La naturaleza del deseo

Fragmento

 Desaparecer

Desaparecer

Una noche, en una de nuestras ciudades, le dije que si a él le ocurría algo me quedaría varada en la ignorancia y en el dolor. No conocía a nadie de su mundo y no tenía más que su mail y su número de celular. No pensaba entonces en algo trágico, ni menos aún en lo que ocurriría. Tan solo necesitaba un puente con su universo. Aunque se tratara de una sola persona.

A la mañana siguiente, en el aeropuerto, antes de tomar su vuelo a Chile y yo el mío a Londres, me prometió que lo haría. Que hablaría con un amigo en quien podía confiar y nos daría nuestras respectivas señas, que tendería un puente para que yo lo cruzara cuando necesitara. Ese fue nuestro último encuentro, nuestra última ciudad. Un par de días después, F me bloqueó en todas nuestras vías de comunicación y me borró de su vida. Sin un

insulto, sin una explicación, sin un adiós. Un golpe seco y preciso como el de una guillotina.

*

Durante tres días y tres noches, sin despegar los ojos de mi celular, esperé un mensaje suyo hecha un ovillo bajo las sábanas. Habíamos estado juntos cinco años, media década en que no pasaba más de un par de horas sin que uno de los dos le enviara una señal al otro. Su silencio me dolía como si hubiera sufrido un accidente. Había quemado todas mis naves para iniciar una vida junto a él en el departamento que a la distancia habíamos escogido y amueblado en Chile para nosotros. Había renunciado a mi trabajo como profesora de español en un colegio. Elisa, mi hija, se había mudado a vivir con su padre, y yo le había anunciado a Maggie, mi editora y amiga, que a partir del siguiente mes podía contar con el altillo donde yo había vivido hasta entonces. Había cerrado las puertas de mi vida y de pronto me encontraba suspendida en una tierra de nadie, una tierra de sombras. F había desaparecido de la faz del planeta. De nuestro planeta.

Al cuarto día, cuando la madrugada despuntaba y los faroles aún estaban encendidos, me levanté por fin de la cama, me puse unos jeans y salí a la calle. La helada me recibió agresiva. Caminé rápido, con las manos enterradas en los bolsillos de mi abrigo. En la esquina de South Hill Park con South End Road, frente a la estación de trenes, dos vagabundos tomaban quién sabe qué en vasos de cartón. Me saludaron solidarios, como si yo también perteneciera a su submundo, ese que se oculta tras las bambalinas cuando se levanta el telón y comienza el acto de cada día. Yo sabía adónde ir. A la laguna del parque de Hampstead. A la laguna de mi hijo Noah. El frío se concentraba pesado en los pastos y en los árboles. Las hojas en el sendero despedían un olor putrefacto. Un joven me adelantó corriendo. Lo observé alejarse con sus crespos oscuros que sobresalían de su gorro de lana, fresco y ágil como imagino debió ser F a su edad. De joven, solía trotar cada día. Se planteaba metas de tiempo, de distancia, y las cumplía. Retaba a sus amigos, y era siempre él quien vencía, incluso a los más jóvenes. No estaba en su sistema la posibilidad de no ser el mejor, el más fuerte, el más rápido. Era capaz de dañarse a sí mismo con tal de ganar. Como lo hizo con sus rodillas. Un dolor que lo torturaba y que aplacaba con calmantes que a veces lo aturdían. Pero aun así no cedía, buscaba las formas de dominar su cuerpo, de doblegarlo. Una batalla sin fin que, en lugar de fortalecerlo, lo desgastaba y envejecía. Tal vez su desaparición estaba relacionada con esa guerra por someter una parte de sí mismo. Pero ¿cuál? Seguí caminando con los ojos fijos en mis botas de goma. Me senté a la orilla de la laguna, sobre los pastos húmedos. En el agua se reflejaban los ojales de luz que se abrían entre las nubes. Los centelleos se ocultaban y aparecían en un preciso orden, como si llevaran a cabo un rito, como si bajo el agua hubiera un mundo que solo despertaba a esa hora quieta cuando nadie observaba. Distinguí unas cuantas truchas, auras moteadas que se agitaban y luego desaparecían. Recordé una historia que me contaba mamá cuando nos echaban a la calle del departamento de turno por falta de pago, cuando nos cortaban la luz, cuando papá escuchaba las noticias de Chile en radio Moscú con varias cervezas Carlsberg en el cuerpo y se largaba a llorar. Un hada mitad humana mitad árbol vive en el fondo de un lago y recolecta las cosas que caen en sus aguas para luego regalárselas a quienes las necesitan. El cuento perfecto. De niña, antes de dormirme, iba a ese lago porque siempre me faltaba algo. Esa mañana helada le pedí al hada que me trajera de vuelta a F.

*

Las siguientes semanas le envié diez, quince, hasta veinte mails cada día, y cada uno de ellos se estrelló con su silencio. Me llamé a mí misma una y otra vez desde algún teléfono para cerciorarme de que mi celular no se había estropeado. Busqué desesperada en las noticias alguna catástrofe que hubiera cortado las comunicaciones con Chile, un hacker, un atentado terrorista que hubiera aislado al país, una guerra, un terremoto, una plaga, una maldición, algo que mantuviera a F aislado del mundo, sufriendo como yo sufría por nuestra distancia ahora insalvable. No estaba dispuesta a considerar la posibilidad de que hubiera renunciado a mí. Es cierto que en el último tiempo habíamos tenido problemas. Pero me era imposible pensar que la forma que había encontrado para resolverlos fuera desaparecer. Cada vez que bajaba las escalinatas de mi casa a la calle, abrigaba la ilusión de que estuviera ahí, esperándome. «Nunca te haré daño, cariño», me había dicho una vez, y yo me aferraba a esas palabras. Caminaba por las calles de un Londres aún más gris, aún más frío, y me volteaba con la certeza de que era él quien tras de mí hablaba por teléfono, canturreaba una canción o estornudaba. Lo veía en un perfil furtivo doblando una esquina, en un mentón fuerte, en unas manos inquietas sobre una mesa. Me sorprendía yendo tras un hombre de su porte, su elegancia, su soltura al caminar, o que al pasar junto a mí dejaba un halo que me recordaba su olor. Presencias que ejercían sobre mí un golpe de euforia, para dejar, cuando desaparecían, oscuridad y vacío.

Junto con el dolor, vinieron las conjeturas. Tenía que haber una razón para que F me hubiera bloqueado. Algo debía haber ocurrido, algo que lo había obligado a pasar por sobre nuestro amor. Pensé en su hija menor. Su fragilidad había estado siempre ahí, tocando las puertas de nuestros cuartos. ¿Y si algo le había ocurrido a ella? ¿O a su mujer? ¿O a su nieta? ¿Algo que lo obligara a hacerme momentáneamente a un lado? Tal vez era él quien había tenido un accidente y alguien había tomado control de su mail. No descansaba buscando explicaciones. También formas de llegar a él. Pensé incluso tomar un avión y partir a buscarlo. Pero ¿por dónde comenzar si en Chile no conocía a nadie? F se las había arreglado durante esos cinco años para que yo no supiera nada más de él ni de su entorno de lo que había estado dispuesto a mostrarme.

Tuvieron que transcurrir dos años para por fin descubrir lo que había ocurrido. Y nada de lo que había pensado, elucubrado o imaginado en mis más disparatadas fantasías durante ese tiempo se acercaba ni remotamente a la verdad.

 Fotografías

Fotografías

Un día antes del silencio, F me envió una foto que él mismo me había tomado en el Louvre en uno de nuestros primeros viajes clandestinos. En la fotografía estoy frente a la Victoria de Samotracia, la diosa alada y sin rostro, y miro hacia un costado, como una visitante anónima. Llevo un casto vestido a flores que él mismo me obsequió, y que oculta, como todos sus regalos, mis rodillas y mis hombros. Una «foto con señorita», como solía llamarles a esas imágenes que, si caían en manos de su mujer o de quien fuera, no delatarían el vínculo que nos unía. No es la más linda ni la más significativa. Al menos para mí. Tal vez él veía en ella algo que yo no. O quizás ese momento tuvo para él un significado al que nunca le puso nombre, como todo en nuestra relación, como todo en la mayoría de las relaciones, ese silencio que no surge necesariamente de la falta de palabras, sino de dos mundos que nunca llegan a encontrarse.

Esa noche vinieron más fotos. Él y yo en alguna de nuestras ciudades, lugares que pasaban tras nosotros sin tocarnos, como telones de fondo. Ya casi me dormía cuando me mandó un video de sí mismo, el último. Tiene una toalla blanca anudada a la cintura y una sonrisa fehaciente y cómplice. La suya. La de siempre. Me saluda. Se sacude el pelo mojado con ambas manos. Hay algo ridículo y a la vez conmovedor en su desnudez. Nada que anticipe lo que vendrá.

Su imagen vulnerable e íntima después de la ducha me remite a esos cubículos anónimos de los hoteles donde se iniciaron nuestras confesiones, nuestros primeros pactos. Recuerdo cuando abrazados bajo la ducha, después de que hiciéramos el amor por primera vez, me pidió que le lavara el pelo. Lo llené de espuma, masajeé su cabeza, sus orejas, su cuello. Con el tiempo se volvió un rito. Más tarde, mucho más tarde, en otro país, en otra ciudad, no pude evitar preguntarle: «¿Te lava el pelo tu mujer?», «¿te lo ha lavado otra mujer?». «Algunas veces», respondió él, e introdujo su lengua en mi boca, como lo hacía cuando surgía una pregunta capciosa, una ranura por donde ambos sabíamos que tarde o temprano —como en todas las relaciones— entraría el aliento de los celos, de la traición y del desencanto. Fue también bajo la ducha, en uno de nuestros viajes, que hicimos el «Pacto de Fusun». Fusun, la joven de una novela de Pamuk que vende carteras falsas en una tiendita de barrio en Estambul, la que sabe amar de forma innata y brutal y por quien acaso el mismo Pamuk sintió un amor obsesivo e imposible. Nuestro pacto era simple. Nos comprometía a no traicionarnos. La promesa que se hacen todos los amantes, aunque no lleve un nombre como el nuestro, tan pretencioso y a la vez tan vacío como resultó ser. Esa primera vez, bajo el agua, él sujetó mis brazos por encima de mi cabeza, los llevó contra el muro inmovilizándome, y me besó. Me gustó que me cogiera de esa forma firme y decidida, y que luego me pidiera perdón, azorado.

En el video, él acerca el rostro a la cámara, y sus labios, esos que deseé y mordí, se ciñen en un beso para mí. Ese beso fue lo último que recibí de él antes de que me bloqueara, antes de que me encerrara en el silencio como en una tumba.

 Una embajada y un país

Una embajada y un país

Cuando el mail de un tal F.R. apareció en mi correo, yo llevaba una vida simple, casi monástica. Hacía cinco años que mi hijo Noah había muerto. Pasaba el día escribiendo en mi cuarto, labor que tan solo interrumpía para salir a trabajar como profesora de literatura en un colegio del barrio, asistir a los esporádicos encuentros familiares en casa de mi exmarido y visitar a mi madre en su residencia de ancianos. Vivía con mi hija Elisa, que entonces tenía siete años, en el altillo de la casa de mi amiga Maggie Landor, dueña de una pequeña editorial que publicaba a autores desconocidos como yo. Entre los muros empapelados de flores de esa casa y sus ventanucos que miraban al parque de Hamsptead, estaba contenido mi mundo. Completo. Cualquier forma de felicidad mundana que traspasara esos estrictos límites que me había impuesto constituía una traición a la memoria de mi hijo.

Mi primer impulso fue borrar el mensaje. Es lo que hacía con cualquier intento de alguien por acercárseme. A veces recibía mails de personas que me hablaban de mis libros y de sí mismas como si me conocieran. Su familiaridad, en lugar de halagarme, desataba mis temores. Desde la partida de Noah siempre estaba alerta, siempre temía. Temía que un avión se estrellara contra nuestra casa, que un conductor distraído terminara con la vida de Elisa, que alguien irrumpiera en nuestras vidas y destruyera el único reducto de seguridad que había logrado resguardar de la debacle.

Pero F.R. en su mail llegaba con una historia. Edimburgo hacía treinta años, una laguna, un grupo de jóvenes universitarios de paseo, una chica que se interna en las aguas congeladas. Y lo recordé. Era un chileno mayor que nosotros que hacía un postgrado en leyes en la Universidad de Edimburgo y que, a diferencia del resto de los chilenos que conocía en ese entonces, vivía en Chile. No recuerdo cómo llegó a nuestro grupo, pero sí recuerdo que cuando yo me desvié hacia la laguna de Pentland Hills, él me siguió. Tenía unos ojos reconcentrados, animales. Permaneció en la orilla mientras yo avanzaba hacia el centro del agua congelada. El hielo crujía y mi piel despertaba bajo su mirada. Era como si ante él mi cuerpo abandonara su inocencia adolescente.

—¡Devuélvete! —lo oí gritar varias veces, mientras su silueta se desplazaba nerviosa de un lado a otro en el borde de la laguna.

El crujido se hizo más intenso. Desde la orilla él seguía gritando, pero yo ya no lo oía. El hielo cedió más. Tal vez era el momento de morir. Yo era la heroína de una novela, y morir era el destino que se forjaban las heroínas de las novelas.

Después del accidente de Noah en la laguna de Hampstead, esas aguas congeladas tomaron en mi conciencia el nombre de «La laguna negra». Como si yo misma, al desafiar la vida, hubiera implantado la semilla de la desgracia. Nunca se lo mencioné a Christopher, tampoco a mis padres. Era mi secreto más doloroso. Y el chileno, de cuya memoria tan solo quedaba una sombra, había sido parte de él. Después de ese paseo nunca volvimos a vernos.

Además de sus recuerdos y de confesarme el impacto que había tenido en él mi imagen internándose temeraria en el hielo, F en su mail me decía que estaba en Londres y que, en un par de días, en la embajada de Chile, se homenajearía a un científico chileno que había recibido un prestigioso premio. Me preguntaba si me gustaría acompañarlo. Le contesté que sí y al instante me arrepentí. En las siguientes horas tomé el celular varias veces para decirle que me había surgido un inconveniente, pero algo me detenía. Un ramalazo ínfimo que golpeaba mi pecho y que volvía a darme una vaga noción de mí misma. Al final no lo hice, y cuando llegó la hora, pasé a buscar a Elisa al colegio, cogimos un taxi y le pedí al conductor que nos llevara a 37 Old Queen Street.

—Vamos a la embajada de Chile, Sása —le dije.

—¿Al país de la Abu? —me preguntó.

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