UN FANTASMA EN EL DESIERTO
El camino dejó ver a la distancia una imagen fantasmal que emergía en el horizonte con el incipiente sol de la mañana por el medio de la carretera de asfalto que une la ciudad de Antofagasta con el poblado de San Pedro. A esa hora parecía un gigantesco cordón umbilical que dividía en dos el paisaje del desierto de Atacama. A medida que esta imagen se acercaba, el espejismo la fue definiendo como dos autos de la policía civil que, con premura inusitada para la quietud del lugar, irrumpían amenazantes, envueltos en un halo de polvo en suspensión que le otorgó al entorno un marcado tinte de misterio.
Luego de una hora de viaje, la comitiva se detuvo a la vera del camino y desde el interior descendieron cinco efectivos de la Policía de Investigaciones, dos de ellos cargando herramientas y un cooler. El inspector Gonzalo Cruz, quien acababa de recibir honores de la Policía de Investigaciones como uno de los policías más destacados del año, era el comisionado para la operación. Sobre una hoja en blanco, uno de los imputados en el caso, quien se encontraba confeso, le hizo un mapa a mano alzada para orientar a sus hombres, dando fe de que ese simple croquis los conduciría al lugar donde se encontraba enterrada la evidencia más rotunda, el cuerpo de la víctima.
Debido a como se dieron los hechos, esta gestión aparecía como un mero trámite para dilucidar un caso que mantuvo en vilo a la policía y con total incertidumbre a la familia de la víctima; y por cierto, con el cuidado de no entregar información a la prensa hasta que no estuviera resuelto.
En el punto exacto subrayado en el croquis, la comitiva debía internarse a pie, unos diez minutos desde la carretera, hacia el interior del desierto de Atacama, considerado el más seco del mundo, para exhumar el cuerpo de la víctima. Las señas eran bastante precisas, ya que el involucrado acudió en persona a la estación policial con el objetivo de destapar aquella verdadera caja de Pandora, cuyo interior contenía un horrendo crimen. El inspector Gonzalo Cruz condujo con esas coordenadas a sus hombres al radio exacto donde debían excavar para hallar la evidencia y descifrar los insólitos motivos que habrían originado esta inconcebible historia.
Dos horas de incesante búsqueda, hiriendo repetidas veces el terreno a punta de pala y picota, y además con el apoyo de detectores de restos orgánicos, con sensores acústicos, fueron estériles para encontrar lo que esperaban. La labor comenzó con el sol naciente a sus espaldas y concluyó al mediodía, cuando el ardor de la temperatura ambiente les taladraba la cabeza. Con este desalentador corolario, el rigor policial trastabilló y se activaron las alarmas para tejer las más diversas hipótesis. En razón al inesperado desenlace, los efectivos policiales no podían convencerse de no encontrar el cuerpo que, según el imputado, debía estar enterrado allí. Confundidos y aunando teorías sobre lo que pudo haber ocurrido, los policías debieron resignarse a suponer que bien pudo deberse a una mala interpretación del mapa o incluso una grotesca tomadura de pelo.
Los calificativos halagüeños que el inspector Cruz expresó en la previa de esta faena de pronto parecieron diluirse y su mente se inundó de conjeturas, mientras su gente desarmaba el aparataje técnico en el ahora supuesto «sitio del suceso». El detective se desplazó cabizbajo hacia el borde de la pequeña colina de arena que bordeaba el sector de rastreo, que formaba una especie de muro natural que le impedía a cualquier caminante ser divisado desde la carretera. Parecía un diminuto cráter de volcán. Los policías, desde que llegaron al lugar, determinaron que era el espacio ideal para un ocultamiento.
El inspector Cruz permaneció por varios minutos reflexionando en el pináculo, haciendo abstracción del resto de sus compañeros. A la distancia los veía encaminarse, cansinos, con sus bártulos de regreso hacia sus respectivos vehículos. Él, en cambio, necesitaba sopesar las consecuencias de llegar con las manos vacías ante su superior y decidió meditar acerca de ello por un momento, fundiendo sus pensamientos en la inmensidad de ese panorama infinito, buscando una salida, una explicación a su dilema. No existiendo evidencias, lamentó que por el escuálido presupuesto que la policía había dispuesto para este caso, debió viajar desde Santiago a esta zona acompañado de su gente, pero sin el imputado; y además debiendo conseguir apoyo logístico con los colegas de la región. El ahorro económico, que pudo haber sido consignado como un ejemplo de mesura en razón a los resultados que se esperaban, se convertía ahora en un procedimiento policial cuestionable y hasta poco profesional.
Agitaba sus pensamientos el recuerdo del reciente episodio vivido con el supuesto criminal que motivó la misión: este se apareció en forma sorpresiva en la unidad policial para declararse autor material de un homicidio. Su testimonio resultó como caído del cielo, ya que no solo narró con evidente lógica los hechos, sino que insistió en estar dispuesto a hipotecar su libertad hasta que el caso se dilucidara. No conforme con aquello, insistió en dar fe de su testimonio, dibujando de puño y letra un mapa del lugar exacto donde se encontraría la víctima. Era, en palabras simples, razón suficiente para dar por resuelto el caso, aun antes de que la investigación comenzara. Lo demás, pensaba el inspector y también sus colegas, sería un procedimiento de rutina.
El mapa tenía hitos inequívocos que el supuesto autor del crimen conocía al dedillo para orientarlos sobre cómo llegar sin dificultades al área donde yacía el cuerpo, ya que, según sus propias palabras, él lo había estudiado mucho tiempo antes de convertirlo en su paredón. Según el plano, la comitiva policial debía detenerse en el único letrero de tránsito que señalaba RUTA DEL DESIERTO. TRÓPICO DE CAPRICORNIO. Luego, mirar hacia el noreste, donde a no más de trescientos metros se ubicaba una estratégica colina que impedía la visión desde los vehículos que se desplazaban por la carretera que une Calama con San Pedro. Tras aquel biombo natural, una meseta de arena en la que se habría consumado el crimen y en cuya cúspide ahora se encontraba el inspector Cruz analizando la razón de la sin razón.
¿Qué habría motivado a esta persona a declararse culpable? Y si lo era, ¿qué razón tendría para mentir con esto? Y si no mintió, ¿por qué ellos no pudieron encontrar el cadáver de la víctima? Las hipótesis fueron diversas y afloraron libres mientras el equipo de policías regresaba confundido rumbo a Antofagasta. Predominaba en algunos la idea de que todo hubiese sido una mascarada con el propósito de tergiversar los hechos y despistar a los investigadores; e incluso hubo comentarios inocentones y sin fundamento que planteaban que la supuesta víctima podría no existir. ¿Qué puede suceder en la mente de alguien para entregarse a la policía argumentando total culpabilidad en un virtual asesinato del que, hasta que no narró los hechos, no se había enterado nadie? Era probable que ese crimen no hubiera sucedido.
En su cabeza el inspector Cruz alimentaba, más por un acostumbrado ejercicio de descarte policial que por convicción, la hipótesis de que en efecto todo no fuera sino un acto de astucia del involucrado inventando el sitio del suceso para así desvirtuar la pesquisa. Y lo más inusitado del caso es que este individuo, a pesar de hacerse responsable de su denuncia y entregar pasajes minuciosos del crimen que según confiesa realizó, por ley no tiene méritos para ser detenido, ni razón de que se abra una carpeta investigativa, porque eso solo se puede llevar a cabo recién cuando la víctima aparece.
Todas estas conjeturas que circulaban en su mente de manera tan ágil e incesante, como pequeños peces al interior de un acuario, no tenían asidero alguno. Fue el propio inspector Gonzalo Cruz quien escuchó de manera presencial y en extenso el relato del imputado y fue su reconocido olfato policial, el cual sus pares subrayan siempre, el que le hizo determinar que la autoinculpación era veraz, asegurando que nadie puede desmenuzar con tanta lógica —como hizo el declarante— cada uno de los momentos que lo sindicarían como ejecutor de este escabroso acto criminal. Gonzalo Cruz no lo dijo, pero lo pensó: «¿Y si este sujeto fuera un psicópata?».
DÍA DE TITULACIÓN
Una masiva concurrencia daba cuenta de lo esperado del evento: familiares, amigos, autoridades académicas e invitados especiales acompañaban a los alumnos universitarios en la ceremonia en la que recibirían sus respectivos títulos de médicos. Entre ellos se encontraba Lauren Williams, la madre de Julio Otero, futuro profesional de la medicina, junto a sus dos otros hijos, Darío y Belisario. Julio era el del medio, y sin duda todo habría sido más fácil para la familia Otero Williams si el mayor de ellos, Darío, no hubiese llegado a este mundo con una visible dificultad cognitiva, la que se descubrió cuando enfermó de una severa meningitis. Darío Otero, el primogénito, que nació sin poder hablar y con dificultades para desplazarse, requería de cuidados permanentes luego de un inequívoco diagnóstico que descartaba sin apelación los conceptos de recuperación y esperanza, porque le estaban negados.
Lauren, su madre, le suministraba la comida en la boca, además de mudarlo, bañarlo y dedicarle lo mejor de sus energías para mantenerlo vivo con cierta dignidad. Darío no caminó sino hasta muy tarde y cuando lo hizo fue con grandes dificultades. Su cuerpo encorvado a menudo debe buscar el apoyo del hombro de su madre. Ella, a su ya agotadora rutina, debe sumar una caminata diaria a la plaza para que su escasa movilidad al menos no disminuya, evitando así la condena a permanecer anclado a su silla de ruedas por el resto de su existencia.
El hermano menor, Belisario, era para sus padres una suerte de inofensiva «oveja negra». Es huidizo, un tanto rebelde sin causa y, por sobre todo, siente una notoria antipatía hacia los estudios. Nunca sus padres se hicieron mayores expectativas con él. En esta trilogía de opacos augurios, solo Julio, el hijo del medio, logró romper la atmósfera de desencanto que ensombrecía a la familia. En un arrebato de cordura aprovechó su buen rendimiento escolar, el alto puntaje obtenido en las pruebas de admisión universitaria y su manifiesto nivel de inteligencia para romper la espiral de infortunio que merodeaba en torno a su hogar, dejando entrever que podría estudiar medicina. En esos términos tan relativos, Julio postuló a la Universidad Católica de Chile y, para satisfacción de su ego y la alegría desbordante de su madre, fue aceptado con méritos y ciertas prerrogativas por haber elegido esa institución.
Para él, convertirse en médico estaba ligado al deseo de cultivarse al abrigo del conocimiento científico. Pero en la intimidad de su ser, este joven entendía que —con las exigencias propias de su carrera—pasaría gran parte del día fuera de casa, evitando así observar la inevitable servidumbre a la que estaba sometida su madre con los cuidados de Darío. Esa fatalidad marcó a fuego su vida y definió con atrevimiento su personalidad.
Si bien Lauren Williams quedó viuda a temprana edad, recibió a la muerte de su esposo unos inmuebles de herencia, los que, unidos a los ahorros que obtenía de su profesión como educadora de párvulos, le permitieron, en lo económico, darle un poco de luminosidad a los rincones sombríos de su drama. Esta madre, a pesar de su actitud pusilánime, con muchos padecimientos y grandes esfuerzos logró criar y guiar los pasos de sus hijos.
Durante todo el desarrollo de la ceremonia de graduación, Lauren no dejó de esparramar lágrimas de emoción. Le impactó tanto ver a su hijo Julio entre los alumnos que se estaban titulando de médicos que cuando fue llamada al estrado para que le entregara ella misma el diploma, sus brazos estrecharon a Julio fundiéndose en su cuerpo por más tiempo del pertinente. Olvidó por unos instantes que estaba sobre el escenario y que los asistentes eran ajenos a su historia personal y al genuino sentimiento maternal que la embargaba. Mal o bien, Lauren tenía la íntima certeza de que en ese diploma existía una pequeña porción que le pertenecía, que graficaba el silente esfuerzo que había hecho para que su hijo rompiera cadenas y se convirtiera en un profesional de la medicina. Era sin duda un autorreconocimiento a su encomiable dedicación.
En aquella oportunidad, Julio no tuvo mayor empatía con lo que le sucedía a su madre, su actuar fue más bien frío y con exceso de celo. La exacerbada vanidad que suele brotar entre los que abrazan esta profesión de pequeños dioses ya comenzaba a emerger también en él y dar sus primeros embates.
El recuerdo de aquella instancia se explaya en imágenes de su madre. Julio la recuerda al bajar del proscenio. La ve reacomodándose con premura en su butaca entre la concurrencia, sin apartar su vista para no perderse ni un segundo de lo que restaba de la ceremonia. Ubicada junto al pasillo, entre Belisario a su derecha y Darío, a su izquierda, quien dificultaba —por no decir interrumpía— con su silla de ruedas el tránsito expedito hacia el escenario central. Ella, creyendo haber domado su caudal lacrimoso, se dispuso con la misma sensibilidad maternal a escuchar y ser testigo del instante en que su hijo declaraba ante la concurrencia con genuino compromiso la esencia del juramento hipocrático.
No practicaré maniobra alguna que atente a los dictados de mi conciencia y no realizaré ninguna acción médica o experimental sin el consentimiento de mis pacientes. Prometo que guardaré el máximo respeto a la vida y la dignidad humana...
LA RADIOGRAFÍA
Los tres hijos, ya en edad adulta, pasaron la adolescencia y la juventud con conductas disímiles. Darío el mayor, navega en un statu quo acorde a su padecimiento. Sin presentar avances, sino más bien un sostenido deterioro con el paso del tiempo, su existencia se extingue en forma lenta pero irreversible. Julio, ya con el título de médico en su poder, ve la luz al final del túnel, pues su mayor problema radica en decidir cuál, de la media docena de ofertas que se le presentan, le parece la más ventajosa para ejercer.
En las antípodas de su hermano se encuentra el menor, Belisario, quien, si bien no se ha despojado de su inmadurez, sabe que no es tarde para enmendar, aunque a la vez advierte que será difícil recuperar el tiempo perdido. En este escenario, se encuentra disponible para lo que venga. La loca ecuación demuestra que una historia de crianzas similares, bajo los mismos prismas y cánones, con un patrón único de escala de valores familiares puede no redundar en el mismo resultado para todos los hijos.
Desde la muerte de su padre, Julio adquirió autoridad sobre sus hermanos y su madre, situación que con el título de médico en sus manos se acrecentó, al punto que, sin desearlo, era considerado por todos como el hombre de la casa. En ese entendido citó a su hermano menor para compartir un café.
—La mamá me contó que te pierdes a menudo —dijo Julio—. ¿Me puedes explicar por qué?
—Tengo que rebuscármela —respondió Belisario como si fuera un argumento indesmentible.
—Pero eso no implica quedarte fuera de la casa —replicó Julio.
—Ya estoy bordeando los veintisiete. ¿Te parece que tengo que marcar tarjeta?
—Está bien, pero mientras vivas en la casa, la mamá merece saber a lo menos si llegas a dormir, ¿no te perece?
—No creo que le preocupe lo que yo haga. ¿O te olvidas de que tú eres el regalón? Después de ti, su mirada es para Darío y si le sobra tiempo, o le queda un concho de afecto, es probable que corra la lista y pueda aspirar a un grado mayor de cariño.
—¿De verdad crees eso?
—No lo creo, es y ha sido siempre así. ¡Y está bien, lo asumo!, hice todo para merecérmelo —masculló Belisario con un gesto de víctima.
—Mira, siento que la mamá se ha ido marchitando y cada día le cuesta más atender a Darío. Tenemos la obligación de asistirla.
—No creo que yo pueda ser esa persona que buscas —arguyó Belisario en tono defensivo.
—Eso suena más a resentimiento que a comprensión. Pienso que, para una madre, lidiar de por vida con un hijo enfermo amerita comprensión. No sé si te has dado cuenta, pero ella ya comenzó su cuenta regresiva y más que críticas, necesita un poco de empatía.
—Yo también necesito empatía. —Belisario exhaló desde lo más profundo de su garganta. Guardó silencio por unos segundos antes de sellar su postura. —Estoy enganchado con una mujer.
Julio se dio unos segundos para asimilar lo que entendió como una frase lapidaria.
—¿La conozco?
—No creo. Se llama Virginia.
—Por la manera como me lo dices parece que el asunto va en serio.
Belisario asiente, dibujando en su rostro una leve sonrisa infantil.
—Yo también creo.
—¿Lo sabe la mamá?
—Que vaya en serio no significa que tenga fecha de matrimonio ni que deba contarlo a los cuatros vientos —dijo Belisario, con la clara intención de darle a entender a su hermano que el tema formaba parte de su intimidad—. ¡A todo esto!, ¿para qué me citaste? —agregó para cerrar ese capítulo.
—Solo quería saber cómo estabas
—Estoy bien, gracias... Pero te olvidas de que nos conocemos de siempre.
—No te entiendo.
—Si me dijiste que nos juntáramos a conversar, no es para saber de mí, o mejor dicho, no solo de mí. ¿Cuál es el plato de fondo? —preguntó con una analogía para ir directo al meollo de su conversación.
—Tengo que decidir con qué oferta laboral me quedo —continuó Julio, obviando la acertada interpretación de su hermano.
—¿Te interesa mi opinión?
—Una es en Santiago —dijo Julio obviando su atrevimiento—, la otra en provincia... en el norte. En esta me pagan más.
—¿Y cuál es tu dilema?
—Nuestra madre. No sé si estoy preparado para dejarla sola.
Belisario medita antes de responder—. Es contradictorio lo que me dices.
—¿Por qué?
—Porque estudiaste medicina.
—¿Y eso qué? —dijo Julio con cierto malestar.
—Te preparaste para actuar con la cabeza, no con el corazón.
—Veo que a ti no te preocupa lo que pase con nuestra madre.
—Yo no he dicho eso. Solo pienso que para ejercer tu profesión se requiere de sangre fría, y tú la tienes. Y si te refieres a Darío, ella lo ha cuidado siempre y te aseguro que lo hará hasta el día en que se muera. Y ya que de verdad te interesa mi opinión, solo se me ocurre decirte: «Hay que seguir el camino de la ley de la vida».
LA CONFESIÓN
Mientras Julio subía en el ascensor desde el estacionamiento rumbo al piso de atenciones médicas de la clínica para juntarse con el doctor Guido Alfaro, amigo y excompañero de la universidad, hoy convertido en un connotado ginecoobstetra, se dio cuenta de que pasó largo tiempo sin que sus días libres hubieran coincidido para compartir un almuerzo, como solían hacerlo. La relación que continuó después de que ambos se titularon se inició cuando eran compañeros de la facultad de Medicina. Tenían una larga historia que los unía, por lo que esta reunión esperada por ambos prometía ser fructífera.
Frente a la salida del ascensor del tercer piso se encontraba el mesón de atenciones, y como Julio había hecho la práctica profesional en aquel lugar, apenas la puerta se abrió se escuchó en el ambiente su nombre, el que pareció distinguir a través del timbre de voz de una de las secretarias más longevas.
—¡Doctor Otero!, ¿usted por aquí? Un gusto de volver a verlo —dijo ella con entusiasmo.
—¡Cómo está, Olivia! — respondió Julio gratificado por el tono acogedor de la secretaria del doctor Alfaro.
—¿En qué puedo ayudarlo, doctor?
—Tengo una reunión con Guido.
—Está en el quirófano —señaló Olivia sin perder su trato amable.
—¿En el quirófano? Entendí que tenía libre cuando quedamos de juntarnos.
—Una paciente de urgencia —justificó la enfermera encogiéndose de hombros.
—¿Demorará mucho?
—Usted sabe mejor que nadie que en el quirófano se conoce la hora en que se ingresa, pero nunca la de salida.
Julio se quedó frente a la secretaria evaluando en silencio qué hacer, pero no alcanzó a tomar una decisión cuando la secretaria le ahorró sus conjeturas.
—Está operando en el quirófano que utilizan para dar clases y si observa desde el segundo piso, usted mismo se dará cuenta cuánto le falta.
A Julio le pareció mejor seguir el parto que esperar a su amigo en la soledad de su consulta. Se aproximó a las alturas del quirófano, desde donde tenía una visión general y privilegiada. No tardó en comprobar que el procedimiento estaba en la última etapa.
A juzgar por los movimientos de los facultativos y de la actitud de la madre, se advertía cierta desazón en el ambiente. El bebé, que no mostró inconvenientes durante el parto, fue extraído del útero materno como si su nacimiento fuera un mero trámite. No provocó en los presentes el más mínimo gesto de sorpresa, ni mucho menos de bienvenida; muy por el contrario, fue sacado de la sala de parto con una premura inusual por la matrona, quien, tras una sutil maniobra, le cubrió el rostro con una menuda sábana blanca, con la clara intención de evitar que la madre viera a su hijo. Lo trasladó enseguida a una sala contigua, seguidos por un par de facultativos de riguroso caminar, los que, de no ser por su vestimenta de médicos, bien pudieron —por su cautela— confundirse con agentes policiales. Desde su posición, Julio no lograba intuir lo que podría estar sucediendo. De inmediato abandonó el palco y descendió para esperar a su amigo en la consulta. En menos de quince minutos Guido Alfaro se hizo presente.
—¿Como estás, Julio? Disculpa no haberte alcanzado a avisar, tuve una intervención de urgencia, un parto inesperado —le dijo sin despercudirse aún de la batalla reciente—. ¿Llegaste hace rato?
—Sí, y para no latearme, te fui a ver al ruedo.
—¿No me digas que viste el parto?
—Solo en los descuentos... Deduje que hubo problemas.
—Anencefalia —subrayó Guido con un gesto de impotencia.
—¿Anencefalia?
Alfaro asintió con su cabeza.
—Acaba de morir —dijo como si fuera responsable de ese desenlace.
—¿Desde cuándo lo supiste?
—A las veintidós semanas se lo comunicamos a los padres
—¿Y la madre tuvo que esperar hasta que naciera?
—Es lo que indica el protocolo.
—¡Qué calvario! —acotó Julio manifestando una implícita critica a ese marco regulatorio.
—Yo tampoco estoy de acuerdo que la madre geste en su vientre a un ser inviable. Es difícil lidiar sabiendo con meses de antelación que no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir. Sobre todo, con malformaciones como esta, cuya letalidad es del cien por ciento. No hay nada más que hacer —le explicó Guido mientras se despojaba de su indumentaria.
—Tú y yo sabemos que en estos casos siempre existe una salida airosa para evitar tanta angustia en la gestante.
—El año pasado tuve un caso similar y cuando la madre supo los alcances del diagnóstico, nunca más vino a control —dijo Guido—. Ignoro qué pasó con ella, pero tú y yo lo deducimos.
—Uno siempre piensa que las reglas o las leyes buscan el bien, pero en muchos casos, y en especial en estos, resulta incomprensible no proponerles caminos más cortos a las embarazadas
—comentó Julio—. Obligar a que la gestación de un bebé con problemas llegue a término es un despropósito.
—Mira, bien sabes que aquí están en juego muchos valores: las expectativas de formar familia, sus creencias y también lo que provoca en la autoestima de los padres un duelo anticipado.
El doctor Guido Alfaro se cambió ropa sin poder despojarse del peso que significó ser una vez más agente de una situación lacerante, en la cual, por respeto a no transgredir la ley, jamás les ofreció a sus pacientes alternativas que pudieran hacer más dignos y menos dramáticos los efectos de una muerte inminente. Ambos colegas y amigos guardaron silencio por algunos segundos y fue el propio doctor Alfaro quien sentenció:
—Si en estos casos no interviene un psicólogo, esas heridas en el alma pueden provocar un daño irreparable en las madres —dijo para cerrar el tema, mientras se ajustaba su chaqueta frente a un pequeño espejo en la contrapuerta del casillero—. ¿A dónde vamos? —preguntó sin mirar a su amigo.
—¿Qué pregunta es esa? Vamos al lugar de siempre —dijo Julio subrayando su gesto crítico.
La sobremesa del opíparo almuerzo, que fluyó al fragor de un sauvignon blanco, alentó los recuerdos y decantó por deformación personal en sus siempre particulares miradas frente a su profesión. Sin duda ambos, aunque Guido en mayor grado, son de mentón débil, como acostumbran a decir los asiduos al boxeo. Con más de dos copas, no caen a la lona, pero sí se tambalean. Es el instante en que ambos abandonan el delantal blanco, el que pese a ser idéntico al de los carniceros o farmacéuticos, los médicos, por alguna razón desconocida, se esmeran en hacer parecer de un blanco distinto.
—¿Te has dado cuenta —acotó Guido— que cada vez que nos juntamos terminamos yéndonos para atrás?
—¡No me digas que ya te mareaste! —dijo Julio, preocupado.
—No me refiero al vino —aclaró Guido—, lo digo porque siempre hablamos del pasado.
—¡Ah, me asustaste! —exclamó Julio sin evitar una explosiva carcajada.
—Igual debo reconocer que siento que transgredí mi cuota... Ahora sí me refiero al vino, por si acaso —aclaró, sonriendo, Guido.
—¿Tienes que volver a la clínica?
—Esa pregunta está de más. No habría aceptado la invitación si hubiese tenido compromisos después.
—Está bien, ¿pero qué es eso de la invitación? —preguntó en tono festivo Julio—. Siempre pagamos a media —aclaró sonriendo para demostrar que aún se mantenía sobrio.
—¿Eso dije? —esbozó Guido dudando.
—Fuera de broma, evocar es un arte —deslizó Julio para no ponerle final a la conversación.
—¿Un arte?, ¿no exageras un poco? Parece que a ti te hizo más efecto el vino que a mí.
—¿Acaso recordar los momentos memorables no te produce un estado placentero?
—Sí, pero eso no lo califica como un arte. Además, bien sabes que existen momentos memorables que son nefastos y que uno quisiera olvidar para siempre.
—Ahí está la ciencia, saber separar la paja del trigo —enfatizó Julio remedando la expresión que pone un ajedrecista cuando realiza un jaque al rey.
—Pero eso no depende de uno —agregó el doctor Alfaro—. Cuando se escarba en el pasado, hay que resignarse a lo que venga.
—¿Te has dado cuenta de que con una copa de vino nos ponemos monotemáticos, siempre terminamos hablando de nuestra época de universidad? —Julio constató en tono conciliador.
—¡Obvio! ¿Y qué tiene de malo?
—No tiene nada de malo, en realidad, lo dije solo porque de pronto te escuché referirte al pasado en un tono menos festivo que el de costumbre — insistió Julio. Bien sabes que el vino exacerba mi talento para comprender entre líneas.
—No sé si es por la copa que me tomé de más, pero ignoro dónde quieres llegar.
—Sé que no tengo muchos argumentos para avalar lo que digo, pero sí la leve impresión de que en tu niñez tuviste más de algún tropiezo —dijo Julio emulando dotes paranormales—, ¿o me pasé de pueblo?
—¿Por qué me dices eso? —preguntó Guido con seriedad.
—Ya te dije, no tengo mayores argumentos, es solo instinto —insistió Julio lejos de pretender afectar a su amigo—. Además, con mis preguntas banales no tengo ninguna otra intención que no sea darle manija a la lengua y recordar épocas pletóricas.
Guido acercó los labios al borde de la copa de sauvignon, para ganar tiempo antes de eludir de plano la sensación que Julio dice haber experimentado. Bebió con el atrevimiento de un vaquero que necesita reafirmar su valentía con un whisky antes de enfrentar un duelo con el enemigo de turno.
—Fui un niño tímido, no tenía muchos amigos y no jugaba a la pelota en los recreos, o mejor dicho, no me invitaban a jugar —soltó Guido de la nada.
—¿Qué estás diciendo? —dijo Julio un poco descolocado.
—¿No estabas preguntando por mi niñez? —remarcó Guido sin ánimo de crítica, sino más bien de desahogo.
—Eso me huele más a niño marginado que a víctima de un bullying, por si me estás llevando a ese terreno y a esa época en que no nos conocíamos.
La conversación había adquirido un giro inusitado y Guido tenía en sus manos aceptar o rechazar la propuesta. Respiró hondo dando cuenta de que la médula de su relato estaba trabada en su garganta. Sabía que el diálogo con su amigo de años no se quedaría solo en el titular y debía pensar si encontraba un argumento para detenerse allí, si le buscaba un cierre abrupto a la historia o era capaz de destrabar esa espina que tenía atragantada desde pequeño.
Fue el garzón quien interrumpió el coloquio trayendo la cuenta que minutos antes habían pedido. Pero en una acción poco habitual, por no decir inédita, este médico miró a su amigo para hacerlo cómplice de transgredir la rutina.
—¿Qué tal si pedimos otra? —propuso el doctor Guido Alfaro apuntando con su mirada hacia la botella que el garzón había empuñado para desocupar la mesa.
—¿Tienes tiempo? Por mí no hay problema —contestó Julio ponderando esa tácita e inusual sugerencia de Guido que, bien intuía, no se debía a sus ganas de seguir bebiendo, sino a un razonable subterfugio para contar algo que deseaba compartir.
—¡Tráiganos otra igual! —ordenó Guido, con autoridad.
Julio pensó que alguna constelación de astros se alineó esa tarde para que el mismísimo doctor Alfaro —aprovechando que algunos clientes emprendían la retirada— se envalentonara desclasificando hechos memorables que podrían explicar el tono de su especial personalidad. El garzón no tardó en traer el segundo sauvignon blanco. Y luego del inútil ritual de degustación, vertió con parsimonia el vino en las copas de ambos y se retiró.
Guido retomó la conversación con la pulcritud que lo define.
—Ser un niño marginado es una forma de bullying —respondió retomando la respuesta pendiente, a la vez que levantaba su copa—. ¡Salud!
Julio no quiso quitarle protagonismo a su gran amigo y fue cauto para no interferir y dejarlo zambullirse en las profundidades de sus recuerdos.
—¡Salud!
—Ese día mi vida cambió —señaló Guido esparramando sin control imágenes de aquel pasaje infantil—. Recuerdo que estaba en el pasillo del colegio, apoyado en uno de los pilares que sostenían el segundo piso de ese viejo edificio, mirando cómo mis compañeros jugaban en el centro del patio un partido de vóleibol y lamentando no estar entre ellos. De pronto sentí que una mano se posaba en mi hombro. Al darme vuelta vi el rostro sonriente del padre Eusebio, director del colegio. Aunque siempre me saludaba, era primera vez que me dirigía la palabra; incluso recuerdo que me puse hasta nervioso. Traté de recordar qué falta pude haber cometido, con la certeza de que se acercaba para reprenderme.
—«¿Qué haces aquí tan solo? ¿No te gusta el deporte?», me preguntó. «Sí, sí me gusta», le respondí con tono entrecortado. «Te estaba mirando desde la ventana de mi oficina y te vi tan triste y solitario que sentí la necesidad de ayudarte», me comentó. «Te vengo observando desde hace algunas semanas. Ven, acompáñame. No me gusta verte así». «Ya se va a terminar el recreo, padre», le respondí, avergonzado por quitarle tiempo a sus labores y tener que salir en mi auxilio. «No te preocupes, de tu ausencia en clases me encargo yo», me indicó demostrando la magnitud de su poder. No supe qué responder, y sin decirme nada, me instó a seguirlo con un movimiento de su cabeza —continuó Guido con la actitud de alguien que está narrando un episodio que sigue intacto en su mente.
—¿Qué edad tenías? —le preguntó Julio con delicadeza para no interrumpir su relato.
—Debo haber tenido entre nueve y diez años, creo yo. Era un niño aún —dijo como exculpándose.
Julio estaba interesado en aquel relato de niñez, que aún no dejaba traslucir su verdadero trasfondo. Seguro que para Guido esa experiencia debió ser determinante, no tendría otra razón para detenerse esa tarde y exponerla.
—¿Y para qué quería que lo acompañaras? —insistió Julio, instándolo a continuar.
—Al llegar a su oficina me sentó frente a su inmenso escritorio y me ofreció un jugo que sacó desde un refrigerador pequeño ubicado detrás de su sillón. Recién ahí fui abandonando los nervios y pude sacar el habla. Me preguntó de todo durante una hora, hasta lograr mi confianza. De pronto se levantó de su asiento y se acercó. De pie frente a mí, me dijo que sí tenía problemas con algunos de mis compañeros, lo dejara por su cuenta. Me exigió nombres y me prometió que se encargaría de ellos sin que se entendiera como un acto de delación.
Guido asegura que recién allí dimensionó la grandeza y humanidad de aquel religioso que, para él, era la imagen viva de santidad.
—A partir de ese episodio —continuó— logré verlo como una persona normal, despojada de su poder que tanto me intimidaba. Me acuerdo de que levanté mi rostro y atiné a decirle gracias.
—Y eso le dio a tu vida la seguridad que necesitabas para avanzar sin depender del resto, ¿no? —comentó Julio anticipándose al exitoso ejemplo que rescatar de ese episodio.
Guido se quedó pensativo por varios segundos, volvió a alzar la copa y bebió otro sorbo de vino blanco. Luego, como el acto mecánico desprovisto de pudor, retomó su confesión, pasando por alto la pregunta de Julio.
—Me mantuve sentado en la misma silla frente al escritorio —continuó con el relato— y desde ahí, vi al director dirigirse a la puerta de la oficina y girar una llave larga de fierro, que se mantenía colgada en la cerradura y que tenía adosada con una argolla hechiza a otras dos del mismo tamaño. Recuerdo hasta hoy el momento en que me encarceló y todavía percibo en mi memoria el tintinear de esas llaves que quedaron bamboleando por un rato. Al regresar me dijo que, de ese modo, nadie nos interrumpiría. Luego acercó la silla que tenía a un costado y se sentó frente a mí, demasiado cerca. Desconocía sus intenciones, pero de seguro, pensé, eran buenas. Tomó mis manos como si me fuera a confesar y en esa posición me miró por eternos segundos. Solo recorría mi rostro con sus ojos, como si fuera un águila cuidando a una de sus crías. Tras esa actitud, creyó interpretar mi silencio como una tácita aceptación a sus pensamientos, los que yo desconocía. Me soltó las manos y deslizó una de las suyas hasta hacerla descansar en mis rodillas y comenzó a acariciarme los muslos con una parsimonia que violentaba mi quietud e inexperiencia. No era una confesión, como llegué a imaginar. Me repetí varias veces ese pensamiento. ¡No es una confesión! ¡Dios mío, no es una confesión! Comencé a temblar. Luego me instó a ponerme de pie y, en esa posición, hizo notar la fuerza y el poder que le confería su cargo de director. Desabrochó mi pantalón y, debido al peso de mi cinturón
