo.
El asunto es que continúo trabajando en Santiago como si tuviera mil veranos por delante. Aquí estoy, fondeado, esperando mis vacaciones de marzo en Europa vía canje publicitario, viático incluido. Pero marzo ni siquiera se vislumbra todavía en mi agenda. Mientras tanto, mato el tiempo, edito números anticipados en esta oficina con vista al cerro Santa Lucía y converso con Martín Vergara como si fuera un viejo amigo perdido al que he echado mucho de menos.
Desde el instante en que se presentó ante nosotros como alumno en práctica, Martín Vergara se transformó en el centro de la atención de esta predecible y curiosamente admirada revista de tarjeta de crédito con pretensiones literarias, turísticas y encima culturales que tengo la suerte (no el honor) de dirigir.
Obtuve este puesto gracias al gerente general del banco que emite la tarjeta. Leyó mi libro y concluyó que en mí confluían los dos mundos que él deseaba aunar en su proyecto: el sentido práctico y perspicaz del periodista, y la creatividad, el caché y el estatus de un escritor. Con la insistencia de un nuevo rico, el gerente se empeñó en conseguir lo