Hombres que llegan a un pueblo

Hernán Rivera Letelier

Fragmento

Ahí va Tristán el Triste, profesor de música y genio del violín, aunque él no lo acepte. Ahí va tranqueando en pleno desierto, siguiendo una ardiente huella de tierra camino a su confinamiento.

Es pasado el mediodía y en el aire no flamea una hilacha de viento.

Sobre su cabeza el sol es una piedra en llamas.

* * *

Veintitrés años, huérfano de padres y fanático de Paganini, Tristán San Martín es un solitario, un silencioso, un soñador, pero sobre todo un triste. No por nada le dicen Tristán el Triste.

Y tiene un violín.

Antes de conocer a Margarita, él decía que su tristeza era más bien lírica; su silencio, un violín dormido; su soledad, casi un retiro espiritual. Ahora, tras la felonía de la maligna, afirma que su tristeza se volvió prosaica; su silencio, un violín muerto; su soledad, un pesado tren de carga.

* * *

Y es que Tristán el Triste, hasta hace poco, tenía una vida, tenía un amor, tenía un violín. Hoy le queda solo el violín. Instrumento que lleva a todos lados y al que le habla como otros hablan a su mascota.

«Un violín francés, de construcción en serie y acabado artesanal. Su diseño está basado en un modelo de Andrea Amati, de 1630. Y caracterizado por su estrecha silueta, por sus tapas muy planas y su dulce sonoridad». Todo esto había dicho el embajador francés al micrófono antes de entregárselo como primer premio en el primer concurso de violín auspiciado por la embajada de Francia. Tristán fue premiado como el mejor violinista del año cuando recién cumplía los diecisiete. Pero a él aún le daba rubor que lo llamaran violinista.

«Violinista, Paganini», decía.

Gracias a ese concurso Tristán pudo cambiar el violín que su madre le había comprado, de segunda o tercera mano, el día en que cumplía siete años. El mejor regalo que recibió antes de que sus padres sufrieran el accidente automovilístico.

* * *

En mitad del desierto, encandilado por esas llanuras interminables, Tristán se ha detenido un momento en su camino al destierro.

A pesar del calor que resquebraja las piedras, él está maravillado. Y es que el aire en este desierto es tan limpio y transparente que a simple vista permite ver a más de ochenta kilómetros de distancia. En un momento deja su mochila en la huella y sube a un pequeño montículo, se hace visera con las manos y da una mirada en trescientos sesenta grados: el pavoroso círculo del horizonte —un horizonte mondo y lirondo— le hace percibir el vértigo de la redondez de la Tierra. Totalmente encendido, se dice a sí mismo que justo aquí deberían de traer a los idiotas que aún creen que la Tierra es plana.

* * *

«Después de la maligna, el diluvio», habría dicho Tristán antes de partir. Y es que, tras la puñalada en el corazón, él no sabía qué hacer para no trastornarse, para no morir de ese mal de amor. ¿Encerrarse? ¿Desaparecer? ¿Irse a otro planeta?

Por eso había dejado la metrópoli y había partido en busca de un lugar con menos fandango. Más afín con su tristeza, más acorde con su silencio, más coherente con su soledad. Un lugar donde no tuviera que oír nunca más ese canturreo nefasto: «Me quiere mucho, poquito, nada».

Un lugar, violín mío, donde nadie sepa quién soy. Donde no florezcan margaritas.

O sea, otro planeta.

* * *

La idea de irse a un planeta deshabitado pataleaba en la cabeza de Tristán.

No quería volver a enamorarse.

Y para eso debía dejar la ciudad, huir de lo populoso, de las multitudes, de la posibilidad latente de que un día cualquiera, en medio de un gentío, la Tentación lo tomara por sorpresa y le presentara a fulana, o que, de improviso, pasado un tiempo, la Tentación lo llamara por teléfono con la voz dulce de zutana, o que una tarde de otoño alguien de pronto le cubriera la vista y le preguntara: adivina quién soy, y fuera la mismísima mengana paseando a la Tentación con una cadenita de perro. Entonces Cupido, siempre al aguaite, volvería a ensartarle la flecha en el culo.

Mientras planeaba su marcha, retomó su violín (encerrado en su estuche desde el día de la puñalada) y se obligó a ensayar hasta cortar las cuerdas. Intentaba borrar el recuerdo de la maligna con música, eludir esas ráfagas de felicidad vividas con ella que no lo dejaban concentrarse. Pero se hallaba tocando una sonata y, de pronto, ¡zaz!, se veía de su mano corriendo por los senderos del Parque Forestal, comprando barquillos de helado, tendiéndose en el pasto húmedo, besándose, riendo y jugando como dos niños recién escapados de un orfanato.

Para defenderse de esas ráfagas, Tristán alzó una casamata en su memoria y, parapetado en ella, respondía con balas de malos recuerdos. Su mueca de fastidio, por ejemplo, cuando lo veía aparecer con su violín al hombro. O cuando con cierta perversidad se lo escondía sabiendo la angustia que le producía no tener su violín para ensayar. O cuando aparecía con margaritas prendidas en los crespos de su melena rubia y, en medio de sus encuentros, en el momento menos adecuado, desprendía la flor de su pelo y, como una enajenada, se ponía a arrancarle los pétalos uno a uno, mientras iba recitando la maldita tonadilla: «Me quiere mucho, poquito, nada. Me quiere mucho, poquito...».

* * *

Tristán el Triste compró un montón de mapas de distintos tamaños y formas. Mapas del país, mapas de regiones, mapas de pueblos. Y se puso a estudiarlos como si fueran mapas estelares.

Lupa en mano, se pasó la noche en vela marcando puntos, apuntando distancias y subrayando nombres, no de grandes ciudades, sino sobre todo de pueblecitos y caseríos dejados de la mano de Dios. Todo lo marcado lo halló hacia el sur o hacia el norte. Esa noche Tristán descubrió que este país, de tan flaco, no tenía este ni oeste.

Al amanecer se quedó dormido con un mapa regional en las manos, con el índice apuntando a un extenso territorio coloreado en café. Estaba decidido, su escondrijo sería en el norte, específicamente el desierto de Atacama.

Suspendido en un estado de gracia, sintiéndose liviano como el aire, se desprendió de todas las cosas materiales que devendrían en lastre para su escape. Vendió lo que pudo, regaló lo demás y compró un pasaje en el tren Longitudinal Norte. El boleto decía: «Pasaje La Calera – Iquique, 23 de enero de 1961 a las 16.00 horas».

Era solo de ida.

Y lo compró hasta Iquique, destino final del tren. Sin embargo, el plan, para que nadie pudiera encontrarlo, era bajarse en pleno desierto, en el pueblito más perdido que hallara a su paso.

Allí se refugiaría.

Viviría como un anacoreta.

* * *

Quince días después de la puñalada de la maligna, el lu

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