El acto de leer

Wolfgang Iser

Fragmento

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UNA FORMA DE VIDA DURADERA

Cristina Oñoro

 

 

 

 

1

 

A quienes seguimos riéndonos con las novelas de Jane Austen pasados más de doscientos años desde su publicación, es inevitable que nos alegre toparnos inesperadamente con la esquiva autora inglesa en uno de los pasajes centrales de El acto de leer, de Wolfgang Iser, el libro que el lector tiene entre las manos. Ocurre al comienzo del cuarto capítulo, un momento cumbre en la historia de la estética, pues Iser se dispone a definir la obra literaria en términos de «interacción» entre un texto y sus potenciales lectores. Allí leemos: «La lectura como una actividad guiada por el texto articula retroactivamente el proceso de reelaboración del texto, como efecto, sobre el lector. Este efecto recíproco debe ser designado como una “interacción”». No fue esta la primera ocasión, ni la última, en que se planteaba algo semejante. Hace ya muchos siglos, tanto Aristóteles como los tratadistas de la tradición retórica estuvieron muy atentos, ellos también, a los efectos persuasivos y catárticos de las palabras; con todo, sí es la primera vez que dicha «interacción» se revestía de tanta importancia y se situaba en un primerísimo plano a la hora de definir la literatura. «Lo callado en las escenas aparentemente triviales y los espacios vacíos en la conducción del diálogo», afirma Iser a propósito de la narrativa de Austen, «estimulan al lector para una ocupación proyectiva del espacio vacío. Llevan al lector hasta lo sucedido y le inducen a representarse lo no-dicho […]. De aquí se origina un proceso dinámico […] en el cruce entre texto y lector».

Estas reflexiones, en las que Iser vincula expresamente el proceso de interacción lectora con la existencia de los llamados «espacios de indeterminación» de un texto, parecen ser el eco de otras afirmaciones que él mismo puso por escrito algunos años antes de la publicación de El acto de leer en 1976, en otro de sus famosos trabajos. Al comienzo de «El proceso de lectura: un enfoque fenomenológico», aparecido en 1971,(1) el teórico alemán también cita a Jane Austen para ejemplificar cómo la participación creativa del lector, estimulado por los huecos de la narración, logra que los bocetos apenas dibujados por la ficción cobren una realidad que les es propia. «Lo que constituye esta forma nunca aparece mencionado, y mucho menos explicado en el texto, aunque de hecho es el producto final de la interacción entre texto y lector».

Si es una alegría toparse con Jane Austen entre las páginas centrales de El acto de leer, aún lo es más que Iser realice sus apreciaciones basándose en la semblanza que Virginia Woolf escribió sobre ella en El lector común, publicado en dos volúmenes en 1925 y 1932, donde la novelista del grupo de Bloomsbury recopiló sus ensayos aparecidos en The Times Literary Supplement y en otras revistas. Efectivamente, en esas páginas, Woolf describe el arte de Austen, y su enorme modernidad, justamente como aquel que, partiendo de la aparente trivialidad de la vida corriente, logra que atisbemos su profundidad al avivar nuestros sentidos, haciendo que se apodere de nosotros «la intensidad peculiar que solo ella puede impartir». Austen, argumenta Woolf, «nos estimula para que aportemos lo que no está ahí. Lo que ella ofrece es, en apariencia, algo insignificante, pero está compuesto de algo que se expande en la mente del lector. Los giros y las vueltas del diálogo nos mantienen en las ascuas de la intriga. Nuestra atención se reparte entre el momento presente y el futuro…».

Si dirigimos nuestra atención a las primeras páginas con las que Virginia Woolf encabezó El lector común, comprenderemos mejor por qué Wolfgang Iser habría tomado tan en cuenta sus apreciaciones para construir su propia teoría literaria. En efecto, en el pequeño y conocido texto del comienzo del primer volumen, Woolf define al «lector común» como aquel que difiere del crítico y del académico: «está peor educado, y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas».(2) Pero su rasgo más reconocible es que, cuando lee, le guía un instinto de crear por sí mismo a partir de lo que llega a sus manos. «Nunca cesa, mientras lee, de levantar un entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de asemejarse al objeto auténtico lo suficiente para permitirse el afecto, la risa y la discusión».

Es perfectamente coherente con la perspectiva filosófica que Wolfgang Iser imprimió a su teoría del efecto estético que sintiera simpatía por el lector común de Virginia Woolf. Todo El acto de leer, un clásico de la teoría de la literatura que cambió nuestra manera de entender la lectura, no es otra cosa que un intento de describir fenomenológicamente, es decir, prestando atención a las cosas mismas tal y como se nos presentan y experimentamos en la conciencia, este «instinto de crear por nosotros mismos» que Woolf reconocía que se apodera de los lectores cuando se sumergen en una obra literaria que estimula su imaginación.

 

 

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Cualquier persona que, guiada por el interés o la curiosidad, se asome por primera vez a los textos clásicos que conforman la historia de la teoría literaria se sorprenderá enormemente al descubrir la poca atención teórico-crítica que, durante mucho tiempo, se prestó a la figura del lector. Aunque es una verdad universalmente reconocida que los lectores son una pieza indispensable, como escribía Marcel Proust, en «ese milagro fecundo de una comunicación dentro de la soledad» que es la literatura, hasta el surgimiento de la estética de la recepción a finales de los años sesenta del siglo pasado, los conceptos de «obra» o de «autor» resultaron mucho más seductores para la práctica mayoría de los teóricos. Así, ante la pregunta clásica «¿Qué es literatura?», las brillantes respuestas que, durante los siglos XIX y XX, ofrecieron escritores y pensadores como Percy B. Shelley, Wordsworth, los hermanos Schlegel, Freud, Leo Spitzer, Shklovski, Jakobson, T. S. Eliot o Greimas, entre otros muchos, oscilaron entre dos paradigmas fundamentales, a los que podemos denominar «expresivo» y «constructivo» respectivamente. Para el primero, representado por la teoría romántica y continuado por la estilística y el psicoanálisis, la literatura es entendida como la creación de un genio inspirado, quien se expresa con originalidad y sentimiento, cuando no manifiesta locura e inspiración divina e inconsciente; para el segundo, seguido por los distintos enfoques inmanentistas que precisamente reaccionaron contra esta visión idealista y trascendente, com

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