La hermana

Sándor Márai

Fragmento

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2

Estuve dos días más en aquella montaña. Durante las jornadas de fiesta lució un sol radiante. El domingo subieron huéspedes desde el valle y el hostelero colgó el cartel de «completo». Se sucedieron cazadores y excursionistas, y el día siguiente a la Navidad nuestros dos monteros improvisaron un victorioso festejo, ya que por la tarde uno de ellos, el más alto, había abatido su primer urogallo. El obseso de la fotografía volvió de los claros del bosque con una pieza igualmente valiosa: se encerró durante horas en el único cuarto de baño del hotel, que estaba bastante destartalado, y a la luz de un quinqué envuelto en celofán rojo reveló docenas de fotos paisajísticas de incomparable belleza. El hotel se llenó de vida, de voces estridentes; sobre los suicidas sólo hablaban los recién llegados, y los huéspedes que habían subido del valle en el transcurso de la tarde querían ver el escenario de los hechos, cuyo eco había recorrido el país. La leyenda criminal, que en casos similares cobra vida propia y se propaga sin remedio, crecía en boca del rumano y se enriquecía con nuevos detalles y colores en cada relato. Todo el mundo estaba al corriente de que la desdichada pareja había despertado «sospechas» nada más llegar, que al ver su equipaje la mujer del hostelero había visto enseguida que «algo no cuadraba»; las criadas, que los habían espiado y comprobado que «pasaban día y noche preparándose para morir», ahora entretenían a los huéspedes con comentarios sazonados con otras insinuaciones maliciosas y sutiles, y ellos picoteaban con avidez las migas del sabroso manjar. Pero nosotros, los testigos presenciales de la dolorosa sorpresa navideña, no volvimos a hablar del asunto. Yo dediqué esos días a caminar por el bosque; el paisaje se había llenado de radiación ultravioleta. Los breves ratos que pasaba en el comedor trataba de superar cuanto antes la ruidosa media hora de las comidas; los excursionistas llegados del valle llenaban el hotel con el bullicio de su buen humor y el propietario tenía sobradas razones para confiar en que a lo siniestro lo seguiría un giro positivo; su sueño, el del edificio de hormigón y el dancing de luces rojas, tal vez no fuera una vana ilusión… Seguía haciendo frío, pero a mediodía paseábamos sin abrigo por los soleados senderos.

Aquellos dos días a Z. sólo lo vi en las comidas; la mañana siguiente a nuestra conversación de Nochevieja me saludó amablemente pero con reserva, y durante el desayuno se ensimismó en su periódico. Después me saludó —considerado pero indiferente, como había sido anteriormente, y como si nunca hubiéramos hablado sobre asuntos confidenciales—, se puso el abrigo y con la cabeza descubierta salió en dirección al bosque. Ya conocía bien la zona, había encontrado caminos y senderos propios, así que no me topé con él durante mis paseos; el bosque era inmenso, una selva virgen, por eso evitaba desviarme de los caminos más transitados aunque brillara el sol. Así que los últimos dos días de aquellas vacaciones navideñas maltrechas e incómodas los pasé solo. No diría que en ese tiempo Z. rehuyó mi compañía, pero tampoco la buscó. Después de todo lo hablado, aquella reserva me hizo pensar que se arrepentía de su locuacidad. Como si lo torturara una especie de resaca. En ocasiones excepcionales a veces la gente, embargada por el phatos de una situación, revela en un arranque de sincera confidencia sus ideas más secretas ante desconocidos, y al día siguiente disimula —malhumorada y mostrando una reserva exagerada— el sentimiento de culpa que la martiriza a causa de su franqueza. Tal vez a Z. le pasara algo así, pensé. Todo lo que había dicho sobre su enfermedad, sobre la invalidez de la mano, me había causado una honda impresión, pero me impresionó aún más la forma en que se había referido a todo ello. Su desaparición, el silencio indiferente que cubría hacía años su nombre, aquel repentino encuentro conmigo en la montaña, el terrible espectáculo que presenciamos y en el que participamos como actores de reparto, su inesperada locuacidad: todo aquello formaba una especie de orden tremendo e incomprensible. Como si el sentido de mi propio viaje navideño hubiera sido enterarme de la verdad sobre el destino de Z. Al mismo tiempo sentía lo vano que resulta todo esfuerzo de acercarnos al secreto de otra persona: en realidad, no sabía nada cierto sobre la vida de Z. De las salas de concierto lo había apartado una desgraciada enfermedad, pero ¿por qué no componía música?, me pregunté. Z. no sólo era intérprete, sino también compositor, y sus obras, sobre todo sus recopilaciones y transcripciones de canciones folclóricas francesas, húngaras y rumanas, eran muy apreciadas. Sin embargo, hacía años que no se oía nada sobre su trabajo, no aparecía ningún artículo ni crítica, nada de nada. ¿Qué le había pasado a aquel hombre? Seguramente más de lo que me había contado… De súbito recordé que escribía, me había hablado de un texto carente de «valor literario» y que me enseñaría si me interesaba. Decidí respetar su extrema reserva, pero antes de irme le recordaría su promesa y le pediría el manuscrito, aunque tal vez no querría enseñármelo por simple modestia. Y es que desde nuestra conversación nocturna, Z. se limitaba a saludarme, tan cortés, comedido e indiferente como los primeros días, como si no hubiera sucedido nada, como si en aquella extraña Nochebuena no hubiéramos hablado sobre enfermedad, muerte, destino… La noche anterior a mi partida decidí esperarlo en el comedor, despedirme de él y, a ser posible, sacar a colación el asunto del manuscrito. Pero ya habían pasado las nueve y Z. no aparecía en el comedor. El hostelero me aclaró que se había ido.

—Sólo estará fuera tres días —dijo—. Desde la ciudad mandaron un automóvil para recogerlo.

Lo habían llamado de una pequeña ciudad cercana, en el valle, y se había llevado consigo aquel «extraño artefacto» parecido a un gramófono, pero que no lo era, según dijo el hostelero, bien informado y con una mezcla de respeto y desprecio por el aparato que solía utilizar Z. en sus viajes para grabar canciones folclóricas. En aquella ocasión le habían prometido canciones de Navidad en una pequeña aldea húngara y, como también le facilitaron el medio de transporte, aprovechó la oportunidad de bajar al valle sin demora. Pregunté si me había dejado algún recado, carta o manuscrito… No me había dejado nada. Tal vez había olvidado su promesa; o tal vez se había precipitado al hacerla y luego, arrepentido, la inesperada excursión le vino muy bien para desaparecer. Sea como fuere, lo cierto era que se había ido intempestivamente y yo me marcharía sin poder despedirme de él. Al hostelero le pedí que lo saludara de mi parte y que le entregara mi tarjeta, en la que garabateé mi dirección y número de teléfono.

Pasaron semanas y Z. no daba señales de vida. Durante todo ese tiempo nada cambió respecto a él: su nombre siguió sin aparecer en la prensa y ninguna de las personas con que hablé tenía noticias suyas. Seguramente se habría i

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