Las fidelidades

Diane Brasseur

Fragmento

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No quiero envejecer.

No quiero que me aparezcan manchas marrones en las manos, no quiero moquear sin darme cuenta, no quiero pedir a mi interlocutor que repita lo que acaba de decir mientras ahueco la mano detrás de la oreja a modo de trompetilla. No quiero olvidar el nombre de una ciudad donde he estado, no quiero tener menos erecciones, no quiero que me cedan el asiento en el autobús aunque yo lo haga y aunque le diga a mi hija que lo haga. No quiero afrontar la muerte con serenidad.

Tengo cincuenta y cuatro años y, desde hace uno, engaño a mi mujer con otra, una mujer más joven que yo, una mujer que tiene veintitrés años menos que yo.

Querría que estuvieran equivocados los que piensan: «¿Y qué? Son cosas que pasan después de diecinueve años de matrimonio.»

Los que sienten empatía conmigo porque ya han pasado por la misma situación, los que buscan una explicación psicológica.

Querría impedirles hacer el cálculo: «¿Qué edad tendrás cuando ella tenga treinta y siete?»

Querría que estuvieran equivocados los que detienen demasiado su mirada en nosotros en la calle, en el parque, en el restaurante.

Los que me dirigen una sonrisa cómplice y viril, como si fuera al volante de un buen coche. No me sorprendería recibir una palmadita amistosa en la espalda cualquier día de éstos.

¿Cómo es la amante de un hombre casado?

Es hermosa, es joven, es un poquito vulgar.

Posee un apetito sexual insaciable.

Es frágil y no confía en sí misma.

No se compromete, le conviene estar con un hombre casado.

Ahora tengo un radar y, en medio de las conversaciones, en los cafés o en el transcurso de una cena, oigo todo lo que yo mismo habría podido decir tiempo atrás.

Se ha convertido en una obsesión, todas las parejas que veo son ilícitas. Si veo a un hombre besar apasionadamente a una mujer en un avión, pienso: «No es tu mujer.» Observo a las parejas abrazarse, bien avanzada la noche, en el andén del metro. «Esos dos llevan ya demasiado rato el uno en brazos del otro como para no estar viviendo algo prohibido.»

Me imagino a sus respectivos cónyuges.

No me gusta la palabra «amante».1 La asocio a la voz de pito de mis compañeros de clase en la escuela primaria.

Tengo una «amante», tengo un «lío». Soy «infiel».

Me lo repito mentalmente varias veces al día para convencerme. Es como si mis pensamientos fueran de otro hombre.


1. En francés, maîtresse significa tanto «amante» como «maestra». (N. de la t.)

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Cuando por la mañana me despierto junto a ella, lo primero que veo, sobresaliendo del edredón de color crudo, es su hombro, que asciende al ritmo de su respiración. Sigo su brazo con la mirada, el codo, el antebrazo cubierto de un fino vello rubio, la muñeca, las venas azules que surcan su mano, los dedos apoyados en el colchón.

Me aprieto contra ella, su cuerpo está caliente. Siento su espalda contra mi vientre, busco su nuca, sus cabellos me hacen cosquillas.

Oigo su respiración en el algodón de la almohada y me gusta, me gusta despertarme junto a ella y su olor.

Tengo una erección.

Reconozco el olor de Alix, es una mezcla de su olor y mi deseo.

Cuando me encuentro con ella después de varios días sin vernos, lo que más me sorprende es su olor y cómo he podido vivir sin él.

He olido su cuerpo, desde los dedos de los pies hasta la raíz de los cabellos, sin dejarme ni un trozo de piel.

A veces, a lo largo del día y sin previo aviso, en un restaurante o en el trabajo, en un ascensor e incluso en Marsella, una bocanada de Alix me estalla en plena cara. Su olor me envuelve y me hace feliz porque no es un recuerdo. Puedo tocarla y cogerla entre mis brazos.

Ya he hundido la cara en uno de sus vestidos camiseros, como una jovencita ingenua y novelesca.

También he pensado en robarle una camiseta de la cesta de la ropa sucia.

Si no lo he hecho es porque, en mis circunstancias, incluso una camiseta blanca sería una complicación.

Con Alix todas las sensaciones son nuevas y familiares a la vez.

No tardé en identificar los síntomas, con regocijo: miedo, dolor de barriga, pérdida de apetito, euforia.

Camino por la calle y me parece que lo hago al ralentí, pierdo la concentración fácilmente.

En el metro, todo el mundo me parece guapo. Cualquier cosa es capaz de emocionarme, incluso esa publicidad de Air France que ponen en el cine y en la que una mujer da vueltas, con los brazos enlazados en torno al cuello de un hombre, al compás de un aria de ópera.

He vuelto a correr por las mañanas escuchando música, y mientras corro hago un sinfín de planes, para ese día o para el futuro, y cultivo fantasías cuyo héroe soy yo.

Alix es joven y sus pechos son jóvenes y sus pezones, pequeños, y sus nalgas son jóvenes y su piel es blanca, tan blanca que a veces tengo la tonta impresión de ser el primero en tocarla, y su sexo es joven, y la piel de su sexo, fina, y su vientre es joven y su cuello es joven y sus muslos son firmes y sus rodillas lisas y todo es suave, todo, ¿tan sorprendente es desear ese cuerpo joven?

Me gusta la mancha marrón de café de su colmillo, que se rasca por la mañana pero que reaparece por la noche, y la vena azul como un collar a lo largo de sus omóplatos.

Le digo: «Me gusta tu cuerpo», porque no tengo derecho a decirle otra cosa.

Entonces repito: «Tengo ganas de ti.»

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Por la mañana es cuando soy más valiente. Las buenas decisiones las tomo siempre por la mañana, pocos minutos después de que suene el despertador.

Me he levantado con sabor a ajo en la boca y los ojos secos. Muy lentamente, para no despertar a mi mujer, he salido de nuestra habitación.

Me he preparado un café y he entrado en mi despacho como algunos entran en una iglesia, para tomar una decisión.

Sentado en una silla, clavo la mirada en los puntitos de luz amarilla que dejan pasar las persianas. Fuera, las farolas chispean y ya oigo algunos coches.

A su paso, los reflejos de los faros prestan a las paredes un color inquietante.

En la mesa que tengo delante hay un libro de geografía abierto. Aquí hace los deberes mi hija cuando yo no estoy. Le gusta echarse sobre los hombros mi grueso jersey gris, que está tirado en el sofá. Tiene un agujero en el codo y no lo he lavado desde hace tiempo.

«El despacho» era para que yo pasara más tiempo en Marsella. Cuando compramos la casa, mi mujer primero pensó

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