El silbido del arquero

Irene Vallejo

Fragmento

Título

I. Naufragio

Eneas

Y esta noche puedo decir, una vez más, que he estado a punto de morir. He oído crujir mi barco. El cielo nos aplastaba sobre el mar, el mar nos lanzaba hacia el cielo. Luego he creído que mar y cielo se rompían en pedazos y se confundían. He creído que caíamos por las grietas de los relámpagos o por los precipicios de las olas.

Ni siquiera entiendo cómo han logrado mis hombres arribar a esta costa con nuestro barco herido de muerte. Esta costa que, en la noche del mar, era sólo un bloque de oscuridad más profunda, más cerrada. Surgiendo de la lluvia negra, un puerto natural se ha abierto para nosotros, una ensenada de aguas tan quietas que ni siquiera hemos necesitado amarras para anclar la nave.

El mar todavía ruge en mis oídos, pero es un eco. La tormenta se está calmando, las estrellas se asoman abriendo tenues rendijas en las nubes. Sé que apremia la tarea de proteger nuestras frágiles vidas en este país desconocido y sé que debo ser el primero en levantarme de la arena donde me he dejado caer. Los supervivientes permanecemos aquí desplomados. Noto en mi pierna unos dedos húmedos que tantean; tocan mi cuerpo, imagino, buscando la seguridad de que al menos nosotros seguimos vivos, la seguridad de que esta playa no es la orilla donde los muertos esperan la llegada del barquero que los conducirá al otro mundo.

—Eneas… —dice una voz, que al momento parece un sollozo del viento. No necesito más para ponerme en pie.

—¡Escuchadme todos! ¡Escuchadme todos! —repito, alzando mi voz por encima del aire que todavía ensordece—. Hemos sobrevivido a la guerra, que es la locura de los hombres, y a la tempestad, que es la locura del mar. Los dioses siguen con nosotros. Ahora no es tiempo de yacer tendidos y temblar por el peligro que ya hemos superado. Quiero levantar aquí un campamento, encender un fuego que nos caliente los huesos y elevar una oración por nuestros compañeros extraviados en la tormenta.

Volvemos a ser un ejército. La arena se aplasta bajo nuestros pasos. Reparto tareas, separo a los heridos, ordeno traer grano, herramientas y armas del barco. Mis hombres gruñen, me insultan entre dientes, pero sé reconocer la nota feroz y alegre con la que juran. Me llaman “perro” y “escoria”, pero en realidad me están perdonando. A pesar de que no hemos hecho sino navegar en busca del lugar donde se cumplirá la oscura profecía y casi no han podido disfrutar del descanso de los puertos ni tener entre sus brazos a una mujer, a pesar de todo siguen fieles a su rey. Una palabra mía los lanza al ataque. Ahora que la muerte igualadora ha retrocedido, de nuevo me obedecen.

Sí, mis hombres están contentos porque vivimos. El mar no ha arrastrado hasta aquí ningún cadáver, de momento no lloramos a nadie. Y un náufrago siempre es un hombre alegre, al menos hasta que se detiene a pensar.

Nuestro timonel se ha roto el brazo, quizá en varias partes. Golpeado por las ráfagas de mar, el barco cabeceó y lo arrojó contra la borda. Rodó una y otra vez por la cubierta hasta quedar magullado. Cuando me acerco a él, aferra mi mano.

—¡Padre Eneas! —susurra. Así me llaman los más jóvenes de la tripulación.

—Te has salvado —le digo—. Nos hemos salvado.

Pero antes de soltar su mano, me asalta el temor de no volver a ver a mi único hijo. “Padre Eneas…”

Acates, mi fiel amigo, ha conseguido que una chispa salte del pedernal a la leña y las hojas mojadas. Miro hacia la hoguera que nace, miro a Acates con el cuerpo en tensión, cebando y protegiendo la llama, miro el fuego enroscarse y desenroscarse en el aire cuando por fin prende. A partir de esa primera hoguera se encienden otras, en círculo, creando un anillo de calor. El fuego es nuestra primera victoria sobre el miedo y sobre la costa solitaria.

El calor despierta el recuerdo del hambre. Acarreamos un cesto de trigo húmedo salvado de la tormenta. Manos hábiles se ocupan de tostarlo en la lumbre y molerlo. Nos queda agua dulce y también algunos pellejos de vino traídos del barco maltrecho. La noche es invadida por nuestros olores de poblado: comida, leña, cuerpos que sudan. El humo blanco vuela hacia el cielo como un pájaro que extiende las alas y se pierde en la altura. Y eso me preocupa: las aves de humo delatan nuestra presencia aquí.

No voy a dejar que el bienestar junto a las hogueras nos ciegue ante el peligro que existe aún. Estamos en lo desconocido. Hemos navegado sin ver cielo ni tierra durante todo el tiempo que duró la tormenta. Las nubes apagaron una a una las estrellas y no nos dejaron más luz que la espuma marina. El viento nos arrebató el gobierno de la nave. Imposible aventurar a qué tierra hemos llegado, entre qué gentes estamos, si es una costa conocida por los navegantes o está más allá, formando parte del mundo inexplorado. Quién sabe si, al caer dormidos, no seremos despertados por unas manos que nos inmovilizan y atrapan, por un cuchillo en la garganta.

Toda la noche habrá centinelas con los ojos clavados en la oscuridad, sin parpadear. Decido los turnos, reparto las armas, marco los puestos de guardia con un dibujo de mi pie en la arena.

Después me alejo solo para reconocer el terreno. Cuando dejo atrás el campamento, el viento enfría la ropa húmeda contra mi piel. La sal del mar ha dejado regueros sobre mí, como cicatrices del naufragio. Me muevo furtivamente entre la oscuridad. Quiero llegar hasta los escollos que se adentran en el mar, delimitando la ensenada. Quiero buscar en el horizonte curvado las naves de mi flota perdida en la tormenta. ¿Habrán sobrevivido las otras tripulaciones? ¿Mi hijo?

Los árboles que clavan sus raíces en la pendiente arrojan su sombra al mar. Oscuridad redoblada. Las ramas me arañan la cara. Trepo, tanteo, mantengo el equilibrio. Por fin se abre la perspectiva. En la débil luz, un cielo vacío y un mar que lo duplica. Ni rastro de una proa o de un mástil.

Desde que emprendimos nuestra navegación, aconsejados por los más sabios entre mis hombres, mi hijo y yo hemos viajado en naves distintas. Sois los últimos de la casa real de Troya, dijeron. Si hay un naufragio, tendremos más posibilidades de que al menos uno sobreviva, dijeron.

Espero no haber vivido para perderle también a él.

Entumecido, vuelvo al campamento que hemos levantado en medio de ninguna parte, donde me esperan mis hombres. Ahora sé que, aunque encuentre mi camino a través de estas costas, seguiré perdido. ¿Cómo puedo orientarme? Todo el mundo conocido existe ya sólo en nuestros recuerdos.

Ana

Decían que mi madre era una bruja. Ana, la hija de la hechicera, me llamaban. Ana, la hija bastarda del rey de Tiro. Ninguno de esos nombres era bueno. Por eso quiero zarpar y navegar tan lejos tan lejos que el agua lave todos los nombres. Llevo en mis venas la llamada del viaje y de los países que sueño con ver cuando sea mayor.

Mis pasos siempre se dirigen al mar. Si sigues mis huellas, llegarás siempre a la orilla.

También hoy, cuando he visto llegar desfilando

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