1
Recuerdo con exactitud dónde me encontraba y qué estaba haciendo cuando vi morir a mi padre. Estaba más o menos donde ahora, acodada en la barandilla del porche de madera que rodea nuestra casa, viendo a los vendimiadores avanzar por las cuidadas hileras de vides colmadas con los frutos del año. Me disponía a bajar por la escalera para sumarme a ellos cuando, con el rabillo del ojo, vi que, de pronto, mi padre, que era grande como una torre, desaparecía de mi vista. Al principio pensé que se había arrodillado para recoger un racimo de uvas descarriado —detestaba el desperdicio, fuera del tipo que fuese, rasgo que él atribuía a la mentalidad presbiteriana de sus padres escoceses—, hasta que los vendimiadores de las hileras vecinas salieron disparados hacia él. Desde el porche salvé a la carrera los cien metros que me separaban de mi padre. Para cuando llegué, uno de ellos le había abierto la camisa e intentaba reanimarlo con compresiones en el pecho y el boca a boca y otro había llamado a urgencias. La ambulancia tardó veinte minutos en llegar.
Incluso cuando lo subían a la camilla, yo ya sabía, por el aspecto céreo de su tez, que no volvería a escuchar esa voz potente y profunda que contenía tanta gravedad y que, sin embargo, podía transformarse en un segundo en una risa ronca. Con las mejillas bañadas en lágrimas, besé suavemente las suyas, curtidas y rubicundas, le susurré que lo quería y le dije adiós. En retrospectiva, esa terrible experiencia fue surrealista: la transición de estar tan lleno de vida a, en fin…, nada salvo un cuerpo vacío, exánime, era imposible de asimilar.
Después de meses padeciendo dolores en el pecho que papá fingía que eran indigestiones, por fin había aceptado ir al médico. Le dijeron que tenía el colesterol alto y que debía ceñirse a una dieta. Mi madre y yo nos desesperábamos porque él seguía comiendo lo que le apetecía y bebiendo una botella de tinto con la cena de cada noche. Así pues, la conmoción no debería haber sido tan grande cuando, finalmente, sucedió lo peor. Supongo que lo creíamos indestructible, su fuerte personalidad y su afabilidad alimentaban esa ilusión, pero, tal como mi madre señaló con pesimismo, a fin de cuentas no somos más que carne y huesos. Por lo menos había vivido como había deseado hasta el final de sus días. Tenía setenta y tres años, un hecho que a mí nunca me cuadró con su fortaleza física y su pasión por la vida.
El resultado era que me sentía timada. Al fin y al cabo, yo solo tenía veintidós años, y aunque siempre había sabido que había llegado tarde a la vida de mis padres, no caí en la importancia de ese detalle hasta que papá murió. Durante los primeros meses después de su pérdida sentí rabia ante aquella injusticia; ¿por qué no había llegado antes a su vida? Mi hermano mayor, Jack, que tenía treinta y dos, había disfrutado de papá diez años más que yo.
Mamá percibía mi enfado, aunque yo nunca comentaba nada. Y entonces se me comían los remordimientos, porque ella no tenía ninguna culpa. La quería tanto…, siempre habíamos estado muy unidas, y era evidente que ella también sufría. Nos esforzamos por consolarnos mutuamente y, de alguna manera, conseguimos superarlo juntas.
Jack también se portó de maravilla, dedicó la mayor parte de su tiempo a revisar las tremendas repercusiones burocráticas de la muerte. Además, tuvo que ponerse al frente de The Vinery, el negocio que mamá y papá habían levantado de cero; por suerte, papá se había encargado de formarlo bien.
Desde que Jack era poco más que un bebé, papá se lo llevaba cuando emprendía el ciclo anual de cuidar de las preciadas vides que entre febrero y abril, dependiendo del clima, producirían las uvas que más tarde se recogerían y con el tiempo resultarían en las deliciosas —y recientemente premiadas— botellas de pinot noir que se apilaban en el almacén, listas para exportarlas a toda Nueva Zelanda y Australia. Papá había guiado a Jack en cada paso del proceso, y para cuando cumplió doce años tal vez hubiera podido dirigir al personal, tales eran los conocimientos que le había transmitido.
A los dieciséis, Jack anunció que quería unirse a papá y dirigir The Vinery algún día, lo que satisfizo muchísimo a nuestro padre. Estudió gestión empresarial en la universidad y luego empezó a trabajar a tiempo completo en el viñedo.
—No hay nada como dejar un legado próspero —exclamó papá alzando la copa después de que Jack pasara seis meses en un viñedo de la región australiana de Adelaide Hills y lo declarara preparado—. Puede que algún día también tú te unas a nosotros, Mary-Kate. ¡Por la presencia de viticultores McDougal en estas tierras durante los siglos venideros!
Jack se había sumado al sueño de papá, pero a mí me había sucedido lo contrario. A mi hermano le fascinaba de verdad elaborar vinos espléndidos, pero además tenía una nariz capaz de detectar una uva solitaria a un kilómetro de distancia y era excelente como empresario. Yo había pasado mi infancia y adolescencia viendo a papá y a Jack patrullar las vides y trabajar en lo que llamábamos con afecto «el laboratorio» (en realidad, poco más que un cobertizo con tejado de hojalata), pero otras cosas habían captado mi interés. Ahora veía The Vinery como una entidad separada de mí y de mi futuro. Eso no me había impedido trabajar en nuestra pequeña tienda durante el colegio y las vacaciones universitarias, o ayudar siempre que se me necesitaba, pero el vino no era mi pasión. Aunque papá pareció decepcionado cuando le dije que quería estudiar música, tuvo la gentileza de entenderlo.
—Me alegro por ti —dijo abrazándome—. La música es un dominio muy amplio, Mary-Kate. ¿Qué parte de ella ves como tu futura carrera?
Le conté con timidez que algún día me gustaría ser cantante y componer mis propias canciones.
—Ese es un sueño magnífico, y solo puedo desearte suerte y decirte que tu madre y yo te apoyaremos siempre.
—Me parece maravilloso, Mary-Kate, en serio —dijo mamá—. Expresarte a través de las canciones es algo mágico.
De modo que música fue lo que estudié; me decanté por la Universidad de Wellington, que ofrecía una titulación de primer orden, y disfruté de cada segundo. Disponer de un estudio de última generación donde grabar mis canciones, así como estar rodeada de otros estudiantes que vivían para esa misma pasión, era increíble. Formé un dúo con Fletch, un buen amigo que tocaba la guitarra rítmica y cuya voz armonizaba con la mía. Conmigo en el teclado, conseguimos algún que otro bolo en Wellington, y el año pasado actuamos en el concierto de graduación; fue la primera vez que mi familia me veía cantar y tocar en directo.
«Estoy muy orgulloso de ti, MK», había dicho papá antes de envolverme en un abrazo. Fue uno de los mejores momentos de mi vida.
—Y aquí estoy un año más tarde, con mi título bajo el brazo y todavía rodeada de viñas —farfullé—. En serio, MK, ¿de verdad creías que Sony llamaría a tu puerta y te suplicaría que grabaras un disco con ellos?
Hacía un año que había terminado la universidad y cada vez veía mi futuro profesional más negro; la muerte de papá, además, había supuesto un duro golpe a mi creatividad. Sentía que había perdido dos grandes amores al mismo tiempo, sobre todo porque estaban estrechamente conectados entre sí. Fue el gusto de papá por las cantautoras lo primero que despertó mi pasión por la música. Crecí escuchando a Joni Mitchell, Joan Baez y Alanis Morissette.
Mis años en Wellington también me hicieron tomar conciencia de lo protegida e idílica que había sido mi infancia en el maravilloso jardín del edén que era el valle de Gibbston. Las montañas que se alzaban alrededor proporcionaban una reconfortante barrera física, mientras que la fértil tierra era pródiga en frutos jugosos.
Recordaba a Jack, cuando era adolescente, animándome a comer las grosellas estrelladas silvestres que crecían en arbustos espinosos detrás de nuestra casa, y sus risotadas cuando escupí la ácida fruta. En aquel entonces yo deambulaba a mi aire, sin la vigilancia de mis padres; ellos sabían que estaba a salvo en la preciosa campiña que nos rodeaba, jugando en los arroyos frescos y transparentes y persiguiendo conejos por la áspera hierba. Mientras mis padres trabajaban en el viñedo, haciendo de todo, desde plantar vides y protegerlas de la hambrienta fauna hasta recoger la uva y prensarla, yo vivía en mi propio mundo.
Una nube eclipsó de pronto el sol radiante de la mañana y dio al valle un tono verde grisáceo. Era un aviso de que el invierno estaba cerca, y me pregunté, no por primera vez, si había acertado en mi decisión de quedarme a verlo. Dos meses atrás, mamá había comentado que estaba pensando hacer lo que denominó una Gran Gira por el mundo para visitar a amigos a los que no veía desde hacía años. Me preguntó si quería acompañarla. En aquel momento yo todavía esperaba que la maqueta que había grabado con Fletch, y que habíamos enviado a discográficas de todo el mundo antes de que papá muriera, despertara un mínimo de interés. Sin embargo, las respuestas que nos decían que nuestra música no era lo que la productora estaba «buscando en este momento» se amontonaban en el estante de mi dormitorio.
—Cielo, supongo que no hace falta que te diga que poner un pie en el negocio de la música es muy difícil —había dicho mamá.
—Por eso creo que debería quedarme aquí —contesté—. Fletch y yo estamos trabajando en algo nuevo. No puedo abandonar el barco a la primera de cambio.
—No, claro que no. Por lo menos cuentas con el respaldo de The Vinery si las cosas van mal —añadió.
Sabía que solo pretendía animarme y que yo debería estar agradecida por poder ganar un dinero trabajando en la tienda y ayudando con las cuentas. Pero mientras contemplaba mi jardín del edén solté un largo suspiro, porque la idea de pasar aquí el resto de mi vida no me atraía lo más mínimo, por muy seguro y bonito que fuera. Todo había cambiado desde que me fui a la universidad, y más aún después de la muerte de papá. Era como si el corazón de este lugar hubiese dejado de latir con su partida. Tampoco ayudaba el hecho de que Jack, que había aceptado, antes de que papá falleciera, pasar el verano en un viñedo del valle del Ródano, en Francia, hubiera decidido, con el beneplácito de mamá, seguir adelante con el plan.
«El futuro del negocio está ahora en manos de Jack y necesita aprender todo lo que pueda —me había dicho mamá—. Tenemos a Doug, nuestro encargado, para dirigir el viñedo. Además, es la estación tranquila, el momento idóneo para que Jack haga este viaje.»
Pero desde que mamá emprendiera ayer su Gran Gira, y con Jack también ausente, me sentía muy sola y corría el riesgo de hundirme en una tristeza cada vez más profunda.
—Te echo de menos, papá —murmuré mientras entraba para desayunar a pesar de que no tenía hambre.
La silenciosa casa no contribuía a mejorar mi estado de ánimo. Durante mi infancia había sido un constante ir y venir de gente; cuando no eran los proveedores o los vendimiadores, eran los visitantes que papá atraía con su charla. Además de darles a probar sus vinos, a menudo los invitaba a comer. Ser hospitalarios y cordiales formaba parte del carácter neozelandés, y yo estaba acostumbrada a sentarme con completos desconocidos a la gran mesa de pino con vistas al valle. Ignoraba cómo se las ingeniaba mi madre para sacar fuentes repletas de deliciosa comida en un instante, pero lo hacía y, con la afabilidad que aportaba papá, había diversión y risas aseguradas.
También echaba de menos a Jack, la energía serena y positiva que irradiaba siempre. Le encantaba tomarme el pelo, pero yo sabía que siempre me apoyaba, que era mi protector.
Saqué el zumo de naranja de la nevera y vertí lo que quedaba en un vaso, tras lo cual rebané una hogaza de pan del día anterior. La tosté a fin de hacerla comestible y me puse a escribir una lista de la compra para abastecer la nevera. El supermercado más cercano estaba en Arrowtown, y necesitaba ir pronto. Aunque mamá había dejado un montón de guisos en el congelador, no me parecía bien descongelar las enormes fiambreras solo para mí.
Sentí un escalofrío cuando me llevé la lista a la sala de estar y me senté en el viejo sofá, delante de la chimenea, con su gran campana hecha de la roca volcánica gris que abundaba en la región. Era el elemento que convenció a mis padres, treinta años atrás, de que debían comprar lo que en aquel entonces era un refugio de una sola estancia en medio de la nada. No contaba con agua corriente ni instalaciones, y a mamá y papá les gustaba recordar cómo aquel primer verano ellos y Jack, que contaba dos años, habían utilizado el riachuelo que caía entre las rocas, detrás del refugio, para lavarse, y un agujero en el suelo como retrete.
«Fue el verano más feliz de mi vida —decía mamá—, y el invierno, con el fuego, fue aún mejor.»
Mamá estaba obsesionada con el fuego, y en cuanto aparecía la primera escarcha en el valle nos enviaba a papá, a Jack y a mí al almacén a buscar leña, en su punto después de los meses transcurridos tras haberla cortado. Apilábamos los leños en los nichos que flanqueaban la chimenea, luego mamá disponía la leña sobre la rejilla y el ritual de lo que la familia llamaba «la primera llama» tenía lugar cuando encendía una cerilla. A partir de ese momento, el fuego ardía alegremente todos los días de los meses de invierno, hasta que las campanillas y los jacintos silvestres (cuyos bulbos mi madre había hecho traer de Europa) florecían bajo los árboles entre septiembre y noviembre; nuestra primavera.
«Quizá debería encender la chimenea», me dije, pensando en la luz cálida y acogedora que me recibía en los días gélidos de mi infancia, cuando llegaba del colegio. Si papá había sido el corazón metafórico del viñedo, mamá y su fuego lo habían sido del hogar.
Me detuve en seco; era demasiado joven para empezar a rememorar recuerdos de la infancia en busca de consuelo. Solo necesitaba un poco de compañía, nada más. El problema era que casi todos mis amigos de la universidad estaban o trabajando o viajando y disfrutando de sus últimos momentos de libertad antes de establecerse y buscar un empleo.
Aunque teníamos línea de teléfono, la cobertura de internet en el valle era intermitente. Enviar correos constituía una pesadilla, y papá solía optar por conducir media hora hasta Queenstown y utilizar el ordenador de su amigo, el agente de viajes, para mandarlos. Llamaba a nuestro valle «Brigadoon», por una vieja película sobre un pueblo que solo despertaba un día cada cien años, para que el mundo exterior no pudiera cambiarlo. Bueno, quizá el valle fuera Brigadoon —desde luego, se mantenía más o menos inalterado—, pero no era el lugar para que una cantautora en ciernes dejara su impronta. Mis sueños estaban llenos de Manhattan, Londres o Sidney, de esos edificios altísimos que albergaban discográficas dispuestas a convertirnos a Fletch y a mí en estrellas…
El teléfono fijo irrumpió en mis pensamientos y me levanté para contestar antes de que colgaran.
—Ha llamado a The Vinery —dije como un loro, como hacía desde pequeña.
—Hola, MK, soy Fletch —dijo empleando el apodo con el que me llamaba todo el mundo menos mi madre.
—Ah, hola. —Se me aceleró el corazón—. ¿Alguna novedad?
—Ninguna, salvo que he pensado que podría aceptar tu ofrecimiento de ir a tu casa. El café me ha dado un par de días libres y necesito salir de la ciudad.
«Y yo necesito entrar…»
—¡Genial! Ven cuando quieras. Aquí estaré.
—¿Qué tal mañana? Iré en la furgoneta, así que me llevará casi toda la mañana, si Sissy no me falla, claro.
Sissy era la furgoneta con la que Fletch y yo habíamos acudido a nuestros bolos. Tenía veinte años, estaba oxidada en todos los lugares que podían oxidarse y eructaba humo por el tubo de escape que Fletch había sujetado provisionalmente con una cuerda. Confié en que Sissy superara las tres horas de trayecto desde Dunedin, donde Fletch vivía con su familia.
—Entonces ¿te espero para comer? —pregunté.
—Sí. Tengo muchas ganas de ir, ya sabes que ese lugar me encanta. A lo mejor podríamos pasar unas horas al piano, componiendo algo nuevo.
—A lo mejor —dije, sabedora de que no estaba de un humor de lo más creativo—. Adiós, Fletch, hasta mañana.
Colgué y regresé al sofá sintiéndome más positiva ahora que sabía que Fletch iba a venir; su sentido del humor y su optimismo siempre conseguían alegrarme.
Oí un grito seguido de un silbato, la señal que Doug, el encargado del viñedo, utilizaba para avisarnos de que estaba allí. Me levanté, salí a la terraza y vi a Doug y a un grupo de fornidos isleños del Pacífico caminar entre las vides desnudas.
—¡Hola! —grité.
—¡Hola, MK! He traído a la cuadrilla para enseñarles dónde empezar la extracción —contestó Doug.
—Genial. ¡Hola, chicos! —grité al equipo, y me saludaron con la mano.
Su presencia había roto el silencio, y mientras el sol asomaba tras una nube, el hecho de ver a otros seres humanos y saber que Fletch llegaría mañana aligeró mi estado de ánimo.
2
Atlantis
Lago Ginebra, Suiza
Junio de 2008
Estás pálida, Maia. ¿Te encuentras bien? —dijo Ma cuando Maia entró en la cocina.
—Estoy bien, aunque esta noche no he dormido demasiado pensando en la bomba que lanzó Georg.
—Sí, menuda bomba. ¿Café? —preguntó Ma.
—Eh, no, gracias. Tomaré una manzanilla, si hay.
—Ya lo creo que hay —terció Claudia. Llevaba el cabello gris recogido en un moño tirante, y su rostro, por lo general adusto, sonrió a Maia al tiempo que dejaba una cesta de sus pastas y panecillos recién hechos encima de la mesa de la cocina—. Yo me tomo una todas las noches antes de acostarme.
—Muy bien no debes de encontrarte, Maia. Nunca te he visto rechazar una taza de café por la mañana —comentó Ma mientras recogía la suya.
—Los hábitos están para romperlos —repuso cansinamente Maia—. Y tengo jet lag, ¿recuerdas?
—Claro que sí, chérie. ¿Por qué no desayunas algo, regresas a la cama e intentas dormir?
—No, Georg dijo que vendría más tarde para hablar sobre qué hacer en cuanto a… la hermana perdida. ¿Cuán fiables crees que son sus fuentes?
—No tengo ni idea. —Ma suspiró.
—Mucho —intervino Claudia—. No se habría presentado aquí a medianoche si no hubiera estado seguro de la información.
—Buenos días a todas —dijo Ally sumándose al resto en la cocina.
Bear dormía dentro de un portabebés amarrado a su pecho, la cabeza le colgaba a un lado. Su diminuto puño agarraba con fuerza un rizo pelirrojo de Ally.
—¿Quieres que lo coja y lo acueste en la cuna? —preguntó Ma.
—No, seguro que se despierta y en cuanto se dé cuenta de que está solo empieza a berrear. Maia, estás muy pálida —dijo Ally.
—Justo lo que acabo de decirle —murmuró Ma.
—En serio, estoy bien —repitió Maia—. Por cierto, ¿anda Christian por aquí? —preguntó a Claudia.
—Sí, aunque está a punto de irse con la lancha a Ginebra a por algunos ingredientes que necesito.
—¿Podrías telefonearle y decirle que quiero ir con él? He de hacer algunos recados en la ciudad; si nos vamos ahora, podré estar de vuelta a las doce para ver a Georg.
—Claro. —Claudia descolgó el teléfono para marcar el número de Christian.
Ma colocó una taza de café delante de Ally.
—Tengo cosas que hacer, os dejo solas disfrutando de vuestro desayuno.
—Christian tendrá lista la lancha dentro de quince minutos —dijo Claudia, que colgó el teléfono—. Me voy a ayudar a Marina. —Se despidió con un gesto de la cabeza y salió de la cocina.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Ally a su hermana cuando se quedaron solas—. Estás blanca como la leche.
—Deja de preocuparte, Ally, por favor. Igual pillé un virus estomacal en el avión. —Maia bebió un sorbo de manzanilla—. ¿No tienes una sensación extraña? Me refiero a que aquí todo continúa igual que cuando vivía Pa, pero él no está, así que hay un vacío del tamaño de Pa en todas partes.
—Yo ya llevo tiempo aquí, me he ido acostumbrando, pero sí, tienes razón.
—Hablando de malas caras, Ally, tú has perdido mucho peso.
—Solo el del bebé…
—No, o por lo menos a mí no me lo parece. Recuerda que la última vez que te vi fue hace un año, cuando te fuiste de aquí para reunirte con Theo en la carrera Fastnet. Entonces aún no estabas embarazada.
—De hecho, lo estaba pero no lo sabía —señaló Ally.
—¿No tenías síntomas? ¿Náuseas matutinas y esas cosas?
—Al principio no. Me di cuenta de que estaba embarazada a las ocho semanas, si no recuerdo mal. Y a partir de ahí me encontré fatal.
—Pues estás demasiado delgada. A lo mejor no te cuidas lo suficiente.
—Cuando estoy sola no me merece la pena cocinar únicamente para mí. Además, aunque me siente a comer, estoy todo el rato levantándome para atender a este pequeñín. —Ally acarició con dulzura el moflete de Bear.
—Debe de ser muy difícil criar a un hijo sola.
—Lo es. En realidad, tengo a mi hermano Thom, pero es segundo director de la Filarmónica de Bergen y solo lo veo los domingos. Y cuando está de gira por el extranjero con la orquesta, ni eso. Lo que me fastidia no es dormir poco y pasarme el día amamantando y cambiando pañales, sino no tener con quien hablar, sobre todo cuando Bear está pocho y me inquieto por él. Así que contar con Ma ha sido una bendición; es un pozo de sabiduría en lo referente a bebés.
—Es la mejor abuela del mundo —dijo Maia con una sonrisa—. A Pa le habría hecho muy feliz conocer a Bear. Es adorable. Y ahora, he de subir a arreglarme.
Ally tomó la mano de su hermana mayor cuando esta se levantaba.
—Me alegro tanto de verte… Te he echado mucho de menos.
—Y yo a ti. —Maia la besó en la coronilla—. Hasta luego.
—¡Ally! ¡Maia! ¡Georg está aquí! —gritó Ma desde la escalera principal a las doce.
Un «enseguida bajamos» sordo llegó de la planta superior.
—¿Te acuerdas de cuando Pa Salt te regaló por Navidad un viejo megáfono de latón? —dijo Georg con una sonrisa mientras seguía a Ma por la cocina hasta la soleada terraza.
Parecía mucho más sereno que la noche previa. Llevaba su pelo gris plata cuidadosamente peinado hacia atrás y un traje mil rayas impecable complementado con un elegante pañuelo de bolsillo.
—Ya lo creo que me acuerdo —dijo Ma, indicándole que tomara asiento bajo la sombrilla—. Aunque de poco sirvió, porque cuando las chicas no tenían la música a todo volumen, estaban tocando algún instrumento o discutiendo. El ático parecía la torre de Babel. Y yo adoraba cada minuto. Bien, tengo zumo de flores de saúco de Claudia o una botella fría de tu rosado provenzal favorito. ¿Qué será?
—Con el día tan magnífico que hace, y dado que todavía no he tomado mi primera copa de rosado del verano, me decanto por el vino. Gracias, Marina. ¿Me acompañas?
—Oh, no, no debo. Esta tarde tengo trabajo que hacer y…
—¡Vamos, eres francesa! Una copa de rosado no te hará ningún daño. De hecho, insisto —dijo Georg en el instante en que Maia y Ally salían a la terraza para unirse a ellos—. Hola, chicas. —Se levantó—. ¿Puedo ofreceros una copa de rosado?
—Yo tomaré una copita, Georg, gracias —aceptó Ally, sentándose—. Puede que así Bear duerma mejor esta noche. —Rio.
—No para mí, gracias —dijo Maia—. ¿Sabéis? Casi había olvidado lo hermoso que es Atlantis. En Brasil todo es tan… grande; la gente bulliciosa, los colores brillantes de la naturaleza y el intenso calor. En comparación, aquí todo me parece tranquilo y delicado.
—Es cierto que se respira mucha paz aquí —dijo Ma—. Somos afortunadas de vivir rodeadas de esta belleza que nos proporciona la naturaleza.
—Cuánto he echado de menos la nieve en invierno… —murmuró Maia.
—Ven a pasar un invierno a Noruega y dejarás de añorarla —comentó Ally con una sonrisa—. Aunque peor aún es la lluvia constante. En Bergen llueve mucho más que nieva. Bien, Georg, ¿has tenido alguna idea nueva sobre lo que nos contaste anoche?
—Aparte de hablar de qué hacer a partir de aquí, no. Uno de nosotros debe ir a la dirección que tengo para verificar si esa mujer es la hermana perdida.
—Si vamos, ¿cómo sabremos si es ella o no? —preguntó Maia—. ¿Hay algo por lo que podamos identificarla?
—Me entregaron un dibujo de… cierta joya que al parecer le regalaron. Es una pieza muy original. Si la tiene, sabremos con certeza que es ella. He traído el dibujo.
Georg introdujo la mano en su delgado maletín de piel y sacó una hoja de papel. La dejó sobre la mesa para que todas pudieran verla.
Ally la estudió detenidamente; Maia miraba por encima de su hombro.
—Es un dibujo hecho de memoria —explicó Georg—. Las gemas de los engastes son esmeraldas. La piedra del centro es un diamante.
—Es precioso —dijo Ally—. Mira, Maia, tiene forma de estrella con… —hizo una pausa para contar— siete puntas.
—Georg, ¿sabes quién lo hizo? —intervino Maia—. Es un diseño muy original.
—Me temo que no —respondió Georg.
—¿Lo dibujó papá? —preguntó Maia.
—Sí.
—Siete puntas de una estrella para siete hermanas… —murmuró Ally.
—Georg, anoche dijiste que se llamaba Mary —dijo Maia.
—Sí.
—¿Crees que Pa Salt la encontró, quiso adoptarla pero algo pasó y la perdió?
—Lo único que sé es que, justo antes de… fallecer, recibió una información nueva que me pidió que investigara. Después de averiguar dónde nació la hermana perdida, a mí y a otros nos ha llevado casi un año localizar el lugar donde creo que está ahora. A lo largo de los años he seguido muchas pistas falsas que no han conducido a nada. Sin embargo, esta vez vuestro padre insistió en que su fuente era de fiar.
—¿Y quién era esa fuente? —quiso saber Maia.
—No me lo dijo —respondió Georg.
—Si de verdad se trata de la hermana perdida, es tristísimo que, después de tantos años buscándola, la encontremos apenas un año después de la muerte de Pa. —Maia suspiró.
—¿No sería fantástico que fuera ella —dijo Ally— y pudiéramos traerla a Atlantis a tiempo de embarcarse con nosotras en el Titán para ir a arrojar la corona de flores al mar?
—Sí. —Maia sonrió—. Aunque ahí hay un problema. De acuerdo con tu información, Georg, Mary no vive lo que se dice en la puerta de al lado. Y nos vamos de crucero a Grecia en menos de tres semanas.
—Lo sé, y encima en estos momentos tengo la agenda muy llena —dijo Georg—. De lo contrario, yo mismo iría a buscar a Mary.
Como para subrayar su observación, en ese momento le sonó el móvil. Georg se disculpó y abandonó la mesa.
—¿Puedo sugerir algo? —preguntó Ma, rompiendo el silencio.
—Claro, Ma, adelante —dijo Maia.
—Dado que Georg nos dijo anoche que Mary vive en Nueva Zelanda, esta mañana me he informado de cuánto se tarda en ir de Sidney a Auckland porque…
—CeCe está en Australia —terminó Maia por ella—. Yo también estuve pensando anoche en eso.
—El vuelo de Sidney a Auckland dura tres horas —continuó Ma—. Si CeCe y su amiga Chrissie se marcharan un día antes de lo que tienen planeado, tal vez podrían desviarse a Nueva Zelanda para ver si esa Mary es quien Georg cree que es.
—Es una idea magnífica, Ma —dijo Ally—. Me pregunto si CeCe estaría dispuesta a hacerlo. Sé que odia volar.
—Si le explicamos la situación, estoy segura de que aceptará —dijo Ma—. Sería muy especial reunir a la hermana perdida con la familia para el homenaje a vuestro padre.
—La cuestión es, ¿conoce esa Mary la existencia de Pa Salt y nuestra familia? —preguntó Ally—. Eso de estar todas las hermanas juntas no es algo que ocurra a menudo —caviló—. A mí me parece que es el momento perfecto, si es quien Georg cree que es. Y si ella está dispuesta a conocernos, claro. Creo que lo primero que tenemos que hacer es llamar a CeCe, y cuanto antes, porque en Australia ya es de noche.
—¿Qué hacemos con el resto de las hermanas? —preguntó Maia—. O sea, deberíamos decírselo.
—Tienes razón —dijo Ally—. Podemos enviar un correo a Star, Tiggy y Electra para explicarles la situación. Maia, ¿quieres telefonear tú a CeCe o lo hago yo?
—¿Por qué no la llamas tú, Ally? Si no os importa, creo que voy a echarme un rato antes de comer. Todavía me noto un poco revuelta.
—Pobrecilla. —Ma se levantó—. Está claro que no te encuentras bien.
—Entraré contigo y llamaré a CeCe —dijo Ally—. Esperemos que no esté en uno de sus viajes pictóricos por el desierto australiano con su abuelo. Creo que en su cabaña no hay cobertura.
Claudia salió a la terraza desde la cocina.
—Voy a empezar a preparar la comida. —Se volvió hacia Georg, que había regresado a la mesa—. ¿Le gustaría quedarse?
—No, gracias, tengo asuntos urgentes que atender y debo marcharme ya. ¿Qué habéis decidido? —preguntó el abogado a Ma.
Cuando Ally y Maia abandonaron la terraza, Ally advirtió que la frente de Georg estaba perlada de gotas de sudor y que parecía preocupado.
—Vamos a telefonear a CeCe para ver si puede ir ella. Georg, ¿estás convencido de que es ella? —preguntó Ma.
—Me han convencido otros que parecen saberlo —contestó—. Me gustaría charlar más rato, pero he de irme.
—Estoy segura de que las chicas pueden ocuparse del asunto, Georg. Ya son mujeres hechas y derechas, y muy competentes. —Ma le puso una mano tranquilizadora en el brazo—. Procura relajarte, pareces muy tenso.
—Lo intentaré, Marina, lo intentaré —asintió él con un suspiro.
Ally encontró en su agenda el número de móvil de CeCe en Australia y descolgó el teléfono del vestíbulo para marcarlo.
—Venga, venga… —susurró cuando la línea sonaba por quinta o sexta vez.
Sabía que era absurdo dejar un mensaje, CeCe raras veces los escuchaba.
—Porras —farfulló cuando saltó el buzón de voz.
Colgó el auricular y se disponía a subir para dar el pecho a Bear cuando sonó el teléfono.
—Allô?
—Hola. ¿Eres Ma?
—¡CeCe! Soy Ally. Gracias por devolver la llamada.
—De nada. Vi que era el número de Atlantis. ¿Va todo bien?
—Sí, todo bien. Maia llegó ayer y ha sido fantástico volver a verla. ¿Cuándo sale tu vuelo a Londres, CeCe?
—Pasado mañana saldremos de Alice rumbo a Sidney. Creo que te conté que pararemos unos días en Londres, quiero poner mi piso a la venta y ver a Star. Como siempre, solo de pensar en volar ya me echo a temblar.
—Lo sé, pero escucha, CeCe, Georg nos ha dado una noticia. Tranquila, no es nada malo, de hecho es una gran noticia…, o por lo menos podría serlo.
—¿De qué se trata?
—Tiene cierta información sobre… nuestra hermana perdida. Cree que podría estar viviendo en Nueva Zelanda.
—¿Te refieres a la famosa Séptima Hermana? ¡Uau! —exclamó CeCe—. Eso es un notición. ¿Cómo la ha encontrado?
—No estoy segura, ya sabes lo reservado que es. Verás…
—Vas a preguntarme si puedo pasarme por Nueva Zelanda para verla, ¿es eso? —dijo CeCe.
—Exacto, mi querida Sherlock. —Ally sonrió al auricular—. Sé que eso te alargaría un poco el viaje, pero de todas nosotras eres, con mucho, la que se encuentra más cerca de ella. Sería maravilloso tenerla con nosotras cuando arrojemos la corona de flores de Pa al mar.
—Sí, desde luego, pero no sabemos nada de ella. ¿Sabe ella algo de nosotras?
—No estamos seguras. Georg dice que lo único que tiene es un nombre y una dirección. Ah, y un dibujo de un anillo que demuestra que es ella.
—¿Y cuál es la dirección? Porque Nueva Zelanda es un país grande.
—No la tengo conmigo, pero puedo pedirle a Georg que se ponga. ¿Georg? —Ally le hizo señas cuando salía de la cocina camino de la puerta principal—. Tengo a CeCe al teléfono. Quiere saber la dirección de Mary en Nueva Zelanda.
—¿Mary? ¿Ese es su nombre? —preguntó CeCe.
—Eso parece. Te paso a Georg.
Ally escuchó mientras Georg leía en alto la dirección.
—Gracias, CeCe —dijo Georg—. El fondo sufragará todos los gastos, y Giselle, mi secretaria, reservará los vuelos. Te paso de nuevo a tu hermana, que tengo que irme. —Cuando le tendía el auricular a Ally, añadió—: Tienes el número de mi despacho; llama a Giselle si necesitáis algo. Adieu por el momento.
—Vale. Hola, CeCe —dijo Ally, despidiéndose de Georg con la mano cuando este salía por la puerta—. ¿Sabes qué parte de Nueva Zelanda es?
—Espera, voy a preguntarle a Chrissie.
Hubo una conversación apagada antes de que CeCe regresara al teléfono.
—Chrissie dice que está abajo, en la isla Sur. Cree que desde Sidney podríamos volar a Queenstown, lo que nos haría las cosas mucho más fáciles que volando a Auckland. Vamos a estudiarlo.
—Genial. Entonces ¿cuento contigo? —preguntó Ally.
—Ya me conoces, me encantan los viajes y la aventura, incluso cuando hay aviones de por medio. Nunca he estado en Nueva Zelanda, así que será divertido echarle un vistazo.
—¡Magnífico! Gracias, CeCe. Mándame los datos por correo electrónico y llamaré a la secretaria de Georg para que reserve los vuelos. Te enviaré el dibujo del anillo por fax.
—De acuerdo. ¿Star está al corriente?
—No, y Electra y Tiggy tampoco. Les enviaré un correo ahora.
—De hecho, Star me llamará dentro de un rato para ver cómo quedamos en Londres, de modo que puedo contárselo yo. Qué emocionante, ¿no?
—Lo será si realmente es ella. Adiós, CeCe, llama cuando sepas algo.
—¡Adiós, Ally, seguimos hablando!
3
CeCe
Valle de Gibbston
Cee, tienes el mapa al revés! —dijo Chrissie al volverse hacia el asiento del copiloto.
—No es cierto…, o puede que sí. —CeCe frunció el entrecejo—. Las palabras me parecen iguales tanto del derecho como del revés, y en cuanto a los letreros de las carreteras… Por Dios, ¿cuándo fue la última vez que vimos uno?
—Hace un buen rato. Uau, ¿no es un paisaje espectacular? —susurró Chrissie mientras detenía el coche de alquiler en la cuneta y admiraba las majestuosas montañas verde oscuro que se desplegaban bajo un cielo plomizo. Subió la calefacción cuando las gotas de lluvia empezaron a salpicar en el parabrisas.
—Sí. Estoy totalmente perdida. —CeCe pasó el mapa a Chrissie y miró, frente a ella y a su espalda, la carretera desierta—. Hace siglos que salimos de Queenstown. Tendríamos que haber comprado provisiones allí, pero pensaba que encontraríamos otros lugares por el camino.
—Según las indicaciones que imprimimos, falta poco para que aparezca el letrero de The Vinery. No nos queda otra que seguir y confiar en encontrar a alguien que nos diga si vamos bien.
Chrissie se apartó un rizo negro del rostro y miró a CeCe con una sonrisa cansada. El viaje había implicado escalas en Melbourne y Christchurch y las dos estaban exhaustas y hambrientas.
—Hace mogollón de kilómetros que no vemos un coche —se lamentó CeCe.
—Vamos, Cee, ¿dónde está tu espíritu aventurero?
—No lo sé, a lo mejor me he vuelto perezosa con la edad y ahora prefiero mi casa a estar metida en un coche, completamente perdida, mientras llueve a cántaros. ¡Tengo hasta frío!
—Aquí están entrando en el invierno. Las cumbres de esas montañas no tardarán en cubrirse de nieve. Estás demasiado acostumbrada al clima de Alice, ese es el problema —dijo Chrissie poniendo primera y reanudando la marcha.
Los limpiaparabrisas funcionaban a toda pastilla mientras el aguacero convertía las montañas en una mancha borrosa.
—Lo mío es el calor, siempre lo ha sido. ¿Me dejas tu sudadera, Chrissie? —CeCe se volvió hacia el asiento de atrás y abrió una mochila.
—Claro, ya te dije que aquí hacía mucho más frío. Menos mal que metí una sudadera extra para ti, ¿eh?
—Gracias, Chrissie, no sé qué haría sin ti.
—Lo mismo digo.
CeCe alargó el brazo y le estrechó la mano.
—Siento ser tan inútil.
—No eres inútil, Cee, eres… poco práctica. Yo soy práctica, pero no soy tan creativa como tú. Formamos un buen equipo, ¿no crees?
—Sí.
Mientras Chrissie conducía, CeCe se sintió reconfortada por su presencia. Los últimos meses habían sido los más felices de su vida. Entre el tiempo que había pasado con Chrissie y las excursiones pictóricas por el desierto australiano que había hecho con su abuelo Francis, su vida y su corazón nunca habían estado tan plenos. Tras el trauma de perder a Star, pensó que nunca volvería a ser feliz, pero Chrissie y Francis habían llenado el trocito de ella que faltaba; había encontrado una familia en la que encajaba, por poco convencional que fuera.
—¡Mira, un letrero! —señaló a través de la lluvia torrencial—. Para en la cuneta para ver qué pone.
—Puedo verlo desde aquí y pone The Vinery a la izquierda. ¡Yujuuu! ¡Hemos llegado! —gritó Chrissie—. Por cierto —añadió al doblar por un camino estrecho lleno de baches—, ¿les has dicho a tus hermanas que iré contigo a Atlantis?
—Con las que he hablado, sí, claro que sí.
—¿Crees que se escandalizarán con… lo nuestro?
—Pa nos educó para que aceptáramos a todo el mundo, independientemente del color de la piel o la orientación sexual. Puede que Claudia, el ama de llaves, se sorprenda, pertenece a otra generación y es muy tradicional.
—¿Y qué hay de ti, Cee? ¿Te sientes cómoda con la idea de que estemos juntas delante de tu familia?
—Sabes que sí. ¿Por qué te ha entrado de repente esa inseguridad?
—Porque…, aunque me has hablado de tus hermanas y de Atlantis, no me parecían… reales. Pero en poco más de una semana estaremos de verdad allí. Y eso me asusta. Sobre todo conocer a Star. Las dos formabais un equipo antes de que yo apareciera…
—Antes de que su novio Mouse apareciera, querrás decir. Star fue la que quiso alejarse de mí, ¿recuerdas?
—Lo sé, pero sigue llamándote cada semana, y siempre estáis mandándoos mensajes y…
—¡Chrissie! Star es mi hermana. Y tú, bueno, tú eres…
—¿Sí?
—Mi otra mitad. Es diferente, no tiene nada que ver, y confío en que haya espacio para las dos.
—Claro que sí, pero salir del armario es un paso importante.
—Grrr…, odio esa expresión. —CeCe se estremeció—. Sigo siendo yo, la que he sido siempre. Detesto que me metan en un casillero con una etiqueta. ¡Mira! Otra señal de The Vinery. Gira a la derecha justo allí.
Tomaron otro camino angosto. CeCe divisó a lo lejos hileras y más hileras de lo que parecían vides desnudas y esqueléticas.
—No parece que a este viñedo le vaya muy bien. En el sur de Francia, en esta época del año, las vides están repletas de hojas y uvas.
—Cee, olvidas que las estaciones van al revés en esta parte del mundo, como en Australia. Calculo que aquí la uva se recoge en verano, en algún momento entre febrero y abril, por eso las vides están ahora desnudas. Mira, otro poste. «Tienda», «Entregas» y «Recepción». Nos dirigiremos a la recepción, ¿te parece?
—Lo que tú digas, jefa —contestó CeCe; se fijó en que había dejado de llover y que el sol empezaba a asomar entre las nubes—. Este tiempo es igualito al de Inglaterra —murmuró—. Tan pronto llueve como luce un sol espléndido.
—A lo mejor por eso viven tantos ingleses aquí, aunque tu abuelo nos contó ayer que la principal migración es escocesa, seguida de cerca por los irlandeses.
—Rumbo al otro lado del mundo para hacer fortuna. Es un poco lo que hice yo. Mira, ahí hay otro letrero que señala la recepción. Uau, qué casa de piedra tan bonita. Tiene un aspecto muy acogedor, enclavada en este valle y protegida por montañas en todos sus lados. Me recuerda un poco a nuestra casa de Ginebra pero sin lago —comentó CeCe mientras Chrissie aparcaba.
La casa de dos plantas descansaba sobre una ladera justo por encima del viñedo, el cual descendía en terrazas hasta el valle. Los muros eran de robustas piedras grises toscamente cortadas y encajadas entre sí. Las amplias ventanas reflejaban la pujante luz azul del cielo y un porche abrazaba la casa por todos sus lados; tiestos de begonias rojas colgaban de las barandillas. CeCe dedujo que la casa principal había sido ampliada a lo largo de los años porque las paredes, envejecidas por el clima, mostraban diferentes tonos de gris.
—La recepción está allí —dijo Chrissie irrumpiendo en sus pensamientos; señalaba una puerta en el extremo izquierdo del edificio—. Tal vez haya alguien que pueda ayudarnos a encontrar a Mary. ¿Tienes el dibujo del anillo que Ally te envió por fax?
—Lo metí en la mochila antes de irnos.
CeCe bajó del coche y cogió la mochila del asiento de atrás. Abrió la cremallera del bolsillo exterior y sacó un par de dibujos.
—Ostras, Cee, qué arrugados están —dijo Chrissie, consternada.
—¿Qué más da? Se sigue viendo cómo es el anillo.
—Ya, pero no parece muy profesional que digamos. O sea, es que vas a llamar a la puerta de una completa desconocida para decirle que crees que ella o alguien de su familia es tu hermana perdida… A lo mejor piensa que estás chiflada. Yo lo pensaría —señaló Chrissie.
—Lo único que podemos hacer es preguntar. Uf, qué nerviosa estoy de repente. Tienes razón, igual piensan que estoy loca.
—Por lo menos tienes la foto de tus hermanas y tu padre. En ella parecéis normales.
—Sí, pero no parecemos hermanas, ¿a que no? —dijo CeCe mientras Chrissie bloqueaba las puertas del coche—. Bueno, entremos antes de que me eche atrás.
La recepción —una pequeña sala de exposición revestida de madera de pino y agregada a la casa principal— estaba desierta. CeCe tocó el timbre, tal como indicaba el letrero del mostrador.
—Mira cuántos vinos —susurró Chrissie paseándose por la sala—. Algunos tienen premios. Este lugar es cosa seria, quizá deberíamos preguntar si podemos catar alguno.
—No es ni la hora de comer, y a ti te entra sueño si bebes durante el día. Además, te toca conducir…
—Hola, ¿puedo ayudarlas?
Una joven alta y rubia, de ojos azules y brillantes, apareció por una puerta lateral. CeCe pensó que poseía una belleza muy natural.
—Sí. Desearía saber si podemos hablar con… esto… Mary McDougal —dijo.
—¡Soy yo! —exclamó la mujer—. Soy Mary McDougal. ¿En qué puedo ayudarlas?
—Eh…
—Hola, yo soy Chrissie y ella es CeCe —dijo Chrissie, relevando a una CeCe que se había quedado muda—, y resulta que el padre de CeCe, que por cierto ya está muerto, tiene un abogado que lleva años buscando a la que CeCe y su familia llaman la «hermana perdida». Hace poco el abogado recibió una información según la cual la hermana perdida podría ser una mujer llamada Mary McDougal que vive en esta dirección. Lo siento, sé que todo esto parece un poco raro, pero…
—El caso, Mary —continuó CeCe, que había recuperado el habla—, es que Pa Salt, nuestro padre, adoptó a seis niñas de bebés, y solía hablarnos de la «hermana perdida», la que no podía encontrar. Cada una de nosotras se llama como una de las estrellas del cúmulo estelar de las Pléyades, y la más joven, Mérope, siempre ha estado ausente. Es la séptima hermana, como en la leyenda de las Siete Hermanas, ¿entiendes?
Ante la cara de perplejidad de la muchacha, CeCe se apresuró a continuar.
—En realidad, es posible que no sepas nada de ellas. Nosotras crecimos rodeadas de esos mitos, pero la mayoría de la gente, a menos que esté interesada en las estrellas y las leyendas griegas, nunca ha oído hablar de las Siete Hermanas. —CeCe se dio cuenta de que estaba divagando y cerró la boca.
—Sí he oído hablar de las Siete Hermanas —dijo Mary con una sonrisa—. Mi madre, que también se llama Mary, leía a los clásicos en la universidad. Siempre está citando a Platón y los demás.
—¿Tu madre también se llama Mary? —CeCe la miraba fijamente.
—Sí, Mary McDougal, como yo. Mi nombre oficial es Mary-Kate, pero todo el mundo me llama MK. Eh… ¿tenéis más información sobre esa hermana perdida?
—Solo una cosa. El dibujo de un anillo —dijo Chrissie. Colocó la hoja arrugada delante de Mary-Kate, sobre el delgado mostrador que las separaba—. Es un anillo de esmeraldas con la forma de una estrella de siete puntas y un diamante en el centro. Al parecer, alguien se lo regaló a una tal Mary, y demuestra que «es ella», no sé si me explico. Por desgracia, es la única pista física que tenemos. Es probable que no signifique nada para ti… Más vale que nos vayamos, perdona por haberte molestado y…
—¡Esperad! ¿Puedo ver de nuevo ese dibujo?
CeCe la miró atónita.
—¿Lo reconoces?
—Creo que sí.
CeCe notó que el estómago le daba un vuelco. Miró a Chrissie deseando cogerle la mano y que ella le estrechara la suya para tranquilizarla, pero todavía no se encontraba en esa fase en público. Aguardó mientras la joven observaba el dibujo.
—No puedo afirmarlo con seguridad, pero se parece mucho a un anillo de mi madre —dijo Mary-Kate—. De hecho, si es el mismo, ahora es mío porque me lo regaló al cumplir los veintiuno.
—¿En serio? —tartamudeó CeCe.
—Sí, lo ha tenido consigo hasta donde me alcanza la memoria. No era algo que luciera todos los días, pero a veces, en ocasiones especiales, lo sacaba del joyero y se lo ponía. Siempre me pareció muy bonito. El caso es que es muy pequeño y solo le entraba en el meñique, donde no le quedaba bien, o en el dedo anular, donde ya llevaba la sortija de compromiso y la alianza de bodas. Yo de momento no tengo intención de prometerme ni de casarme, así que da igual en qué dedo lo lleve —añadió Mary-Kate con una sonrisa.
—¿Significa eso que lo tienes tú? —preguntó CeCe—. ¿Podemos verlo?
—La verdad es que antes de irse de viaje mi madre me preguntó si podía llevárselo, porque raras veces me lo pongo, aunque es posible que al final no se lo llevara… Oye, ¿por qué no subís a mi casa?
En ese momento, un hombre alto y musculoso, tocado con un sombrero akubra, asomó la cabeza por la puerta.
—Hola, Doug —dijo Mary-Kate—. ¿Todo bien?
—Sí, solo he venido a coger botellas de agua para la cuadrilla.
El encargado señaló al grupo de hombres fornidos que aguardaba fuera.
—Hola —saludó a CeCe y a Chrissie mientras se acercaba a la nevera y sacaba una bandeja con botellas de agua—. ¿Son ustedes turistas?
—Más o menos. Todo esto es precioso —dijo Chrissie, que había reconocido el acento australiano del hombre.
—Sí que lo es.
—Voy a subir con nuestras visitantes —le informó Mary-Kate—. Creen que podría tener alguna conexión familiar con ellas.
—¿En serio? —Doug clavó la mirada en CeCe y Chrissie y frunció el entrecejo—. Los muchachos y yo almorzaremos aquí fuera, por si necesitas algo.
Apuntó hacia una mesa redonda de madera donde sus hombres estaban congregándose y tomando asiento.
—Gracias, Doug —dijo Mary-Kate.
El encargado asintió, lanzó otra mirada a CeCe y Chrissie y se marchó.
—Caray, no me gustaría tener que vérmelas con ellos —musitó CeCe mirando a la cuadrilla.
—No —dijo Mary-Kate con una sonrisa—. No os preocupéis por Doug, se ha vuelto muy protector desde que mi madre y Jack se fueron, nada más. La verdad es que son unos chicos estupendos. Anoche cené con ellos. Bien, venid conmigo.
—En serio, podemos esperar fuera si lo prefieres —dijo Chrissie.
—No hace falta. Aunque debo admitir que todo esto me parece un poco raro. En fin, como acabáis de ver, estoy bien protegida.
—Gracias —dijo CeCe al tiempo que Mary-Kate levantaba una sección del mostrador para dejarlas pasar.
Las condujo por una escalera empinada y un pasillo hasta una sala de estar con vigas en el techo. La estancia tenía vistas al valle y las montañas en un lado y una enorme chimenea de piedra en el otro.
—Sentaos, por favor, voy a ver si encuentro el anillo.
—Gracias por confiar en nosotras —le dijo CeCe cuando se iba.
—De nada. Le diré a mi amigo Fletch que venga a haceros compañía.
—Genial —asintió Chrissie.
Mary-Kate se marchó y ambas se sentaron en el viejo pero cómodo sofá, delante de la chimenea. Chrissie estrechó la mano de CeCe.
—¿Estás bien?
—Sí. Qué chica tan simpática. Yo no creo que hubiese metido a dos desconocidas en mi casa después de contarme esta historia.
—Lo sé, pero seguramente la gente de por aquí es mucho más confiada que la de las ciudades. Además, como ha dicho, tiene un equipo de guardaespaldas ahí fuera.
—Me recuerda a Star con ese pelo rubio y esos ojazos azules.
—Sé a lo que te refieres por las fotos que me has enseñado, pero recuerda que tú y tus hermanas no lleváis la misma sangre, por lo que es muy probable que Mary-Kate no esté emparentada con ninguna de vosotras —señaló Chrissie.
La puerta se abrió y un joven alto y desgarbado, de veintipocos años, entró en la sala. El pelo, largo y de color castaño claro, asomaba por debajo de un gorro de lana, y sus orejas lucían varios piercings de plata.
—Hola, soy Fletch, encantado de conoceros.
Las chicas se presentaron y Fletch tomó asiento en un sillón, frente a ellas.
—MK me ha enviado para asegurarse de que no intentáis robarle las joyas a punta de pistola —dijo con una sonrisa—. ¿De qué va esta historia?
CeCe dejó que Chrissie se la explicara; se le daban mucho mejor esas cosas.
—Sé que suena raro —concluyó Chrissie—, pero es que CeCe viene de una familia rara. O sea, las hermanas no son raras, pero el hecho de que su padre las adoptara en diferentes partes del mundo sí lo es.
—¿Sabéis por qué os adoptó? Concretamente a vosotras, me refiero —preguntó Fletch.
—Ni idea —dijo CeCe—. Supongo que lo fue decidiendo al azar en sus viajes. Nosotras estábamos allí y él nos recogió y nos llevó a su casa.
—Entiendo. Bueno, no lo entiendo pero…
En ese momento Mary-Kate entró en la sala.
—He buscado el anillo en mi joyero y en el de mi madre y no está. Al final debió de llevárselo.
—¿Cuánto tiempo estará fuera? —le preguntó CeCe.
—Bueno, cuando se fue dijo: «El tiempo que me apetezca». —Mary-Kate se encogió de hombros—. Mi padre murió hace poco y mi madre decidió que quería dar una vuelta por el mundo y visitar a todos los amigos que hace años que no ve ahora que aún es lo bastante joven para hacerlo.
—Lamento que tu padre haya muerto —dijo CeCe—. El mío también murió hace poco, ya te lo he dicho.
—Gracias. Ha sido muy difícil, ¿sabes? Pasó hace solo unos meses.
—También debió de ser un duro golpe para tu madre —comentó Chrissie.
—Oh, sí. Aunque mi padre tenía ya setenta y tres años, nunca lo vimos como un hombre mayor. Mi madre es bastante más joven, cumplirá sesenta el año que viene, pero tampoco lo dirías, aparenta muchos menos. Mirad, allí hay una foto que le hicieron el año pasado conmigo, mi hermano Jack y mi padre. A mi padre le gustaba decir que mi madre se parecía a una actriz llamada Grace Kelly.
Cuando Mary-Kate les acercó la foto, las dos chicas la estudiaron detenidamente. Si Mary-Kate hija era bonita, Mary-Kate madre conservaba los rasgos de una auténtica belleza pese a sus cincuenta largos.
—¡Uau! No le echaría más de cuarenta. —Chrissie soltó un silbido.
—Yo tampoco —dijo CeCe—. Es… es guapísima.
—Lo sé. Y, lo que es más importante, es un ser humano excelente. La gente adora a mi madre —dijo la joven con una sonrisa.
—Doy fe de ello —intervino Fletch—. Es de esas personas especiales, muy cálida y acogedora, ¿sabéis?
—Sí, nuestra madre adoptiva, Ma, también lo es. Consigue que nos sintamos bien con nosotras mismas —dijo CeCe mientras contemplaba las otras fotografías dispuestas sobre la repisa de la chimenea.
Una de ellas era un retrato en blanco y negro de la que parecía una Mary madre más joven luciendo una toga con birrete y una amplia sonrisa. Al fondo se veían unas columnas de piedra flanqueando la entrada de un edificio majestuoso.
—¿Esa de ahí también es tu madre? —CeCe señaló la foto.
—Sí, el día de su graduación en el Trinity College de Dublín —dijo Mary-Kate.
—¿Es irlandesa?
—Sí.
—Entonces ¿de verdad no sabes cuánto tiempo estará fuera? —preguntó Chrissie.
—No. Como os he dicho, es un viaje con final abierto. Mamá comentó que no tener una fecha tope para volver era parte del plan. Aunque sí tenía planificadas las primeras semanas.
—Perdona que insistamos, pero nos encantaría verla y preguntarle por el anillo. ¿Sabes dónde está tu madre en estos momentos? —preguntó CeCe.
—Su calendario está pegado en la nevera. Voy a comprobarlo, pero estoy casi segura de que sigue en Isla Norfolk —dijo Mary-Kate abandonando la sala.
—¿Norfolk? —CeCe frunció el entrecejo—. ¿Eso no es un condado de Inglaterra?
—En efecto —dijo Fletch—, pero también es una isla diminuta situada en el Pacífico Sur, entre Australia y Nueva Zelanda. Es un lugar precioso, y cuando la mejor amiga de la madre de MK, Bridget, vino aquí hace un par de años, fueron allí juntas. A la amiga le gustó tanto la isla que decidió dejar Londres y jubilarse allí.
—Sí, mi madre sigue en la isla, según su programa —informó Mary-Kate cuando reapareció.
—¿Hasta cuándo? ¿Y cómo se llega allí? —preguntó CeCe.
—Se irá dentro de un par de días, pero en avión, desde Auckland, la isla está a tiro de piedra. Eso sí, no hay vuelos todos los días —explicó Mary-Kate—. Tendríamos que averiguar cuándo hay.
—¡Mierda! —farfulló CeCe. Se volvió hacia Chrissie—. Volamos a Londres mañana por la noche. ¿Tenemos tiempo?
—Habrá que sacarlo de donde sea, ¿no? —Chrissie se encogió de hombros—. Me refiero a que, si lo comparamos con hacer todo el viaje desde Europa, está a la vuelta de la esquina. Y si podemos identificar a la hermana perdida a través de ese anillo, entonces…
—Voy a consultar los vuelos a Isla Norfolk y de Queenstown a Auckland; llegaréis antes en avión que en coche —dijo Fletch levantándose y trasladándose a una larga mesa de comedor cubierta de periódicos, revistas y un viejo ordenador con la base ancha—. Puede que tarde un poco, la señal de internet aquí es bastante chunga, por decirlo suave. —Pulsó algunas teclas—. Lo dicho, no hay conexión. —Suspiró.
—He visto a tu hermano en esa foto. ¿Está actualmente en Nueva Zelanda? —preguntó CeCe a Mary-Kate.
—Suele estar, pero acaba de irse al sur de Francia para aprender más sobre viticultura francesa.
—¿Relevará a tu padre en el viñedo? —preguntó Chrissie.
—Sí. Por cierto, ¿tenéis hambre? Hace rato que pasó la hora de comer.
—Muchísima —respondieron a la vez Chrissie y CeCe.
Los cuatro sacaron pan, fiambre y quesos locales, despejaron la mesa y se sentaron a comer.
—¿Y vosotras dónde vivís? —preguntó Fletch.
—En Alice —dijo CeCe—, pero la casa de mi familia se llama Atlantis y se encuentra a orillas del lago de Ginebra, en Suiza.
—Atlantis, el hogar mítico de Atlas, padre de las Siete Hermanas —dijo Mary-Kate con una sonrisa—. Está claro que a tu padre le iban las leyendas griegas.
—Y que lo digas. En el observatorio que hay en lo alto de la casa todavía tenemos un telescopio enorme. De niñas, en cuanto empezábamos a hablar, aprendíamos de memoria los nombres de las estrellas de la constelación de Orión y alrededores —explicó CeCe—. A mí no me interesaban lo más mínimo, la verdad, hasta que llegué a Alice y descubrí que las Siete Hermanas son diosas en la mitología aborigen. Eso me hizo preguntarme cómo era posible que todas esas leyendas sobre las Siete Hermanas estuvieran en todas partes. En la cultura maya, griega, japonesa… Esas hermanas son famosas en todo el mundo.
—Los maoríes también tienen relatos sobre las hermanas —añadió Mary-Kate—. Aquí las llaman las hijas de Matariki. Cada una de ellas posee habilidades y dones especiales que ponen al servicio de la gente.
—¿Y cómo sabía cada cultura de la existencia de las otras en aquel entonces? —planteó Chrissie—. Porque no había internet, ni siquiera servicio postal o teléfono. Por tanto, ¿cómo es posible que todas las leyendas sean tan similares si no había comunicación entre la gente?
—Realmente tenéis que conocer a mi madre. —Mary-Kate se rio—. Podría pasarse el día hablando de estos temas. Es un auténtico cerebrito, no como yo, me temo. Yo prefiero la música a la filosofía.
—Pues te pareces a tu madre —dijo Chrissie.
—Sí, mucha gente lo dice, pero en realidad soy adoptada.
CeCe lanzó una mirada rauda a Chrissie.
—Uau —dijo—, como mis hermanas y yo. ¿Sabes dónde te adoptaron exactamente? ¿Y quiénes son tus padres biológicos?
—No. Mis padres me dijeron que era adoptada en cuanto fui lo bastante mayor para entenderlo, pero siempre he sentido que mi madre es mi madre y mi padre es… era mi padre, y punto.
—Perdona que me entrometa —dijo enseguida CeCe—, pero… pero es que si eres adoptada, entonces…
—Entonces podrías ser la hermana perdida —terminó Chrissie por ella.
—A ver, entiendo que vuestra familia lleve tiempo buscando a esa persona —dijo Mary-Kate con suavidad—, pero nunca he oído a mi madre decir nada sobre una «hermana perdida». Lo único que sé es que fue una adopción cerrada y que se llevó a cabo aquí, en Nueva Zelanda. Estoy segura de que mi madre os lo explicará todo si conseguís verla.
—Bien. —Fletch se levantó—. Voy a tratar de entrar de nuevo en internet para averiguar si podéis viajar a Isla Norfolk en las próximas veinticuatro horas. —Se trasladó al otro extremo de la mesa para sentarse delante del ordenador.
—¿Tiene móvil tu madre? —preguntó Chrissie.
—Sí —dijo Mary-Kate—, pero si vas a preguntarme si podemos llamarla, las probabilidades de que tenga cobertura en Isla Norfolk son prácticamente nulas. Uno de los encantos de vivir ahí es que llevan cincuenta años de retraso respecto al resto del mundo, sobre todo en lo que a tecnología moderna se refiere.
—¡Reto conseguido! —exclamó Fletch—. Mañana sale un avión de Queenstown a las siete de la mañana y llega a Auckland a las ocho. El vuelo a Norfolk sale a las diez y dura dos horas escasas. ¿A qué hora os vais de Sidney mañana por la noche?
—A las once, más o menos —dijo Chrissie—. ¿Hay algún vuelo a Sidney por la tarde desde Norfolk?
—Voy a ver. —Fletch devolvió su atención a la pantalla.
—Aunque lo haya, solo dispondríamos de unas pocas horas en Isla Norfolk —señaló CeCe.
—Es una isla enana —comentó Fletch.
—Mary-Kate, ¿podrías probar a llamar al móvil de tu madre? —le preguntó Chrissie—. Porque sería un verdadero fastidio ir hasta allí y encontrarnos con que no está.
—Puedo probar, claro, y también puedo telefonear a Bridget, la amiga con la que está. Mi madre dejó su número en la puerta de la nevera. Iré a buscarlo y llamaré a las dos.
—¡Bingo! —dijo Fletch—. Hay un vuelo entre la isla y Sidney a las cinco de la tarde. Si llegáis a la isla a las diez cuarenta de la mañana, hora de Norfolk, tendréis tiempo de sobra de reuniros con la madre de Mary-Kate. A quien, por cierto, todo el mundo conoce como Merry, que era como la llamaban de pequeña porque siempre estaba riendo.
—Qué gracioso —dijo Chrissie con una sonrisa.
—A mí jamás me llamaron así de pequeña —farfulló CeCe—. Electra y yo éramos las hermanas rabiosas y gritonas.
—Acabo de llamar a mi madre y a Bridget, pero me ha saltado el contestador tanto en el móvil como en el fijo —dijo Mary-Kate a su regreso de la cocina—. He dejado mensajes diciendo que estáis intentando poneros en contacto con mamá por el tema del anillo y que tenéis previsto hacerle una visita mañana, de modo que si consiguen escuchar sus buzones de voz, sabrán que vais.
—¿Y bien? —Fletch las miró por encima de la pantalla del ordenador—. Quedan tres asientos en los vuelos a Auckland y a Norfolk y solo dos en el vuelo a Sidney. ¿Vais o no vais?
CeCe miró a Chrissie y esta se encogió de hombros.
—Ya que estamos aquí, Cee, por lo menos deberíamos intentar ver a la madre de Mary-Kate.
—Tienes razón, aunque nos toque madrugar. Si te doy los datos de mi tarjeta de crédito, Fletch, ¿podrías reservarnos los vuelos? Perdona que te lo pida, pero dudo que encontremos un cibercafé por aquí.
—Imposible. Y por supuesto que puedo, no es ninguna molestia.
—Ah, una última cosa, ¿podéis recomendarnos un lugar donde pasar la noche? —preguntó Chrissie, la práctica de las dos.
—Claro, justo aquí, en el edificio anexo —dijo Mary-Kate—. Son los dormitorios de los trabajadores, pero estoy casi segura de que hay una habitación libre. Es muy básica, solo tiene un par de literas, pero es el lugar más cercano.
—Un millón de gracias —dijo Chrissie—. Y ahora os dejaremos tranquilos. Me gustaría dar un paseo, este valle es increíble.
—Vale, pero primero os enseño el cuarto y… —Mary-Kate miró a Fletch antes de añadir—: Mi madre me dejó el congelador lleno, y podría descongelar un estofado de pollo para esta noche. ¿Os gustaría cenar con nosotros? Me encantaría saber más cosas de vuestra familia y qué conexión puede haber conmigo.
—Sí, sería genial que fueras la hermana perdida. Y qué amable eres por invitarnos. —CeCe sonrió—. Gracias por tu hospitalidad.
—Es la manera neozelandesa —dijo Fletch—. Comparte y reparte.
—Gracias —dijo Chrissie—. Hasta luego, chicos.
Fuera, el aire era fresco y el cielo de un azul intenso.
—Qué diferente es esto de Australia. Me recuerda a Suiza con todas estas montañas, aunque esto es más salvaje e indómito —comentó CeCe mientras caminaban una al lado de la otra y dejaban atrás las extensas viñas.
Encontraron un sendero estrecho que ascendía por una ladera ondulante; conforme avanzaban la vegetación se tornaba más tosca y asilvestrada. CeCe frotaba las hojas de los arbustos junto a los que pasaban para liberar los alegres aromas de la naturaleza.
Oía el canto de pájaros desconocidos en los árboles, así como el vago rumor del agua, de manera que tiró de Chrissie fuera del sendero para seguirle la pista. Se abrieron paso entre las zarzas —todavía húmedas por la lluvia de esa mañana y rutilantes bajo el sol— y fueron a parar a un arroyo cristalino que rompía contra unas rocas lisas de color gris. Mientras contemplaban el vuelo de las libélulas sobre la superficie, CeCe se volvió hacia Chrissie y sonrió.
—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí más tiempo —dijo—. Esto es tan bonito y tranquilo…
—Me encantaría volver algún día y explorar la región como es debido —convino Chrissie—. Bueno… ¿qué opinas de que Mary-Kate no quiera saber nada de sus padres biológicos? Tú misma tenías tus dudas cuando partiste en busca de tu familia biológica.
—Eso fue diferente. —CeCe se apartó un insecto de la cara mientras, resoplando, subían corriente arriba—. Pa acababa de morir y Star se había vuelto extraña y distante… Necesitaba algo o alguien que fuera mío, ¿sabes? Mary-Kate todavía tiene una madre y un hermano que la quieren, es probable que no haya sentido la necesidad de remover las cosas.
Chrissie asintió y le tiró del brazo.
—¿Podemos parar un momento? Me duele la pierna.
Se sentaron en la hierba musgosa a recuperar el aliento y Chrissie descansó las piernas en el regazo de CeCe. En medio de un silencio agradable, admiraron el valle. La casa y las cuidadas terrazas de vides eran la única señal de presencia humana.
—Entonces ¿la hemos encontrado? —preguntó CeCe al rato.
—¿Sabes una cosa? —respondió Chrissie—. Yo diría que sí.
La cena con Mary-Kate y Fletch fue muy relajada, y pasaba la medianoche cuando, después de dos excelentes botellas de pinot noir de la casa, CeCe y Chrissie se despidieron y se dirigieron al edificio anexo. Tal como había dicho Mary-Kate, la habitación era básica pero tenía todo lo necesario, incluidas una ducha y gruesas mantas de lana para mantener a raya el frío, que por la noche arreciaba.
—Uau, en Alice suelo apartar las sábanas porque no paro de sudar y aquí estoy tapada hasta la nariz. —CeCe se rio—. ¿Qué piensas de Mary-Kate?
—Me ha caído muy bien —comentó Chrissie—. Y si resulta que es tu hermana perdida, sería genial tenerla cerca.
—Dijo que tiene veintidós años, y eso encaja perfectamente, porque Electra, que es la más joven, tiene veintiséis. Aunque puede que todo esto sea una pérdida de tiempo —añadió, soñolienta, CeCe—. Perdona, estoy a punto de quedarme…
Chrissie le tomó la mano desde la litera de al lado.
—Buenas noches, cariño, que duermas bien. Mañana nos espera un buen madrugón.
4
CeCe, despierta, estamos a punto de aterrizar y has de abrocharte el cinturón de seguridad.
La voz de Chrissie irrumpió en sus sueños. CeCe abrió los ojos y vio que alargaba los brazos para ponerle el cinturón.
—¿Dónde estamos?
—A unos trescientos metros por encima de Isla Norfolk. ¡Uau, es enana! Como uno de esos atolones que se ven en los anuncios de las Maldivas. Mira qué verde es, y el mar es de un turquesa increíble. Me pregunto si Merry o su amiga Bridget habrán oído nuestros mensajes.
CeCe miró nerviosa por la ventanilla.
—Lo sabremos cuando aterricemos, supongo. Mary-Kate dijo que les dejó la información de nuestro vuelo, así que quién sabe, puede que hasta vayan a recibirnos. Dios mío…, ¿has visto eso? ¡Parece que la pista de aterrizaje acabe directamente en el mar! No puedo mirar.
CeCe apartó la mirada cuando los motores del avión rugieron y se prepararon para tomar tierra.
—¡Buf! Menos mal que ya ha pasado —dijo cuando el piloto frenó con fuerza y el avión se detuvo.
Bajaron de la pequeña aeronave con sus respectivas mochilas y se dirigieron al diminuto edificio que constituía la terminal del aeropuerto de Isla Norfolk. Pasaron frente a una pequeña congregación de espectadores que aguardaba a los pasajeros detrás de una valla y atravesaron la aduana, donde un beagle olisqueaba a los recién llegados.
—Igualito que cuando llegas a Australia —dijo CeCe—. Creo que los tipos de la aduana australiana preferirían dejarte en cueros antes que permitirte pasar sin más —comentó con una risita cuando salían a una pequeña zona de llegadas a la cual se había trasladado el mismo puñado de espectadores para recibir a sus visitantes.
—Recuerda que nunca he volado a Australia porque esta es la primera vez que salgo del país. —Chrissie le dio un codazo—. ¿Ves a alguna mujer que se parezca a la Merry de la foto que vimos ayer?
Pasearon la mirada por el pequeño grupo de espectadores, la mayoría de los cuales se había reunido ya con sus allegados y empezaba a dispersarse.
—Parece que no escucharon los mensajes —comentó Chrissie—. No pasa nada, Mary-Kate dijo que desde aquí solo hay veinte minutos a pie hasta la casa de Bridget. Pero ¿en qué dirección?
—Preguntemos en el mostrador de información turística que hay allí.
CeCe señaló con el mentón a un hombre joven sentado detrás de un mostrador repleto de folletos. Se acercaron.
—Hola, chicas, ¿en qué puedo ayudaros?
—Estamos buscando la calle… —Chrissie sacó un trozo de papel del bolsillo de sus tejanos— Headstone.
—Muy fácil, está al final de la pista. —El hombre señaló a lo lejos—. Rodead el perímetro del aeropuerto y después doblad a la izquierda. Eso os llevará hasta Headstone.
—Gracias —dijo CeCe.
—¿Necesitáis alojamiento? Puedo recomendaros algunos hoteles —propuso animadamente.
—No, regresamos a Sidney esta misma tarde.
—A eso lo llamo yo una visita relámpago —bromeó el joven—. ¿Por qué no facturáis ya las mochilas y así no cargáis con ellas? Pero sacad el bañador por si os entran ganas de daros un chapuzón antes de iros. Hay playas fantásticas por toda la isla.
—Gracias, lo haremos.
El hombre les señaló el mostrador de la aerolínea y, para sorpresa de CeCe y Chrissie, les permitieron facturar el equipaje para el vuelo de Sidney al momento.
—Uau, me encanta este lugar —dijo CeCe mientras buscaba en su mochila los bañadores y las toallas—. Es todo tan desenfadado…
—El encanto de vivir en una isla pequeña —dijo Chrissie cuando se pusieron en marcha—. Y cuánta vegetación. Me encantan esos árboles. —Señaló las hileras de abetos que se alzaban cual centinelas más adelante.
—Los llaman pinos de Norfolk —explicó CeCe—. Cuando era pequeña, Pa hizo plantar unos cuantos alrededor de nuestro jardín de Atlantis.
—Estoy impresionada, CeCe, no sabía que fueras botánica.
—No lo soy y lo sabes, pero el pino de Norfolk fue de las primeras cosas que dibujé de niña. Me quedó fatal, claro, pero Ma lo mandó enmarcar y se lo regalé a Pa por Navidad. Creo que todavía está en la pared de su estudio.
—Qué bueno. A ver…, ¿qué vamos a decir cuando nos plantemos en la puerta de esa gente? —preguntó Chrissie.
—Lo mismo que le dijimos a Mary-Kate, supongo. Después de tanto trasiego, solo espero que estén. El madrugón y los dos vuelos me han dejado hecha polvo. ¡Y todavía nos quedan otros dos!
—Lo sé, pero si conseguimos ver a Merry y el anillo, habrá valido la pena. Pase lo que pase, deberíamos darnos un baño en ese mar increíble antes de volver al aeropuerto. Eso nos despejará.
Al cabo de unos minutos, divisaron un letrero en el que ponía HEADSTONE ROAD.
—¿Cuál es el número de la casa?
—No veo ningún número —dijo CeCe mientras pasaban junto a las casas de madera, todas ellas en jardines inmaculados y rodeadas de setos perfectamente recortados.
—La casa se llama… —Chrissie escudriñó la palabra que Mary-Kate había escrito en el trozo de papel—. No tengo ni idea de cómo se pronuncia esto.
—A mí no me preguntes. —CeCe se rio—. Parece que la gente de por aquí está muy orgullosa de sus casas. Es como un pueblo inglés subtropical con impecables setos y flores de vivos colores.
—¡Mira! Es esta. —Chrissie le propinó un codazo y luego señaló un letrero pintado con mimo: SÍOCHÁIN.
Se detuvieron delante de la valla metálica que marcaba el límite de la propiedad. La casa ofrecía un aspecto inmaculado, como todas las demás, y tenía sendos gnomos de gran tamaño haciendo guardia a ambos lados de la verja de entrada.
—Estos dos visten los colores de la bandera irlandesa, y creo que el nombre de la casa podría ser gaélico, por lo que imagino que sus ocupantes también lo son —observó Chrissie mientras cruzaban tímidamente la verja.
—Entonces —susurró CeCe de camino hacia la puerta—, ¿quién habla?
—Empieza tú y si veo que te atascas te ayudo —propuso Chrissie.
—Vamos allá. —CeCe tocó el timbre, el cual emitió una breve melodía que sonaba como una giga irlandesa.
Nadie acudió a abrir. Tras el cuarto intento, Chrissie se volvió hacia CeCe.
—¿Y si vamos por detrás? Con este día tan bonito, puede que estén en el jardín.
—¿Por qué no?
Recorrieron un lado de la casa, ribeteado de bananos, hasta la parte de atrás. La terraza, la mesa y las sillas, todo protegido por un toldo, estaban vacías.
—¡Porras! —farfulló CeCe, sintiendo que el alma se le caía a los pies—. Aquí no hay nadie.
—¡Mira! —Chrissie señaló el final del largo jardín, donde había un hombre cavando la tierra con una pala—. Vamos a preguntar. ¡Holaaa! —llamó al tiempo que echaba a andar hacia él.
El hombre, un sexagenario de espaldas anchas, levantó por fin la cabeza y las saludó con la mano desde lo que parecía un huerto.
—A lo mejor nos estaba esperando.
—O a lo mejor solo está siendo amable. ¿No te fijaste en que todos los coches que pasaban por nuestro lado nos saludaban? —dijo CeCe.
—Hola, chicas. —El hombre se apoyó en la pala—. ¿Qué puedo hacer por vosotras? —preguntó con un marcado acento australiano.
—Eh, hola. ¿Vive… esto… vive usted aquí? Quiero decir, ¿es esta su casa? —preguntó CeCe.
—Lo es. ¿Y vosotras sois?
—Yo soy CeCe y ella es mi amiga Chrissie. Estamos buscando a una mujer, de hecho, a dos mujeres, una se llama Bridget Dempsey y la otra Mary, o Merry, McDougal. ¿Las conoce?
—Desde luego que sí —asintió el hombre—. Sobre todo a Bridge. Es mi señora.
—¡Bien! Eso es fantástico. ¿Están en casa?
—Me temo que no, chicas. Se han largado a Sidney y me han dejado solo.
—¡No puede ser! —murmuró CeCe a Chrissie—. Podríamos haber volado directamente a Sidney. La hija de Merry, Mary-Kate, dijo que su madre no tenía planeado irse hasta mañana.
—Y es cierto —dijo el hombre—. Merry estaba aquí de visita, pero de pronto cambió de opinión y propuso a Bridge que tomaran el avión de la tarde a Sidney para pasar lo que llamaron una «noche de chicas» en la gran ciudad y hacer algunas compras.
—Mierda —se lamentó CeCe—. Es una pena, porque hemos hecho un largo viaje para verla y esta tarde también nosotras volamos a Sidney. ¿Tiene idea de cuánto tiempo se quedará Merry en Sidney?
—Creo que dijo que se marcharía de Australia esta misma noche. Yo he de recoger a Bridge del avión que llega esta tarde.
—Debe de ser el mismo en el que nos iremos nosotras —dijo Chrissie volviéndose hacia CeCe con los ojos en blanco, desesperada.
—¿Puedo ayudaros de algún modo? —se ofreció el hombre; se quitó el sombrero akubra y se secó el sudor de la frente con un pañuelo.
—Gracias, pero es con Merry con quien queríamos hablar —dijo CeCe.
—¿Qué os parece si escapamos de este sol abrasador y nos sentamos en la terraza? Podemos tomar una cerveza mientras me explicáis por qué necesitáis ver a Merry. Por cierto, me llamo Tony —dijo mientras ellas lo seguían por el jardín hasta la fresca sombra del toldo—. Voy a por las cervezas.
—Parece un buen tipo —comentó Chrissie, tomando asiento.
—Sí, pero no es la persona con la que queremos hablar. —CeCe suspiró.
—Aquí están. —Tony regresó y puso las cervezas heladas frente a ellas. Agradecidas, bebieron un largo trago—. Bien, ¿de qué se trata?
CeCe trató de explicarse lo mejor posible, y Chrissie introdujo algún detalle cuando lo juzgó necesario.
—Es una historia increíble. —Tony soltó una risita—. Aunque no acabo de entender cuál es la conexión entre vosotras y Merry.
—Yo tampoco, la verdad, y tengo la impresión de que es probable que estemos llamando a la puerta equivocada, pero pensamos que merecía la pena intentarlo —dijo CeCe, que se sentía desinflada y exhausta.
—Mary-Kate le dejó un mensaje a su madre en el que le informaba de nuestra visita. Y también a Bridget. ¿No los recibieron? —preguntó Chrissie.
—No lo sé, ayer estuve todo el día fuera reformando el cuarto de baño de un colega. Si te digo la verdad, sé poca cosa de Merry, cielo. Conocí a Bridge hace dos años, cuando me pidió que le construyera esto. —Tony señaló la casa—. Mis padres me trajeron aquí desde Brisbane cuando era un crío y soy albañil de profesión. Mi primera esposa murió hace unos años, y cuando Bridge se mudó a la isla, tampoco tenía pareja. Jamás pensé que a mi edad encontraría a otra mujer, pero conectamos desde el principio. Nos casamos hace seis meses —concluyó con una sonrisa de oreja a oreja.
—Entonces, no hace mucho que conoce a Merry.
—No, de hecho la vi por primera vez en nuestra boda.
—¿Su esposa no será irlandesa, por casualidad? —prosiguió Chrissie, obstinada.
—Veo que te has dado cuenta. —Tony asintió—. Lo es, y está muy orgullosa de sus raíces.
—Nos dijeron que Merry también es irlandesa —comentó CeCe.
—Lo único que sé es que fueron juntas al colegio y después a la universidad, en Dublín. Perdieron el contacto durante mucho tiempo, como suele ocurrir cuando la gente cambia de residencia después de la universidad, pero ahora vuelven a ser uña y carne. ¿Os apetece un sándwich? Me gruñe la barriga.
—Nos encantaría, si no es mucha molestia —saltó CeCe antes de que Chrissie declinara educadamente la invitación. A ella también le gruñía la barriga—. Podemos ayudarle —añadió.
Siguieron a Tony hasta una cocina inmaculada que había construido él mismo, según les explicó con orgullo.
—Jamás pensé que algún día viviría en ella —añadió al tiempo que sacaba queso y jamón de la nevera—. Tenemos pocas provisiones porque todo ha de traerse en barco o avión. La nueva entrega no llegará hasta mañana.
—Debe de ser increíble vivir aquí —comentó Chrissie untando mantequilla en el pan.
—En muchos aspectos lo es —convino Tony—, pero, como en el caso de Robinson Crusoe, vivir en una isla tiene sus inconvenientes. Aquí hay pocas oportunidades para los jóvenes, son muchos los que se marchan para ir a la universidad o buscar trabajo. La conexión de internet es un desastre, y a menos que tengas tu propio negocio, como es mi caso, el turismo es la única gran industria. Norfolk está convirtiéndose en una isla de viejos, aunque se están llevando a cabo cambios para mejorar las cosas y atraer sangre nueva. Es un lugar precioso para criar hijos. Todo el mundo se conoce, hay un gran sentimiento de comunidad. La vida es fácil y apenas hay delincuencia. Bueno, ¿sacamos la comida fuera?
Las chicas siguieron a Tony de nuevo hasta la terraza y atacaron sus respectivos sándwiches.
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