Gente como yo

José Ignacio Valenzuela

Fragmento

Capítulo uno. De vez en cuando, la vida

Capítulo uno

DE VEZ EN CUANDO, LA VIDA

¿Cómo llegamos a este momento?

¿Cómo?

Siempre quise creer que todo servía para algo. Que cada acción que llevábamos a cabo, que cada cosa que nos sucedía, que cada paso que dábamos nos ayudaba a descubrir algo que desconocíamos, a ver algo que nos estaba velado, quizá a aprender algo que no sabíamos. ¡Y vaya que sí aprendí algo esa tarde! Sentado en mi propia sala frente a una trabajadora social con cara de pocos amigos.

Aprendí que la desesperación, la verdadera desesperación, esa que llega como un tsunami a nuestras vidas, es una avalancha gélida que no mata pero que provoca una tremenda agonía. Aprendí también que esa desesperación que vemos en las películas, o en las telenovelas, es falsa. Es una mentira llena de gritos, de bofetadas, de insultos rabiosos, de muecas teatrales. Y no, claro que no es así. La verdadera desesperación es un revolcón paralizante que después te hunde en aguas heladas. Y yo, yo la experimenté en carne propia aquel día. Nunca lo olvidaré. No olvidaré cómo las venas se me tornaron hielo al interior del cuerpo, cómo me hundí sin remedio en esas aguas congeladas, cómo me abandonó la conciencia del cuerpo.

Intenté hacer algo. Pero no pude.

Solo conseguí preguntarme cómo habíamos llegado hasta ese punto.

Desde mi lugar en el sillón miré a Joan revisar los papeles que, con toda la calma del mundo, iba extrayendo de una carpeta. Era un fólder viejo, mil veces usado. De seguro, cientos de casos habían sido transportados ahí. Pude imaginar nuestro proceso archivado, los papeles en la basura, y un nuevo oficio en su interior. Tampoco requirió mucho esfuerzo imaginar a esa trabajadora social sacando una y otra vez esa misma carpeta de su bolso de cuero negro frente a otras parejas que, como nosotros, también aguardaban con el corazón en las manos su veredicto.

¡Cuántas salas conocerá ese manoseado bolso! ¡Cuántos rostros expectantes habrá presenciado a lo largo de los años! ¡Qué secretos esconderá en sus bolsillos y compartimentos! ¡De cuántas lágrimas habrá sido testigo!

Joan cerró la carpeta y soltó un hondo suspiro. Le clavó la mirada a Jimmy, quien casi había dejado de respirar ante tanta expectación. Lo conozco bien, mejor que nadie, y pude sentir su angustia, una angustia que me llegaba en oleadas desde el otro lado del salón. Luego de una pausa, Joan se giró hacia mí. Ni siquiera hizo el intento de fingir una sonrisa.

—Lo siento —sentenció—. No creo que se vaya a poder.

—¿No se va a poder? —Jimmy por fin intervino—. Sea honesta, Joan. ¿No se va a poder o no se va a autorizar?

—Como les expliqué en nuestra primera junta, las cosas han cambiado mucho. Hay países que durante años autorizaron, incluso apoyaron, la adopción a parejas del mismo sexo. Sin embargo, ahora...

—Sin embargo, ahora no es así —la interrumpió mi marido—. Sí, ya lo sabemos. Por eso mismo decidimos contratarla y hacer el informe con usted, que nos prometió buenos resultados. ¿Qué más quieren? Tenemos una casa, trabajo, dinero en el banco... Somos gente de bien. Mauricio y yo hemos formado una familia estable. Ahí están las cartas de referencia que lo respaldan. ¿Cuál es el problema?

El verdadero problema somos nosotros, pensé. Que tú te llamas Jimmy y yo Mauricio. Que cuando nos besamos nuestras barbas nos arañan las mejillas. Que en nuestro clóset no hay brasieres. Ni vestidos. Ni zapatos de tacón. Solo un canasto con condones, dildos y lubricantes. Que somos dos hombres, Jimmy: ese es el problema.

—Bueno, las posibilidades son casi nulas —prosiguió Joan mientras volvía a guardar el fólder dentro de su bolso. De seguro, apenas llegara a su oficina lanzaría a la basura nuestro expediente para llenarlo de inmediato con un nuevo caso que la mantendría ocupada el siguiente semestre.

—Además, ya les expliqué que, en la remota posibilidad de que la adopción se aprobara, estarían recibiendo un niño mayor de siete años. Y ustedes han manifestado en todas sus entrevistas que no quieren uno tan grande.

—¡Eso no tiene ningún sentido! —exclamó mi marido al tiempo que se ponía de pie.

Siéntate, Jimmy, pensé. Vuelve a tu lugar y cálmate. Lo menos que necesitamos en ese momento es una confrontación con la trabajadora social que está a cargo de nuestro informe de adopción. Vamos a tratar de solucionar las cosas de manera civilizada, sin gritos ni escaramuzas. Aunque a mi cuerpo ya lo haya arrasado la ola. Aunque yo también tenga ganas de incendiar la casa, el barrio, todo Miami de una buena vez. Aunque no pueda sacar la cabeza del agua y me hunda en un mar gélido que se terminará por convertir en mi tumba. Aunque maldiga el día en que tomamos la decisión de querer ser padres.

—Necesito que me explique las razones —prosiguió Jimmy, atravesando el salón de nuestra casa en apenas tres zancadas—. Todos los estudios que ustedes mismos nos proporcionaron confirman que una pareja del mismo sexo debiera adoptar a un bebé lo más pequeño posible. Para que así crezca y se desarrolle sintiendo que el hecho de tener dos papás, o dos mamás, es su realidad. De ese modo, cuando empiece a hacerse preguntas conflictivas, los lazos afectivos ya estarán creados. ¡Y eso no se puede conseguir con un niño de siete años!

—Lo sé.

—¿Y entonces? —Jimmy subió el tono de voz y se giró hacia mí—. ¡Mauricio, por favor, di algo!

¿Yo? Olvídalo. Yo estaba demasiado ocupado en sobrevivir a mi propio naufragio como para perder tiempo en rebatir los argumentos de una trabajadora social que, a todas luces, se sentía incómoda de estar compartiendo el mismo espacio con dos hombres que habían cometido la atrocidad de quererse y soñar con la posibilidad de tener un hijo. Porque eso éramos nosotros para ella: unos desvergonzados que al haber cruzado tantos límites prohibidos ahora merecíamos un castigo final.

—El niño debe tener sobre siete años. Es la ley.

—No entiendo por qué.

—Porque... —Joan hizo una pausa. Por primera vez la vi bajar la vista hacia la punta de sus zapatos. ¿O estaba admirando con envidia no confesada la calidad de nuestra alfombra, recién comprada la semana anterior?

—¿Joan? —la presionó Jimmy.

—Porque el infante tiene que... ustedes saben, poder hablar y... y discernir ciertos conceptos básicos por... por si... —Volvió a hacer una pausa.

Ay, la desesperación.

—¡Hable!

—El niño... tiene que poder identificar y denunciar si está siendo víctima de algún tipo de abuso por parte de sus padres adoptivos —exclamó la mujer con la misma vehemencia con que un desequilibrado entra a un centro comercial y abre fuego sobre los distraídos visitantes—. ¡Por eso!

Nadie, nunca, está preparado para recibir la ráfaga de una metralleta. Y nadie n

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos