Sofía o el origen de todas las historias

Rafik Schami

Fragmento

9788415631422-3

DEL SUEÑO DE MANTENER EL EQUILIBRIO

«La paciencia y el humor son dos camellos con
los que se puede atravesar cualquier desierto.»
Refrán árabe

DAMASCO, VERANO DE 2006

Ese día, Aída iba especialmente insegura. Aunque mantenía el equilibrio en la bicicleta, miraba constantemente el manillar, y la rueda delantera dibujaba una línea ondulada sobre el pavimento. Karim le advertía:

—Mira hacia delante, olvídate del manillar, son tus ojos los que mandan.

Pero sus ojos se dirigían, como hipnotizados, al brillante arco que tenía entre las manos.

Era el «bautismo de fuego», como llamaba Aída al recorrido en bicicleta del pasaje Yasmín. Llevaba unas alpargatas blancas, un pantalón azul y una camiseta a rayas rojas y blancas. Se había recogido el pelo, largo y gris, en una cola de caballo. Cada vez que se tambaleaba, soltaba una sonora risa, como si quisiera ahogar con ella los latidos de su corazón. Karim sujetaba con firmeza la bicicleta por el sillín.

Había comprado esa robusta bicicleta holandesa hacía treinta años. Le encantaba, y durante todo ese tiempo no había permitido que nadie montara en ella. Y nunca había imaginado que eso fuera a cambiar hasta que, aproximadamente un mes atrás, Aída le preguntó si había algo que él no supiera hacer y que siempre hubiera deseado aprender. Ya llevaban medio año juntos.

—Tocar un instrumento —respondió Karim, y vaciló un instante—; para ser más exacto, interpretar mis canciones favoritas con un laúd —añadió en voz baja, guardándose el resto, «como haces tú», porque estaba seguro de que para él era demasiado tarde. Si bien sus manos eran diestras, pasaba de los setenta y cinco años.

De niño ya había soñado con ello, pero en casa de sus padres estaba prohibido tocar un instrumento, aunque la familia, acomodada, tenía una radio en la que el padre escuchaba de vez en cuando alguna que otra canción o composición musical, además de las noticias y algunos reportajes; no permitía que nadie cantase o tocase una melodía. La madre de Karim poseía una voz maravillosa, pero sólo cantaba a escondidas o cuando su marido no estaba. El día que su hermano Ismaíl se atrevió a tocar bajito una flauta que había comprado, se ganó una zurra.

—Eso es cosa de gitanos —dijo el padre con desdén.

Aída miró a Karim resplandeciente.

—En tres meses habrás aprendido. Si eres aplicado y practicas a diario, las melodías hallarán el modo de llegar hasta tus delicados dedos. Pero necesitarás algo de paciencia —le advirtió, y se detuvo— y humor —añadió, al tiempo que le acariciaba la cara.

—¿Y tú? ¿Qué es lo que siempre has deseado pero nunca te has atrevido a hacer? —preguntó él, sonriendo tímidamente para disimular su inseguridad.

—Montar en bicicleta. Era mi sueño de niña. Envidiaba a mi hermano, a sus amigos y a todos los chicos del barrio por flotar ligeros como plumas, pero cuando se me ocurrió contárselo a mi madre, se puso a gritar, enfadada, como siempre que tenía miedo. Ya podía quitarme esa idea de la cabeza. Las mujeres se quedaban en casa y ahí no necesitaban ninguna bicicleta. Me advirtió muy seria que montar en bicicleta podía tener consecuencias graves. Y cuando le pregunté, sorprendida e inocente de mí, qué tipo de consecuencias eran, afirmó que algunas muchachas habían perdido la virginidad por ir en bicicleta. «Diles entonces a los memos de los hombres que todavía estás intacta», añadió, abatida. No había nada que hacer.

»No me lo creí. Era como todo lo que contaba mi madre cuando tenía miedo. Exageraba tanto que uno enseguida acababa perdido en una selva de supersticiones, miedo y horror, y le costaba llegar a la verdad a través de toda esa oscuridad.

A las chicas que beben café les sale barba; un espejo roto son siete años de desgracias; fumar vuelve estériles a las mujeres; si bromeas haciéndote el bizco, puedes quedarte bizco para siempre; a las mujeres encintas hay que darles toda la fruta que les apetezca, de lo contrario, al bebé le saldrá en la cara o en el cuerpo una marca de nacimiento con la forma de la fruta deseada. Mi tío Barakat tuvo que ir y volver de Jaffa en un viaje de cuatro días para llevarle naranjas a la tía Marie cuando estaba embarazada. Ella obtuvo un cesto de esas famosas y dulces frutas y después dio a luz a un niño sano.

»A mí me parecía que ir en bicicleta era elegante y que cuando uno mantenía el equilibrio en ella recordaba a los artistas del circo cuando caminaban por la cuerda floja. ¡Por no hablar de aquella sensación de estar por encima de todo!

—En dos o tres semanas habrás aprendido —afirmó él, y más tarde se percató de lo irreflexivo que había sido.

Uno no puede romperse un brazo ni una pierna tocando el laúd, pero montando en bicicleta sí. Aída lo miró radiante con aquellos ojos oscuros, se abalanzó sobre él y lo besó efusivamente en los labios; de repente, todos los escrúpulos salieron volando de su cabeza como murciélagos.

—Enséñame —le suplicó.

Karim vio lágrimas de alegría en sus ojos.

Resulta curiosa la cantidad de tiempo que uno vive guardando sus secretos. Llevaban más de seis meses juntos, habían hablado sin tapujos de cómo había sido su vida hasta entonces y de repente descubrían que seguían sin saber lo suficiente el uno del otro.

—A lo mejor tenía miedo de que te burlaras de mí —reconoció Aída, tal vez para explicarse a sí misma su indecisión.

Karim asintió.

—Es justo lo que yo pienso. No se lo había confesado a nadie desde que tenía veinte años. Y cuando alguien me preguntaba por mis sueños no realizados, contestaba que eran bailar y volar como una golondrina. Después, tras la muerte de mi esposa, Amira, perdí las ganas de bailar.

—Y yo nunca logré relajarme bailando. Siempre contaba, concentrándome para no equivocarme de paso. En un momento dado, entre los diez y los doce años, tiré la toalla. Pero ir en bicicleta siguió siendo mi sueño.

Aída era más bien bajita. Cuando estaba descalza, la frente le llegaba a la altura del hombro de Karim. Era delgada y atlética, y si uno no sabía que andaba por la mitad de la cincuentena, la tomaba por una mujer de cuarenta y tantos. Cuando le echaban algún piropo, ella contestaba:

—¡El amor rejuvenece! Enamoraos y ya veréis. —Y se reía.

Aída siempre había sido lanzada. Karim enseguida lo notó y sufría constantemente por su atrevimiento.

Después de una semana de prácticas en el gran aparcamiento, casi siempre vacío, de una fábrica textil que había quebrado, delante de la Puerta de Oriente, no muy lejos de su casa y de la de Karim, éste quiso que Aída aprendiera también a circular por una calle concurrida. La acompañó a la suya, que era algo más ancha y transcurría paralela al pasaje Yasmín por el lado oeste. Aída pedaleaba con tranquilidad y Karim la sostenía por el sillín. Varios hombres y mujeres los miraban desde la ventana o de pie junto a la puerta, negando con la cabeza con desaprobación. Pero a Aída eso no la intimidaba. Karim no tardó en soltar el sillín sin que ella se diera cuenta. Corrió a su lado, y cuando ell

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