Golfo de penas

Francisco Coloane

Fragmento

Golfo de Penas

Golfo de Penas

Entre ola y ola nuestro barco se recostaba como un animal herido en busca de una salida a través de ese horizonte cerrado de lomos movedizos y sombríos.

—¡Agárrate, viejo! —dijo un marinero haciendo rechinar sus dientes y contrayendo la cara como si un doloroso atoro le anudara las entrañas. El barco, cual si lo hubiera escuchado, crujió al borde de una rolada de cuarenta y cinco grados y fue subiendo sobre el lomo de otra ola, semirrecostado, pero ya libre de la vuelta de campana o de la ida por ojo.

La cerrazón de agua era completa. Arriba, el cielo no era más que otra ola suspendida sobre nuestras cabezas, de cuya comba se descargaba una lluvia tupida y mortificante.

De pronto, emergiendo de la cerrazón, apareció sobre el lomo de una ola una sombra más densa; otra ola la ocultó, y una tercera la levantó de nuevo mostrándonos el más insólito encuentro que pueda ocurrir en esos mares abiertos: un bote con cinco hombres.

Raro encuentro, porque por ese golfo solo se aventuran buques de gran tonelaje. El nuestro, con sus diez millas de máquina, hacía más de veinticuatro horas que estaba luchando por atravesarlo de sur a norte, y una cáscara de nuez como ese bote minúsculo no podía tener la esperanza de hacerlo en menos de una semana hasta el faro San

Pedro, primeros peñones de tierra firme que se hallan al sur del temido golfo.

En medio de los ruidos del temporal, la campana de las máquinas resonó como un corazón que golpeara sus paredes de metal y el barco fue disminuyendo su andar.

Era un bote de ciprés, ancho, de gruesas cuadernas que mostraban su pulpa sonrosada de tanto relavarse con el agua del mar y de la lluvia. Los cuatro bogadores remaban vigorosamente, medio parados, afirmando un pie en el banco y el otro en el empaletado, y mirando con extraña fijeza el mar, especialmente en la caída de la ola, cuando la falda de agua resbalaba vertiginosamente hacia el abismo. El patrón, aferrado a la caña del timón, iba también de pie, y con una mano ayudaba al remero de popa, con un envión del cuerpo que parecía darles fuerzas a todos, quienes como un solo hombre seguían el compás de su impulso. De tarde en tarde algún lomaje labrado escondía al bote, y entonces, semejaban estar bogando suspendidos en el mar por un extraño milagro.

Cuando estuvo a la cuadra, le lanzaron un cabo amarrado a un escandallo, que el remero de proa ató con vuelta corrediza a un eslabón apernado en su banco. La cercanía se hacía cada vez más peligrosa. Las olas subían y bajaban desacompasadamente al buque y al bote; de tal manera que, en cualquier momento, podía estrellarse el esquife haciéndose pedazos contra los costados de fierro del barco. Una escalerilla de cuerdas fue lanzada por la borda, y, cuando la cresta de una ola levantó el bote hasta los pescantes mismos del puente, en la bajada, de un salto, el patrón se agarró a la escalera y trepó por ella con la agilidad de un gato. Puso pie en cubierta y como una exhalación ascendió por las escaleras hasta el puente de mando.

Arriba, patrón y capitán se encerraron en la cabina. Estábamos a la expectativa. Los remeros manteníanse alejados a prudente distancia con su cáscara de nuez; el barco encajaba la proa entre las olas y la levantaba como una cabeza cansada, sacudiéndola de espumas. El contramaestre y los marineros estaban listos con la maniobra para izar el bote a bordo, en cuanto el capitán diese la orden.

Los minutos se alargaban. ¿A qué tanta demora para salvar un bote en medio del océano?

La expectación se hizo menor cuando vimos salir al patrón de la cabina. Hizo un gesto raro con la mano y bajó de nuevo las escaleras con su misma agilidad de gamo. Pero la orden de izar a los náufragos no se oyó. Nuestro asombro, entonces, aumentó.

Pasó a mi lado, me enfrentó con una mirada fría y enérgica. Quise hablar, pero la mirada me detuvo.

El hombre iba empapado; llevaba el cuerpo cubierto por un pantalón de lana burda y un grueso jersey; la cabeza y los pies, desnudos; el rostro, relavado como el ciprés de su bote y en todo su ser, una agilidad desafiante, con la que parecía esconderse apenas del castigo implacable de la intemperie.

Cruzó de nuevo como una exhalación, saltó por la borda, se aferró en la escalerilla y, aprovechando un balance, estuvo de un brinco agarrado de nuevo a la caña de su timón.

—¡Largaaa! —gritó, y el proel desató el cabo, lanzándolo al aire con un gesto de desembarazo y de desprecio. Los remeros bogaron vigorosamente, y el bote se perdió detrás de una montaña de agua. Otra lo levantó en su cumbre, y después se esfumó como había venido, como una sombra más densa tragada por la cerrazón.

En el barco la única orden que se oyó fue la de la campana de las máquinas, que aumentó el andar. Los marineros estaban estupefactos, como esperando algo aún, con las manos vacías. El contramaestre recogía el cabo y el escandallo con lentitud, desabrido, como si recogiera todo el desprecio del mar.

—¿Por qué no los llevamos? —pregunté más tarde al capitán.

—No quiso el patrón que los lleváramos en calidad de náufragos —me contestó.

—¿Y por qué?

—¡Somos loberos de la isla de Lemuy y vamos a los canales magallánicos en busca de pieles! ¡No somos náufragos! —contestó.

»—¿No saben que la autoridad marítima prohíbe salir de cierto límite con una embarcación menor? ¿Piensan acaso atravesar el golfo con esa cáscara?

»—¡No es una embarcación menor,es un bote de cinco bogas y todos los años en esta época acostumbramos atravesar con él el golfo. Lo único que le pedimos, es que nos lleve y nos deje un poco más cerca de la costa; nada más!

»—¡Si los llevo debo entregarlos a las autoridades de la capitanía del puerto de su jurisdicción!

»—¡No, allí nos registrarán como náufragos... y eso... ni vivos ni muertos! ¡No somos náufragos, capitán!

»—Entonces no los llevo.

»—¡Bien, capitán!»

Y haciendo un gesto con la mano, el patrón había dado por terminada la entrevista.

Sin poderme contener, proferí:

—¡Así como los dejó peleando con la muerte aquí en medio de este infierno de aguas, pudo haberles dado una chance dejándolos más cerca de la costa! ¿Quién le iba a aplicar el reglamento en estas alturas?

—¡Era un testarudo ese patrón! —me replicó el capitán; y mirándome de reojo agregó—: ¡Si me ruega un poco, lo habría llevado!

Afuera la cerrazón se apretaba cada vez más sobre el golfo de Penas.

Paso del Abismo

El capitán José Melías Quilán sueña con peces, con peces lijas sedosos, con cardúmenes de peces de panza blanca cual carámbanos sobre el mar.

Muertos por una explosión de dinamita o una erupción submarina de gases deletéreos. Duerme de espaldas a su mujer Sofía, en su caserón tinglado en un redoso del cabo Quilán con sus siete hijos varones: ninguna mujer. Le abofetea el rostro a Sofía con un aletazo pectoral. Es un lobo de mar y ella una foca... ¿Por qué? Los sueños no se responden, se cuentan y nada más.

El capitán Melías Quilán despierta, y ahora recuerda con lucidez las maledicencias que se transparentan en el rostro de su piloto Humberto Marabolí. Van a entrar en el paso del Abismo, en las proximidades de la Angostura Inglesa de los canales magallánicos.

Este primer piloto es un pillo de siete suelas que seguramente cree que debe ser él el capitán porque es un hombre preparado, se siente inteligente, tal vez, un poco malintencionado cuando piensa y repiensa.

Refrasea citas de capitanes, como esa del capitán José Conrad cuando dijo que las palabras se deben cuidar del mismo modo que una tripulación lava su cubierta. Y no escupir sobre ella sino por la borda.

¿Pero quién puede conocer el paso que hay entre el amor y el odio? No se conoce del todo a un hombre de mar hasta que enfrenta tempestades, naufragios, salvatajes o la muerte misma. Se traspasa el abismo y el hombre queda oscurecido o con una transparencia sumergida. Solo entonces se le puede conocer. Después de sus reyertas con la naturaleza, semejantes a las amistades o enemistades entre los hombres. Estos son como son. Un capitán tiene que aceptar a quienes contrata la empresa naviera. Él no los elige. Es muy poco lo que el hombre elige en la vida. Generalmente a él lo eligen. A José Melías Quilán lo eligieron por su fama de práctico de los canales de Chiloé a Magallanes; no por sus renombres o reapellidos. Tampoco los eligió él. Se los pusieron. ¿A quién se le ocurrió? No lo sabía. El de José estaba bien. Ese era un verdadero nombre, como el del capitán Conrad; quizás los otros no le parecían apellidos. El señor cura se lo dio en honor al santo carpintero de Jerusalén; sin embargo Melías podía provenir del melí, árbol alto, frondoso, con ramajes curvados, ganchos en forma de codaste, rodas, cuadernas y crucetas de masteleros, donde se podría colgar una vela o un cristiano. Su madera es dura, similar a la de la luma; pero esta es oscura y su fruto, el cauchau, tan negro, que sirve de apodo a los que tienen sangre indígena, ignorantes los que no saben del orgullo ancestral de su propia tierra.

El melí, gigantesco, coposo, tiene sus entrañas blancas, muy blancas, y la corteza que es su piel, veteada tal el cuero de los toros de raza clavel. ¿Por qué los colores de la noche y el día disputándose las almas y el corazón de los árboles?

Cada vez que surcaban el paso del Abismo después de un temporal en el cabo Tamar, surgían las murmuraciones sobre Sofía con sus seis hijos morenos y el séptimo varón de padrinazgo presidencial, rubio como la miel, blanco como la pulpa del melí, y ojos azules como los claros que se entrevén a través del follaje del gran árbol que semeja la arboladura de un navío en plena navegación. Mejor aún, al bajar el viento arremolinado de las cumbres nevadas del este.

El cabo Tamar no le atemorizaba tanto como ese paso del Abismo. Después de entregar la carga de carbón de Lota en las carboneras de la Armada en la península Muñoz Gamero y en el pontón número tres de Punta Arenas, podía salir por la boca occidental del estrecho de Magallanes, entre los altos islotes de Los Evangelistas con su faro a mar abierto. Pero era esencialmente un práctico canalero. Conocía los fiordos andinos de la Patagonia occidental, cual si fueran las rayas de sus manos. Si iba timoneando en casos de peligro, escupía esas gruesas y oscuras palmas y tomaba las cabillas del timón, que para él eran estilizados corazones pulidos por ellas. El canal Wide, entre carámbanos y témpanos. Pero ese paso del Abismo... «El alma blanca o negra está aquí», le había dicho en cierta ocasión su piloto Marabolí, llevándose el dedo índice a su alta frente blanca y despejada por una incipiente calvicie rubia. Desde entonces se le representaba como un témpano o carámbano dentro del cual estuviera el alma del hombre a la deriva. Su alma de chilote indígena era vetusta, dura, recta, igual que una estaca de luma, distinta a la del undívago follaje del melí. Sin embargo, se atemorizaba ante esa oscuridad del paso del Abismo. Marabolí, astuto, navegante evolucionado, de inteligencia centelleante, sabía tantas cosas que deslumbraban a Melías Quilán. Una sonrisa maliciosa vagaba siempre entre él y su capitán.

Planeaba sospechosamente sobre el séptimo hijo, rubio y celeste, de Melías Quilán. Su apellido era el mismo del cabo donde vivía; pero sabía que el primer navegante español, Cortés Ojeda, que lo divisó, lo llamó Santa Clara. ¡Qué entrevero de nombres españoles y de indios payos o payanos! Los aborígenes de remotos siglos imponían al final sus nombres y su color moreno. Melías Quilán no sabía si le habían puesto por su apellido ese nombre al cabo o al revés. ¡Nombres de cabos, islas, canales y canalizos! ¿De dónde provenían y cómo se borraban y aparecían en las cartas de marcar? ¡Mareadas cartas, por diferentes razas de corsarios, bucaneros y piratas que por allí pasaron!

La sabiduría del primer piloto Marabolí provenía de sus estudios de pilotín mercante en la Escuela Naval y de su afición a las antiguas lecturas, que solía trasmitir oralmente al capitán. Solo en algunas cartas figuraba bien ubicado el paso del Abismo, en otras no: como si alguien hubiera querido evitar ese nombre. Borrarlo con la goma con que se rectifican los rumbos trazados a lápiz de mina de carbón entre las paralelas y los paralajes de las cartas de navegar. Marabolí era investigador más que navegante. Sabía, conocía o suponía historias sobre los pasos, senos y fiordos, que se las contaba a su capitán, y este las repetía hasta aprenderlas de memoria. Cuando se encontraban de paso en el puente o entrepuente ya no necesitaba repetírselo. Sonreían y disfrutaban a veces espantando el cansancio o la rutina.

El paso del Mar era una de las vías claras: Sea Reach en las cartas de navegación inglesas. Cincuenta y ocho millas de navegación en la ribera norte entre los cabos Tamar y Felipe; las bocas de canales que conducen por dentro del archipiélago Reina Adelaida.

¿Tendría que ver ese cabo Tamar con El caballero de la piel de tigre de la reina caucasiana Tamara? ¿No sería posible que se le hubiera borrado una letra como ocurrió con una mosca que se ensució sobre una antigua carta marina causando una tragedia? En medio de la tempestad Melías le había dicho a su piloto:

—¡Si es una isla, estamos salvados; pero si es de una mosca, estamos cagados!

Marabolí levantó su alta frente y le espetó: «El caballero se abrió camino hacia la caverna pasando los ríos y las rocas. Avthandil descendió de su corcel, se dirigió a los elevados árboles, trepándolos para mirar, al pie ató su caballo; de allí observó que el caballero de la piel de tigre iba derramando lágrimas... Cuando el caballero cruzó los bosques, una doncella vestida de negro manto se acercó a la puerta de la caverna. Se escuchó un llanto, y sus lágrimas se unieron con el mar... Por ello el cabo Tamar hace lagrimear a los canaleros más avezados». Al escapular su mogote semejaba el paso de los Bárbaros, un valle que separa las últimas estribaciones caucasianas de Turquía. Todos los bárbaros que han cruzado de una a otra parte del Asia a Europa y a la inversa preferían ese paso, y la reina Tamara tuvo que hacer su reino en palacios y catedrales dentro de cumbres cordilleranas, en grandes socavones y cavernas. Era una reina civilizada pero cavernaria. Shota Rusthaveli fue el cantor de estas leyendas.

Entonces Melías Quilán admiraba a su primer piloto y olvidaba sus inquietantes dudas, y Marabolí, siempre con esa sonrisa pícara, le ocultaba su propio secreto: escribir algún día El caballero de la piel de foca, porque hay que tener el cuero duro como los torunos para aguantar el séptimo varón presidencial que le había dado su santa Sofía.

En el viejo derrotero del estrecho de Magallanes se advertía someramente: «En el paso del Mar es donde por primera vez se experimenta mar gruesa en toda la navegación del estrecho. En temporales y vientos recios en las partes más anchas, sobre todo al oeste del cabo Froward. Allí se suele encontrar una mar corta y muy molesta; pero al abocarse al paso del Mar, se tropieza desde luego con la gruesa mar que rueda desde el Pacífico. Con días de completa calma se suf

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