Mujeres

Andrea Camilleri

Fragmento

9788415631170-2

Angélica

Dos son las Angélicas de las que he estado enamorado. La creada por la poesía del maestro Ludovico Ariosto me inició en un sentimiento del amor ardiente y atormentado.

Aprendí a leer con soltura a los seis años. Y desde entonces no he dejado de hacerlo. Mi primera lectura fue una novela de Conrad, La locura de Almayer, tras solicitar y obtener el permiso de mi padre para echar mano a los libros de su biblioteca. Mi padre no era un intelectual, pero tenía una afición especial por las buenas lecturas. Devoré sin orden alguno a Conrad, Melville, Simenon, Chesterton, Maupassant y, entre los italianos, a Alfredo Panzini, Antonio Beltramelli, Massimo Bontempelli...

Mis abuelos maternos vivían en el apartamento de al lado, pero la biblioteca del abuelo Vincenzo no suscitaba mi interés; estaba llena de manuales de la casa Hoepli sobre el cultivo de cereales y la cría de ganado, y contenía algún que otro libro educativo para niños, pero ninguna novela. El abuelo también había reunido los fascículos de una publicación histórico-geográfico-económica sobre las regiones de Italia. Muchos estaban encuadernados, pero unos treinta, sueltos, descansaban en el anaquel inferior de la librería.

Un día, por pura casualidad, me di cuenta de que debajo de ellos se escondía un grueso volumen. Lo saqué. Era de dimensiones considerables, el doble de alto y ancho que un libro normal, y en las pesadas tapas de color rojo y pardo ponía, en caracteres dorados: «Ludovico Ariosto, Orlando furioso.» Las páginas, brillantes, eran muy gruesas. Me impresionaron, nada más verlas, las maravillosas ilustraciones de Gustave Doré.

Me apropié el libro —total, nadie iba a notar su desaparición— y me lo llevé a mi cuarto.

A partir de entonces, y durante algunos años, conviví con Angélica y me enamoré de ella perdidamente a causa de las facciones que le había dado Doré, cuyos grabados me habían provocado ya la emoción indescriptible de ver por primera vez cómo era el cuerpo desnudo de una mujer. ¿Sería quizá por esos grabados por lo que el libro había quedado medio escondido?

Doré nunca dibujó a Angélica sin velos, pero yo le presté el cuerpo de una doncella desnuda, con las muñecas atadas en alto a una rama, que ilustraba no recuerdo qué otro capítulo de la obra. Recorría delicadamente con el índice los contornos de aquel cuerpo, los acariciaba con los ojos entornados, el corazón desbocado, repitiendo para mí como una letanía el nombre de Angélica.

Recuerdo asimismo que en mi mente de diez años, educada durante los últimos cuatro en excelentes lecturas muy poco infantiles, quedaron grabados de forma indeleble dos episodios concretos del poema. Uno era la historia de Fiammetta, que logra engañar a sus dos amantes aun yaciendo en la cama entre ellos. El otro, el hecho de que Angélica, a quien cortejan guerreros heroicos y nobles adinerados, se enamore de un pobre pastor, Medoro, y se vaya a vivir con él.

Comprendía que Orlando, al conocer la noticia, se saliera de sus casillas, pero, de manera instintiva, comprendía aún más la elección de Angélica y me ponía de su parte.

El primer año de secundaria me pusieron en una clase mixta. Todos mis compañeros se enamoraron enseguida de Liliana. Yo no. Era guapa, a qué negarlo, pero demasiado distinta de Angélica. Antes de entrar en el aula, dejábamos los abrigos en los colgadores dispuestos a lo largo del pasillo. Al final de la clase, mis compañeros salían corriendo a por el abrigo de Liliana y se lo sujetaban mientras ella se lo ponía. Era una competición no exenta de empujones, porrazos e insultos.

Casi siempre ganaban los dos niños más robustos, Giogiò y Cecè, hijos de comerciantes ricos. Siempre bien vestidos, siempre con un montón de dinero en el bolsillo. A mí, hijo de un empleaducho, ni siquiera me veían.

Sin embargo, un día Liliana miró a Cecè, que le sujetaba el abrigo a la espera de que ella se lo pusiera, y le dijo con voz de hielo:

—Déjalo donde estaba.

Cecè, pálido, obedeció. Entonces Liliana, inesperadamente, me llamó. Yo, que tras haber presenciado la escena me dirigía hacia la salida, me di la vuelta, sorprendido. Rara vez me había dirigido la palabra.

—Andrea, ¿podrías sostenerme el abrigo, por favor?

A partir de ese día, me convertí en el oficiante del rito. Y, en calidad de tal, me fueron concedidos varios y muy envidiados privilegios, el principal de ellos el de acompañarla a casa desde el colegio. También tuve otros, de los que nadie supo nunca: su mano buscando la mía, un beso rápido en mi mejilla, un «me gustas» apenas perceptible...

Y así descubrí que todas las mujeres tienen, más o menos en secreto, un poco de Angélica.

A la otra Angélica la conocí en Roma en los últimos meses de 1949 o en los primeros de 1950, no lo recuerdo bien.

Yo era aprendiz de dirección en la Academia Nacional de Arte Dramático, entonces dirigida por Silvio D’Amico, su fundador. Disfrutaba de una beca de estudios que me permitía vivir discretamente durante veinticinco días al mes; los otros cinco o seis vivía en la miseria. A la hora del almuerzo, debía contentarme con un capuchino y un brioche. Casi siempre iba a sentarme a una cafetería de la piazza Venezia que hacía esquina con la via del Corso.

Un día me fijé en que, en la mesita junto a la mía, había una anciana menuda, pulcramente vestida, que también había pedido un capuchino y un brioche. Durante un instante, alzó el rostro y me miró. El corazón me dio un vuelco.

Sus ojos, grandes y vivísimos, eran idénticos a los de mi abuela Elvira. Yo adoraba a mi abuela, y la extrañaba más que a mis padres. Puede que mantuviera la mirada fija en ella demasiado tiempo, porque la señora volvió a mirarme, esta vez sonriéndome. Había en su sonrisa y en su mirada una fascinación inefable que anulaba al momento los años que le pesaban sobre los hombros, haciendo que pareciera una niña. No pude controlarme. Mis piernas se movieron sin que yo se lo ordenase. Tomé mi taza y mi brioche, me levanté y me acerqué a su mesita.

—¿Me permite?

Con un gesto me invitó a sentarme. Luego me preguntó, algo sorprendida:

—¿Me ha reconocido?

¿Por qué debería haberla reconocido?

—No, discúlpeme, pero es que me recuerda usted tanto a mi abuela que...

Sonrió. ¡Ah, esa sonrisa!

—¿Cómo se llama su abuela?

—Elvira.

—Yo me llamo Angélica. Angélica Balabánova.

Di un respingo que por poco me hace caer de la silla. Sabía quién era Angélica Balabánova, la gran revolucionaria rusa, la amiga de Lenin, la que había «creado» a Mussolini...

La pregunta se me escapó de los labios antes de que pudiese reprimirla.

—¿Cómo era Lenin?

Debían de habérselo preguntado miles de veces. Su respuesta fue rápida y expeditiva.

—Un hombre de una honestidad de hierro. Un ángel feroz.

Pero no tenía intención de hablar de política conmigo, porque enseguida cambió de tema y me preguntó a qué me dedicaba. En cuanto supo que me dedicaba al teatro, se le iluminaron los ojos. Empezó a tutearme.

—¿Qué conoces de Chéjov?

—Creo que todo.

—De joven —dijo suspirando—, yo habría sido perfecta para la Nina de La gaviota.

Y se p

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