2
El año siguiente trajo numerosas victorias. Conquistaron la montaña que había al fondo del valle y la ladera donde crecía el bosque de castaños. Hubo otras victorias más allá de la llanura en la meseta que había al sur; en agosto cruzamos el río y nos instalamos en una casa en Gorizia que tenía una fuente, muchos árboles gruesos y umbrosos en un jardín cercado por una tapia y una glicina de color malva en un lado de la casa. Ahora los combates se libraban en la siguiente montaña a un kilómetro de distancia. La ciudad era muy agradable y la casa muy acogedora. El río corría a nuestra espalda y conquistar la ciudad había sido sumamente sencillo; sin embargo, las montañas eran inexpugnables y me alegró que los austríacos parecieran querer volver alguna vez a la ciudad, cuando acabara la guerra, pues no la bombardearon con intención de destruirla sino solo con fines estratégicos. La gente seguía viviendo en ella y había hospitales, cafés y artillería en las callejuelas y dos casas de mala nota, una para la tropa y otra para los oficiales, y al final del verano, las noches frescas, los combates en las montañas, el hierro del puente del ferrocarril dañado por los obuses, el túnel derrumbado junto al río, donde se habían producido los combates, los árboles alrededor de la plaza y la larga avenida que conducía hasta ella; por no hablar de las chicas de la ciudad, del rey que pasaba en su automóvil y al que ahora a veces se le veía la cara, el cuerpecillo cuellilargo y la barba gris como la de un chivo; y la visión imprevista del interior de las casas que habían perdido una pared durante el bombardeo y tenían el jardín o la calle cubiertos de cascotes y escayola, y que las cosas fuesen tan bien en el Carso hicieron que ese otoño fuese muy distinto del anterior cuando habíamos estado en el campo. La guerra también había cambiado.
El robledal de la montaña que había más allá de la ciudad había desaparecido. En verano, cuando llegamos, estaba verde, pero ahora no quedaban más que unos cuantos tocones y troncos partidos y el terreno se encontraba todo removido. Un día, a finales de otoño, estuve en el lugar donde había crecido el bosque y vi una nube que pasaba por encima de la montaña. Se movía muy deprisa, el sol se volvió de un amarillo mortecino y todo se puso de color gris, el cielo se encapotó, la nube descendió y de pronto se puso a nevar. La nieve caía de lado empujada por el viento, y acabó cubriendo la tierra desnuda, aunque los tocones de los árboles seguían asomando y había senderos que iban hasta las letrinas detrás de las trincheras.
Luego, en la ciudad, estuve viendo caer la nieve por la ventana del prostíbulo de oficiales mientras bebía una botella de asti con un amigo, y, al ver caer la nieve lenta e ininterrumpidamente, los dos comprendimos que aquel año todo había terminado. Río arriba, aún no habían logrado tomar las montañas, no habían conquistado ninguna montaña más allá del río. Habría que esperar al año siguiente. Mi amigo vio salir del comedor al capellán castrense y andar con cuidado por el barro, y dio unos golpecitos en la ventana para llamar su atención. El capellán alzó la vista. Nos vio y sonrió. Mi amigo le indicó por señas que entrara. El cura movió la cabeza y siguió su camino. Esa noche, en el comedor, después del plato de espaguetis que todo el mundo comía muy deprisa y con mucha seriedad, levantándolos con el tenedor hasta que los extremos quedaban colgando y bajándolos después hasta la boca o sorbiéndolos mientras nos servíamos el vino de la cantimplora verde que colgaba de un cestillo de metal de manera que bastaba con inclinar el gollete con el dedo índice para que el vino rojo, claro, tánico y delicioso llenara el vaso que sujetabas con la misma mano; terminado aquel plato, el capitán empezó a burlarse del capellán.
Era muy joven y se ruborizaba con facilidad. Llevaba el mismo uniforme que nosotros, pero con una cruz de terciopelo de color rojo oscuro sobre el bolsillo izquierdo de la pechera de la guerrera gris. Por una dudosa deferencia hacia mí, el capitán le habló en italiano macarrónico, para que yo pudiera entenderle perfectamente y no me perdiera ningún detalle.
—Capellán hoy con chicas —dijo el capitán mirándonos a mí y al capellán. El cura sonrió, se ruborizó y movió la cabeza. Aquel capitán se burlaba de él a menudo—. ¿Que no? —preguntó—. Hoy he visto capellán con mujeres.
—No —dijo el capellán. Los demás oficiales se estaban divirtiendo.
—Capellán no va con chicas —prosiguió el capitán—. Capellán nunca con mujeres —me explicó. Cogió mi vaso y lo llenó mientras me miraba a los ojos, aunque sin perder de vista al capellán—. Capellán cada noche cinco contra uno. —Todos los presentes se rieron—. ¿Entiendes? Capellán cada noche cinco contra uno. —Hizo un gesto y se rió. El cura se lo tomó a broma.
—El Papa prefiere que los austríacos ganen la guerra —dijo el comandante—. Adora a Francisco José. De ahí le viene el dinero. Yo soy ateo.
—¿Has leído El cerdo negro? —preguntó el teniente—. Te conseguiré un ejemplar. Fue lo que hizo tambalear mi fe.
—Es un libro vil y repugnante —dijo el capellán—. Me niego a creer que te guste de verdad.
—Es muy interesante —repuso el teniente—. Habla de los curas. Te gustará.
Dediqué una sonrisa al capellán y él me la devolvió a la luz de las velas.
—No lo leas —me advirtió.
—Te conseguiré un ejemplar —insistió el teniente.
—Cualquiera que piense un poco tiene que ser ateo —afirmó el comandante—. Aunque no creo en la masonería.
—Yo sí —dijo el teniente—. Es una organización muy noble.
Alguien entró y al abrirse la puerta vi caer la nieve.
—Con esta nevada se ha acabado la ofensiva —dije.
—Desde luego —coincidió el comandante—. Debería irse de permiso. A Roma, Nápoles, Sicilia…
—Adonde tendría que ir es a Amalfi —terció el teniente—. Te escribiré una carta para mi familia en Amalfi. Te tratarán como a un hijo.
—Tendría que ir a Palermo.
—A Capri tendría que ir.
—Me gustaría que vieras los Abruzos y fueses a Capracotta a visitar a mi familia —dijo el capellán.
—Oíd cómo habla de los Abruzos. Allí hay más nieve que aquí. ¿Para qué ir a ver a un hatajo de patanes? Deja que vaya a los centros de la cultura y la civilización.
—Lo que le hace falta es conocer chicas guapas. Te daré la dirección de un par de sitios en Nápoles. Chicas jóvenes y guapas…, acompañadas de su madre. ¡Ja, ja, ja! El capitán abrió la mano con el pulgar hacia arriba y los dedos extendidos como para hacer sombras chinescas. La sombra de su mano se proyectaba en la pared. Volvió a hablar en italiano macarrónico.
—Te irás así. —Se señaló el pulgar—. Y volverás así. —Se tocó el dedo meñique. Todos se rieron—. Mira —dijo el capitán volviendo a extender la mano. Una vez más, la luz de las velas proyectaron la sombra en la pared. Empezó por el dedo pulgar erguido y fue nombrando por orden el pulgar y los cuatro dedos restantes—: soto tenente (el pulgar), tenente (el índice), capitano (el medio), maggiore (el anular), y el tenente-colonello (el meñique). ¡Te irás soto tenente! ¡Y volverás soto-colonello! —Todos se rieron. El capitán estaba teniendo un gran éxito con la broma de los dedos. Miró al capellán y gritó—. ¡Todas las noches, el capellán cinco contra uno!
Todos volvieron a reírse.
—Debe irse de permiso cuanto antes —insistió el comandante.
—Me encantaría acompañarte y enseñarte cosas —dijo el teniente.
—Cuando vuelvas trae un fonógrafo.
—Y buenos discos de ópera.
—Discos de Caruso.
—De Caruso no. Ese no sabe más que berrear.
—Ya te gustaría a ti berrear como él.
—Te digo que no sabe más que berrear.
—Me gustaría que fueses a los Abruzos —dijo el capellán mientras los demás gritaban—. Hay mucha caza. Te gustaría la gente y, aunque hace frío, es un frío seco y claro. Podrías alojarte con mi familia. Mi padre es un gran cazador.
—En fin —exclamó el capitán—, vayamos al burdel antes de que cierren.
—Buenas noches —le dije al capellán.
—Buenas noches —respondió él.
3
Cuando volví al frente aún seguíamos acuartelados en aquella ciudad. Se veían muchos más cañones en los campos de los alrededores y había llegado la primavera. Los campos estaban verdes y las viñas empezaban a cubrirse de brotes, los árboles a lo largo de la carretera tenían hojitas y se notaba la brisa marina. Vi la ciudad con la colina, el antiguo castillo en un hueco y las montañas al fondo, unas montañas pardas con algo de verde en las laderas. En la ciudad también había más cañones que antes y varios hospitales nuevos. Uno se cruzaba con ingleses y a veces con inglesas por la calle. Varias casas habían sido dañadas por el fuego de la artillería. Hacía calor y se respiraba un ambiente primaveral; anduve por la avenida de árboles junto a una tapia caldeada por el sol y descubrí que continuábamos instalados en la misma casa y que todo seguía igual que cuando me marché. La puerta estaba abierta, había un soldado sentado al sol en un banco, una ambulancia esperaba junto a la puerta lateral y al entrar noté el olor de los suelos de mármol y los hospitales. Todo seguía tal como lo había dejado, pero estábamos en primavera. Me asomé a la puerta de la sala y vi al comandante sentado a su escritorio con la ventana abierta para dejar entrar la luz del sol. No me vio y no supe si entrar y presentarme o si subir a lavarme antes. Opté por lo segundo.
El cuarto que compartía con el teniente Rinaldi daba al patio. La ventana estaba abierta, mi cama estaba hecha con las mantas puestas y mis cosas colgaban de la pared, la máscara antigás en su lata metálica oblonga y el casco de acero pendían de la misma percha. Al pie de la cama se encontraba mi baúl y encima vi las botas de invierno con el cuero reluciente de grasa. Mi fusil de francotirador austríaco con su cañón octogonal azulado y la preciosa culata schutzen de castaño oscuro que se acoplaba perfectamente a la mejilla colgaba encima de las dos camas. Recordé que la mira telescópica seguía guardada bajo llave en el baúl. El teniente Rinaldi estaba dormido en la otra cama. Se despertó al oírme entrar en la habitación y se incorporó.
—Ciao! —dijo—. ¿Qué tal lo has pasado?
—De maravilla. —Nos dimos la mano y él me pasó el brazo por el cuello y me besó—. ¡Uf! —exclamé.
—Estás sucio —dijo—. Lávate. ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho? Cuéntamelo todo.
—En todas partes. En Milán, en Florencia, en Roma, en Nápoles, en Villa San Giovanni, en Messina, en Taormina…
—Pareces un horario de trenes. ¿Has tenido alguna aventura?
—Sí.
—¿Dónde?
—En Milano, en Firenze, en Roma, en Napoli…
—Basta. Dime ¿dónde ha sido la mejor?
—En Milano.
—Eso es porque fue la primera. ¿Dónde la conociste? ¿En la Cova? ¿Dónde fuisteis? ¿Qué sentiste? Cuéntamelo todo. ¿Pasasteis la noche juntos?
—Sí.
—Eso no es nada. Aquí ahora tenemos unas chicas preciosas que nunca habían estado en el frente.
—Estupendo.
—No me crees. Esta tarde iremos y lo verás. Y la ciudad está llena de inglesas guapas. Estoy enamorado de una tal señorita Barkley. Te la presentaré. Lo más probable es que me case con ella.
—Tengo que lavarme y presentarme al comandante. ¿Es que aquí no trabaja nadie?
—Desde que te fuiste no tenemos más que congelaciones, sabañones, ictericia, gonorrea, heridas autoinfligidas, neumonías y chancros duros y blandos. Todas las semanas alguien resulta herido por impacto de cascotes. Hay muy pocos heridos de verdad. La semana que viene empezará otra vez la guerra. Tal vez vuelva a empezar. Eso dicen. ¿Crees que hago bien al casarme con la señorita Barkley? Cuando acabe la guerra, claro.
—Desde luego —dije mientras llenaba de agua la palangana.
—Esta noche tienes que contármelo todo —dijo Rinaldi—. Ahora será mejor que duerma un poco para estar fresco y guapo para la señorita Barkley.
Me quité la guerrera y la camisa y me lavé con el agua fresca de la palangana. Mientras me frotaba con una toalla contemplé la habitación, me asomé a la ventana y observé a Rinaldi tumbado en la cama con los ojos cerrados. Era bien parecido, tenía más o menos mi edad y era originario de Amalfi. Le gustaba ser cirujano y éramos buenos amigos. Mientras lo miraba abrió los ojos.
—¿Tienes dinero?
—Sí.
—Préstame cincuenta liras.
Me sequé las manos y cogí la cartera del interior de la chaqueta que estaba colgada en la pared. Rinaldi cogió el billete, lo dobló sin levantarse de la cama y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones bombachos. Sonrió.
—Tengo que dar la impresión a la señorita Barkley de que soy un hombre adinerado. Eres mi mejor amigo y mi protector financiero.
—Vete al diablo —dije.
—Esa noche, en el comedor, me senté al lado del capellán, que se sintió súbitamente decepcionado y dolido de que no hubiera ido a los Abruzos. Había escrito a su padre advirtiéndole de mi llegada y habían hecho preparativos. Me sentí tan mal como él y no supe por qué no había ido. Había querido ir y traté de explicarle que una cosa había llevado a otra y por fin lo entendió, vio que mi intención había sido buena y casi me disculpó. Yo había bebido mucho vino y luego café y Strega y le expliqué embriagado que uno nunca hace lo que quiere.
Estuvimos hablando, mientras los demás discutían. Yo había querido ir a los Abruzos. No había estado en ningún sitio donde las carreteras estuviesen heladas y frías como el hierro, donde hiciera un tiempo claro y gélido, donde hubiese nieve en polvo y rastros de liebres en la nieve, donde los campesinos se quitaran el sombrero, te llamasen «señor» y hubiera caza en abundancia. No había estado en ningún sitio parecido, pero sí en el humo de los cafés y en noches en que la habitación daba vueltas y había que mirar a la pared para que se detuviera, noches en la cama, borracho, cuando sabías que eso era todo lo que había, y la extraña sensación de despertar y no saber quién estaba a tu lado, y el mundo parecía tan irreal y excitante en la oscuridad que había que seguir sin saber y sin preocupaciones, convencido de que eso era todo y todo y todo y de que te trae sin cuidado. Y de pronto te importaba mucho y dormías para despertarte a veces por la mañana, y lo que había habido desaparecía y todo era duro, áspero y claro y en ocasiones se producía una disputa por el precio. Otras veces seguía siendo agradable y cálido y desayuno y comida. Y otras toda esa amabilidad desaparecía y te alegrabas de salir a la calle, pero siempre empezaba otro día y luego otra noche. Intenté contarle lo de la noche y la diferencia entre la noche y el día, y cómo la noche era mejor a no ser que el día fuese muy claro y frío, pero no pude; igual que no puedo ahora. Aunque cualquiera que haya pasado por eso lo entenderá. Él no había pasado por eso, pero comprendió que, aunque no hubiera ido, mi intención había sido ir a los Abruzos y continuamos siendo amigos, con muchos gustos afines, aunque nos separara la diferencia. Él siempre había sabido lo que yo ignoraba y lo que, cuando lo aprendí, siempre me las arreglé para olvidar. Entonces no lo sabía, pero lo aprendí después. Entretanto, todos seguíamos en el comedor, la comida terminó y continuó la discusión. Dejamos de hablar y el capitán gritó:
—El capellán no contento. El capellán no contento sin chicas.
—Estoy contento —dijo el cura.
—El capellán no contento. El capellán quiere que austríacos ganen la guerra —dijo el capitán.
Los demás escucharon. El cura movió la cabeza.
—No —dijo.
—El capellán quiere que no ataquemos. ¿No quieres que ataquemos?
—No. Si hay una guerra, supongo que debemos atacar.
—¡Debemos atacar y atacaremos!
El capellán asintió.
—Déjalo en paz —terció el comandante—. Es un buen tipo.
—De todos modos no puede hacer nada —dijo el capitán. Todos nos levantamos de la mesa.
4
La batería que había en el jardín contiguo me despertó por la mañana, vi el sol que asomaba por la ventana y salí de la cama. Me acerqué a la ventana. La grava de los senderos estaba mojada y la hierba, húmeda por el rocío. La batería abrió fuego dos veces y el aire llegó como un golpe y estremeció el cristal de la ventana y mi chaqueta del pijama. No podía ver los cañones, aunque era evidente que estaban disparando justo por encima de nosotros. Era un fastidio que los hubieran instalado allí, pero también era un consuelo que no fuesen más grandes. Mientras contemplaba el jardín oí arrancar un camión en la carretera. Me vestí, fui al piso de abajo, tomé un poco de café en la cocina y me dirigí al garaje.
Había diez coches alineados uno junto al otro debajo del cobertizo. Eran ambulancias de techo duro y nariz chata, pintadas de gris y con forma de furgoneta. Los mecánicos estaban reparando una de ellas en el patio. Había otras tres en los puestos de socorro en las montañas.
—¿Alguna vez han bombardeado esa batería? —le pregunté a uno de los mecánicos.
—No, signor tenente. Está protegida por la colina.
—¿Qué tal va todo?
—No va mal. Este tiene el motor estropeado, pero los demás funcionan. —Dejó lo que estaba haciendo y sonrió—. ¿Ha estado usted de permiso?
—Sí.
Se limpió las manos en el jersey y sonrió.
—¿Lo ha pasado bien? —Los demás también sonrieron.
—Muy bien —respondí—. ¿Qué le pasa al motor?
—No tiene arreglo. Cuando no es una cosa es la otra.
—¿Qué le ocurre ahora?
—Necesita cojinetes nuevos.
Los dejé trabajando, el coche parecía humillado y vacío con el motor abierto y las piezas desperdigadas sobre el banco de trabajo; entré en el cobertizo y observé los demás coches. Estaban relativamente limpios, unos cuantos recién lavados y los demás cubiertos de polvo. Comprobé con cuidado los neumáticos, en busca de cortes y golpes. Todo parecía estar en buen estado. Estaba claro que el que yo estuviera allí o no para supervisar las cosas no suponía una gran diferencia. Me había convencido de que el estado de los coches, tanto si se podían conseguir recambios como si no, y la evacuación en condiciones de los enfermos y heridos desde los puestos de socorro en las montañas hasta los hospitales de sangre y su posterior traslado a las clínicas indicadas en sus papeles, dependían en gran parte de mí. Pero era evidente que daba igual que yo estuviera allí o no.
—¿Algún problema para encontrar recambios? —le pregunté al sargento mecánico.
—No, signor tenente.
—¿Dónde está ahora el depósito de gasolina?
—Donde siempre.
—Bien —dije, y volví a la casa y bebí otra taza de café en la mesa del comedor. El café era de color gris pálido y estaba endulzado con leche condensada. Por la ventana vi que hacía una preciosa mañana de primavera. Empezaba a notar cierta sequedad en la nariz, lo que significaba que el día sería caluroso. Ese día visité los puestos de socorro en las montañas y volví a la ciudad a última hora de la tarde.
Todo parecía funcionar mejor desde que había estado fuera. Oí que iba a reanudarse la ofensiva. Nuestra división atacaría un lugar río arriba y el comandante me informó de que tendría que ocuparme de los puestos de socorro durante el ataque, que se iniciaría más allá de la estrecha garganta y se extendería por la ladera. Los coches deberían estar lo más cerca posible del río y siempre a cubierto. Por supuesto, el lugar lo escogería la infantería, pero se suponía que debíamos encargarnos de ponerlo en práctica. Era una de esas cosas que le daban a uno la falsa sensación de ser un soldado más.
Yo estaba muy sucio y cubierto de polvo y subí a lavarme a mi habitación. Encontré a Rinaldi sentado en la cama con un ejemplar de la gramática inglesa Hugo. Estaba vestido, llevaba puestas las botas negras y tenía el cabello reluciente.
—Estupendo —dijo al verme—. Vendrás conmigo a ver a la señorita Barkley.
—No.
—Sí. Tienes que venir y ayudarme a causarle una buena impresión.
—De acuerdo. Espera a que me cambie de ropa.
—Lávate y ven tal como estás.
Me lavé, me peiné y nos pusimos en camino.
—Espera un momento —dijo Rinaldi—. Tal vez deberíamos echar un trago.
Abrió su baúl y sacó una botella.
—Strega, no —dije.
—No. Grappa.
—Muy bien.
Sirvió dos vasos y brindamos con el dedo índice extendido. La grappa era muy fuerte.
—¿Otra?
—De acuerdo —respondí. Nos bebimos la segunda copa de grappa, Rinaldi guardó la botella y bajamos las escaleras. Hacía calor mientras paseábamos por la ciudad, pero el sol empezaba a ocultarse y resultaba muy agradable. El hospital británico estaba en una enorme villa construida por los alemanes antes de la guerra. La señorita Barkley se encontraba en el jardín. Había otra enfermera con ella. Vimos sus uniformes blancos entre los árboles y fuimos a su encuentro. Rinaldi las saludó. Yo hice lo propio, aunque con mayor circunspección.
—¿Cómo está usted? —dijo la señorita Barkley—. No es usted italiano, ¿verdad?
—¡Oh, no!
Rinaldi estaba hablando con la otra enfermera. Los dos se reían.
—Qué cosa tan rara… eso de estar en el ejército italiano.
—En realidad no estoy en el ejército. Solo en las ambulancias.
—Aun así es raro. ¿Por qué lo hace?
—No sé —respondí—. No todo tiene explicación.
—¿Ah, no? A mí me educaron para creer que sí.
—Tanto mejor.
—¿Tenemos que seguir hablando así?
—No —dije.
—Pues es un alivio, ¿no cree?
—¿Para qué es el bastón? —pregunté. La señorita Barkley era bastante alta. Llevaba una especie de uniforme de enfermera, era rubia y tenía la piel bronceada y los ojos grises. Me pareció muy guapa. Llevaba un fino bastón de caña, forrado de cuero, que parecía una fusta de montar en miniatura.
—Era de un chico a quien mataron el año pasado.
—Lo siento mucho.
—Era muy bueno. Iba a casarse conmigo y lo mataron en el Somme.
—Fue espantoso.
—¿Usted estuvo?
—No.
—He oído hablar mucho de ello —dijo—. Aquí la guerra no es igual. Me enviaron su bastón. Su madre. Se lo devolvieron con el resto de sus cosas.
—¿Llevaban prometidos mucho tiempo?
—Ocho años. Crecimos juntos.
—¿Y por qué no se casaron?
—No lo sé —dijo—. Fui una tonta. Podía haberle dado eso. Pero pensé que no le convenía.
—Entiendo.
—¿Alguna vez ha querido a alguien?
—No —respondí. Nos sentamos en un banco y la miré—. Tiene un cabello muy bonito.
—¿Le gusta?
—Mucho.
—Estuve a punto de cortármelo cuando él murió.
—No.
—Quería hacer algo por él. Verá, no me importaba lo otro y podía haberle dado todo. De haberlo sabido le habría dado lo que hubiese querido. Incluso me habría casado con él. Ahora me doy cuenta. Pero quería ir a la guerra y yo no lo sabía…
No dije nada.
—Entonces no lo sabía. Pensé que sería peor. Que tal vez no podría soportarlo y luego, claro, lo mataron y se acabó.
—Nunca se sabe.
—¡Oh, sí! —dijo—. Se acabó.
Miramos a Rinaldi, que hablaba con la otra enfermera.
—¿Cómo se llama?
—Ferguson. Helen Ferguson. Su amigo es médico, ¿no?
—Sí. Y muy bueno.
—Qué bien. Es raro encontrar a un buen médico tan cerca del frente. Porque estamos cerca del frente, ¿no?
—Bastante.
—Es un frente muy tonto, pero muy bonito. ¿Va a haber una ofensiva?
—Sí.
—Entonces tendremos trabajo. Ahora no hay nada que hacer.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando de enfermera?
—Desde finales de mil novecientos quince. Empecé a la vez que él. Recuerdo que se me ocurrió la tontería de que podían enviarlo a mi hospital. Con una herida de sable, supongo, y un vendaje alrededor de la cabeza. O un disparo en el hombro. Algo pintoresco.
—Es que este es un frente pintoresco —dije.
—Sí —coincidió ella—. La gente no se hace una idea de cómo son las cosas en Francia. Si lo hiciera, no podría seguir así. No fue una herida de sable. Lo volaron en pedazos.
No dije nada.
—¿Cree que esto durará siempre?
—No.
—¿Y qué va a impedirlo?
—Alguien terminará por ceder.
—Cederemos nosotros. Cederemos en Francia. No pueden seguir haciendo cosas como lo del Somme y no ceder.
—Aquí no van a ceder —dije.
—¿Eso cree?
—No. El verano pasado les fue muy bien.
—Pueden ceder —repuso ella—. Cualquiera puede acabar cediendo.
—Los alemanes también.
—No —dijo ella—. No lo creo.
Fuimos con Rinaldi y la señorita Ferguson.
—¿Le gusta Italia? —le preguntó Rinaldi en inglés a la señorita Ferguson.
—Mucho.
—No entender —Rinaldi movió la cabeza.
—Abbastanza bene —traduje. Movió la cabeza.
—Eso no está bien. ¿Le gusta Inglaterra?
—No mucho. Soy escocesa.
Rinaldi me miró perplejo.
—Es escocesa, así que prefiere Escocia a Inglaterra —dije en italiano.
—Pero Escocia es Inglaterra.
Se lo traduje a la señorita Ferguson.
—Pas encore —dijo la señorita Ferguson.
—¿Ah, no?
—Nunca. No nos gustan los ingleses.
—¿No gustan los ingleses? ¿No gusta señorita Barkley?
—¡Oh!, eso es distinto. No debe usted tomarse todo tan literalmente.
Al cabo de un rato les deseamos buenas noches y nos fuimos. De camino a casa, Rinaldi dijo:
—La señorita Barkley te prefiere a ti. Está claro. Pero esa escocesa tan menuda es muy simpática.
—Mucho —dije. No me había fijado en ella—. ¿Te gusta?
—No —respondió Rinaldi.
5
La tarde siguiente fui otra vez a ver a la señorita Barkley. No estaba en el jardín y me dirigí a la puerta lateral de la villa, donde aparcaban las ambulancias. Dentro vi a la enfermera jefe, que me informó de que la señorita Barkley estaba de servicio.
—No sé si sabe que estamos en guerra.
Le contesté que lo sabía.
—¿Es usted el norteamericano que está en el ejército italiano? —preguntó.
—Sí, señora.
—¿Por qué? ¿Por qué no se alistó con nosotros?
—No lo sé —respondí—. ¿Podría hacerlo ahora?
—Me temo que no. Dígame. ¿Por qué se alistó con los italianos?
—Estaba en Italia —dije—. Hablo italiano.
—¡Ah! —replicó—. Yo lo estoy aprendiendo. Es un idioma precioso.
—Dicen que basta con dos semanas para aprenderlo.
—A mí no. Llevo meses estudiándolo. Puede venir a verla después de las siete, si quiere. Es cuando acaba su turno. Pero no traiga un montón de italianos.
—¿A pesar de su idioma tan precioso?
—Y de sus preciosos uniformes.
—Buenas tardes —dije.
—A rivederci, tenente.
—A rivederla —saludé, y me fui. Me resultaba imposible saludar a los extranjeros al estilo italiano sin avergonzarme. El saludo italiano nunca me ha parecido hecho para la exportación.
El día había sido caluroso. Yo había estado río arriba, en la cabeza de puente de Plava, donde iba a iniciarse la ofensiva. El año anterior había sido imposible avanzar porque solo había una carretera que conducía del paso al puente de pontones y estaba a poco más de un kilómetro bajo el fuego de la artillería y las ametralladoras. Además, no era lo bastante ancha para transportar todo lo necesario para una ofensiva y los austríacos podían convertirla en un matadero. Sin embargo, los italianos habían cruzado y avanzado un poco al otro lado, donde dominaban unos dos kilómetros de la orilla austríaca. Era una posición comprometida y los austríacos no deberían haberles dejado conservarla. Supongo que debía de ser un caso de tolerancia mutua, pues ellos también tenían una cabeza de puente río abajo. Las trincheras austríacas se hallaban en la ladera de la montaña a pocos metros de las líneas italianas. Cerca había un pueblecito, pero estaba reducido a escombros. Solo quedaban los restos de una estación de ferrocarril y un puente hundido que no podía repararse porque quedaba a plena vista.
Recorrí la estrecha carretera hasta el río, dejé el coche en el puesto de socorro al pie de la montaña, crucé el puente de pontones, protegido por un lado de la montaña, y pasé por las trincheras a través del pueblecito y a lo largo de la ladera. Todo el mundo estaba en los refugios subterráneos. Había filas de cohetes dispuestos por si era necesario pedir ayuda a la artillería o para hacer señales si cortaban las líneas telefónicas. Reinaban el silencio, el calor y la suciedad. Miré a través de la alambrada hacia las líneas austríacas. No se veía a nadie. Bebí un trago en uno de los refugios con un capitán a quien conocía y volví a cruzar el puente.
Estaban terminando de construir una carretera nueva y más ancha que atravesaría la montaña y descendería en zigzag hacia el puente. La ofensiva empezaría cuando terminaran de construirla. Descendía por el bosque dando bruscos giros. La idea era trasladar todo lo necesario por la carretera nueva y que los camiones vacíos, los carros y las ambulancias cargadas de heridos volviesen por la más vieja y estrecha. El puesto de socorro estaba en el lado austríaco del río y los camilleros tendrían que llevar a los heridos por el puente de pontones. Lo mismo ocurriría cuando empezara la ofensiva. Por lo que acerté a ver, los austríacos podrían bombardear de firme el último kilómetro y medio de la carretera nueva, a partir del punto donde dejaba de tener pendiente. Daba la impresión de que sería un desastre. No obstante, encontré un