El portal de los obeliscos

N.K. Jemisin

Fragmento

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PRÓLOGO

—¡Pero su majestad! —dijo Tomás Becket, obispo de Sant Andrews—. ¡No puedo hacer lo que usted me ordena! Si me descubren, todos los fieles que me respetan perderán su confianza en mí.

Juan I se detuvo frente al gran ventanal de la sala, lugar en el que se despachaban las reuniones secretas en su castillo de Windsor. Apenas pestañeaba, su mirada fría estaba fija en el horizonte. Al oír la respuesta del obispo, arqueó ligeramente las cejas y una media sonrisa se dibujó en su rostro. Se giró con lentitud mientras juntaba las palmas de sus manos como si fuese a orar. Se acercó despacio hacia Becket y se detuvo frente a él; apenas había una distancia de cuatro pasos entre ambos.

—No quiero recordarle que su cargo actual dentro de la iglesia es gracias a mí. Me da igual que me traigan a la joven, me es indiferente si la matan, lo único que quiero es el anillo que porta y no me importan las artimañas y medios que utilicen para conseguirlo, excelentísimo. —Su rostro se tensó, lo que marcó aún más las arrugas en su frente—. ¡No fracase en esta misión! Si lo hace, habrá traicionado a la corona, por lo tanto me habrá traicionado a mí.

Dicho esto el rey se giró y desapareció tras la puerta de madera que aislaba la habitación en la que se encontraban. El obispo estaba pálido; su frente, al igual que las palmas de sus manos, sudaba. Extrajo un pañuelo blanco, con bordados de oro, del amplio bolsillo de su túnica para limpiarse las gotas que caían de su frente. Se puso su capa negra y salió de la sala con rapidez.

En el bosque cercano al castillo de Windsor, en la oscuridad, una figura de la que solo se distinguía su silueta observaba cómo el religioso se alejaba de las inmediaciones de este. Entre sus manos, este personaje siniestro y oculto tras sus vestimentas negras retenía una vara, la cual retorcía hasta que terminó rompiéndola. Las astillas cayeron al suelo; una especie de rugido salió de su garganta. Se deshizo del resto de madera que retenía entre sus manos, tapó su rostro bajo la capucha de su capa oscura, y se escabulló entre los árboles.

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CAPÍTULO 1

—¡No, Kimball! —dije y me levanté de la mesa circular de madera en la que estábamos sentados los cuatro guerreros, nobles sajones, que componíamos la orden de Los caballeros del León—. ¡El rey Ricardo ha sido asesinado! y Juan i se ha proclamado heredero de la corona. Está robando a la iglesia, saqueando los monasterios, eligiendo a dedo a obispos que le son fieles; exigiendo a los campesinos y a nosotros, nobles señores, el pago de numerosos impuestos. La misión de nuestra orden tiene que cambiar. —Nos encontrábamos en una de las salas del castillo de Kimball, conde de Essex.

—¡Korvan! —Alzó la voz Kimball—. Esta orden se creó por nuestros antepasados, guerreros sajones de las doce tribus más importantes que se implantaron en nuestras tierras. Hay que continuar con la tradición. Debemos ser fieles a la corona y levantar nuestra espada contra aquellos que vayan en contra del rey.

No podía dar crédito a lo que estaba escuchando; él, que siempre había visto a Juan i como un traidor, ahora me decía esto. Me movía de un lado de la sala para el otro, nervioso y enrabietado.

—Nosotros defendíamos y luchábamos por el rey Ricardo, pero él ha sido asesinado y a Juan no le debemos fidelidad; este iba en contra de nuestro monarca difunto. Tenemos que detener las injusticias que está cometiendo.

—Korvan, muchacho —dijo Derian, el más longevo de los allí presentes—, hay que respetar las costumbres y principios de la orden, así lo dejaron escrito y sellado con sangre los doce caballeros.

Lo miré, me acerqué a él y coloqué mis manos sobre la mesa.

—¡La tradición! Muchas de las cosas que seguimos de la tradición son leyendas. Siempre se ha hablado de los doce miembros, pero, que yo sepa, mi abuelo y mi padre solo mentaban cuatro caballeros. No podemos fiarnos de la tradición, tenemos que actuar según nuestros principios y el bien de nuestras tierras.

—Muchacho… ¡Necesitas una mujer con urgencia! Seguro que hace mucho tiempo que no compartes lecho con una joven —dijo Derian.

—¡Ja, ja, ja! —Rio Kimball.

—¡No necesito a ninguna mujer en mi vida! Puedo tener a la que quiera —respondí.

—Eso no lo dudamos, Korvan, pero apuesto diez monedas de oro a que hace más de medio año que no has estado con ninguna. —Derian se carcajeó.

—¡Guárdalas!, las vas a perder —le respondí.

—¿Estás seguro de que las perderé? —Derian se burló.

Me puse frente a él, apoyé mis puños sobre la mesa y acerqué mi rostro al suyo, retándolo con la mirada. No estaba dispuesto a que desviase la conversación, y menos que se riese a mi costa tocando ese tema que tanto me molestaba y él lo sabía.

—¡Seguro! —le dije mientras mi expresión se tornaba severa y mis pupilas seguían fijas en las suyas.

Aldan se levantó, se puso a mi lado, y cambió de tema.

—¡Yo apoyo a Korvan! Creo que debemos proteger a nuestra gente y las tierras de nuestros antepasados.

Kimball imitó a Aldan y se acercó a grandes zancadas hacia donde estábamos los dos. Puso una de sus manos sobre mi hombro y la otra sobre el de Aldan.

—¡Muy bien! Lo pensaremos y hablaremos en otro momento.

En ese instante la puerta se abrió con brusquedad; apareció la hija de Kimball, Emma. Tendría unos nueve años, junto con su hermano Erik, de cuatro, y el más pequeño, Engel, de dos.

—¡Papá! —dijo Emma—, Eamon te quiere enseñar algo, ¡es muy importante! —Eamon, desde que yo lo conocía, había sido un niño mudo. A pesar de que no era hijo biológico de Kimball, mi amigo siempre lo había considerado como tal.

Kimball los miró severo. A pesar del hombre fiero y distante que yo recordaba en las batallas, con su esposa e hijos cambiaba y se transformaba en otro hombre. Yo lo respetaba, lo consideraba como un hermano junto con Aldan, y sabía que para él ambos también significábamos lo mismo. Desde que el conde de Essex se casó con Elisabeth, yo lo había admirado por la felicidad que los dos irradiaban y el hogar tan entrañable que habían formado. Mi amigo era muy dichoso, y su esposa e hijos eran lo primero y más importante para él.

—¡Emma, estoy reunido! Ya sabes que no debes entrar en la sala cuando la puerta está cerrada —dijo.

—Ya, papá, pero… ¡es muy importante! —respondió la niña.

—¿Y qué es lo que Eamon quiere enseñarme?

—¡Ha dicho su nombre, papá! ¡Ha podido pronunciar una palabra! —dijo el más pequeño de los tres.

—¡Ja, ja, ja! —Rio mi amigo. Se giró para observarnos —. ¡Señores!, como este asunto debemos pensarlo, propongo reunirnos dentro de un mes.

Derian y Aldan salieron de la sala. Kimball me miró.

—Tranquilo, Korvan, sabes que yo tampoco veo bien lo que hace Juan i, pero nuestras decisiones afectarán a nuestras familias y a aquellos que trabajan y conviven con nosotros. Debemos meditarlo y valor

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