Nuestros años verde olivo

Roberto Ampuero

Fragmento

1

Me casé en la atmósfera húmeda, delirante y calurosa de La Habana de los setenta. Lo hice por amor, desde luego, pero también, circunstancia que debo apuntar desde un inicio, por culpa de una apuesta que no me pagaron y de la cual mi mujer jamás se enteró. Yo frisaba los veinte. Margarita los dieciocho.

De voz melodiosa, piel pálida y cuerpo de ánfora, vivía ella bajo el asedio de funcionarios enguayaberados y gallardos militares con ramas de olivo en los galones. Era hija del comandante Ulises Cienfuegos, de quien al comienzo yo lo ignoraba todo.

Contraje nupcias ante una asistencia reputada, bulliciosa y elegante, que brindó con Moet & Chandon en copas de cristal D’Arques bajo los flamboyanes encendidos y los soberbios cocoteros que atalayan el Caribe desde el exclusivo reparto de Miramar, lejos, muy lejos, de las calles tortuosas y empinadas del puerto de Valparaíso, mi ciudad natal.

Esta historia con sabor a romance caribeño no comienza, sin embargo, como pudiera presumirse, en el trópico o frente a la corriente del golfo de México, sino en medio de las nevazones de un crudo invierno europeo. En Chile el presidente socialista Salvador Allende había muerto meses antes durante el golpe de Estado del general Augusto Pinochet; en Vietnam, las tropas estadounidenses se hallaban en retirada frente a la arrolladora ofensiva vietnamita, y en la Europa del Este aún no se restañaban las heridas infligidas por la invasión soviética a Checoslovaquia. Yo ocupaba entonces, en la sombría y contaminada ciudad sajona de Leipzig, un cuarto del internado de la Strasse des 18 Oktober y estudiaba filosofía en la Karl Marx Universität.

Había dejado el Chile de la Junta Militar entre gallos y medianoche, sin aguardar siquiera el permiso de la Juventud Comunista, organización en la que militaba y a la cual la dictadura perseguía implacablemente por haber respaldado a Allende en su intento de instaurar el socialismo. Alarmado por el temor que me infundían las patrullas armadas, los campos de presos políticos, las detenciones arbitrarias, los muertos que flotaban en el río Mapocho con huellas de tortura y un tiro en la nuca, así como por las interminables noches con toque de queda, en las que solo se escuchaba el eco angustioso de sirenas, helicópteros artillados y fusilamientos, huí del país y busqué refugio en Alemania Oriental.

Tiempo después, mientras apilaba en mi cuarto obras de Marx y Lenin, buscaba afanoso en bibliotecas los voluminosos manuales de materialismo histórico de Nikitin y de la Academia de Ciencias Sociales de la URSS, o contemplaba simplemente a través de los ventanales del casino universitario cómo el viento despeinaba la nieve sobre los techos y adoquines de Leipzig, me decía que dentro de poco, un año a lo más, Chile recuperaría su senda de país austero, estable y de ejemplar desarrollo democrático y yo podría regresar al añorado hogar paterno. Ignoraba, por cierto, que en mi patria ya nada volvería a ser como había sido.

En el internado compartí cuarto con Joaquín Ordoqui, un estudiante cubano inquieto y bohemio, hijo de un viejo comunista miembro de la guerrilla, que acababa de fallecer en La Habana de cáncer de pulmón en un aislamiento político ignominioso. Años atrás, sorpresivamente, la policía secreta lo había acusado de colaborar con la CIA durante el periodo en que tuvo a su cargo la división occidental del Ejército cubano. Pese a su desempeño intachable, que respaldaban condecoraciones gubernamentales y partidarias, una madrugada de julio un tribunal militar degradó al comandante Ordoqui y lo condenó a prisión domiciliaria perpetua.

Noche a noche, a través de la oscuridad de nuestro cuarto, me llegaba el sollozo ronco y quedo de Joaquín, gigantón «jabao» de pelo de alambre, diecinueve años y alma de niño. Sollozaba por la injusticia infligida a su padre, a quien consideraba revolucionario ejemplar, y a su madre, Eddy García Buchaca, brillante intelectual comunista de origen aristocrático, quien, tras enviudar vivía bajo prisión domiciliaria acusada de haber sido cómplice de su marido. Sobre ella recaía ahora no solo el desprecio de la burguesía cubana expropiada, sino también el resentimiento de los revolucionarios de última hora, de aquellos que se tornaron comunistas de la noche a la mañana, estimulados por el triunfo de Fidel y la posibilidad de conquistar cargos y prebendas, y que vislumbraban en los ojos de los comunistas históricos el silencioso reproche a su oportunismo.

Cada noche, en el primer nivel del camarote, el «jabao» lloraba envuelto en las tinieblas del cuarto como un gran oso herido. Estaba convencido de que sus padres no eran traidores, y de que muy pronto Fidel se encargaría de aclarar todo aquello. Y cuando yo prendía mi lámpara nocturna para preguntarle qué le pasaba, Joaquín, reprimiendo sus gemidos, afirmaba con voz gangosa y los párpados entornados:

—No es nada, chileno, solo el maldito asma. Soy asmático como el Che.

Por fortuna, durante el día mudaba de ánimo para volverse dicharachero y escandaloso, y parecía un muchacho feliz en aquel internado que compartíamos con norcoreanos, vietnamitas, palestinos, rusos, mongoles, namibios, etíopes y persas, todos militantes de partidos revolucionarios de probada trayectoria antiimperialista. Lo cierto era que Joaquín solía ausentarse de clases, robar en los supermercados y usar mis prendas sin consultarme, por lo que a menudo me tocó sorprenderlo en la calle luciendo tenidas mías. Pero como siempre llevaba una excusa a flor de labios, resultaba imposible enemistarse con él.

—Chico, tenía una cita clave y me exigían traje. Tú sabes que en Cuba, por el bloqueo yanqui, no hay trajes. Apúntalo como ayuda solidaria y no te preocupes, que al regreso hallarás las cosas en tu armario, más limpias y mejor planchadas de lo que estaban.

Joaquín no se dedicaba a estudiar, sino a dormir, pasear, hablar del Che, Fidel y Camilo como si se tratase de viejos amigos, y a abordar a cuanta muchacha bella se le cruzara en el camino. Era capaz de pasar horas agazapado en la ventana de nuestro cuarto, situado en el tercer piso del edificio, a la espera de una presa. Se mantenía hierático y silencioso, esbozando enrevesados planes para acercarse y conquistar a las estudiantes con su farragosa oratoria tropical. En realidad, escasas eran las muchachas que escapaban a su escrutinio y se resistían a sus devaneos, y mientras ellas desfilaban bajo nuestra ventana, él adelantaba osados juicios sobre sus presuntas cualidades amatorias.

—Chico, todo eso se deduce de la forma de mirar o caminar de la hembra —afirmaba tratando de convencerme de la solidez de sus convicciones—. A algunas se les nota en el cabello, como a la búlgara que viene ahí, la que, a juzgar por su pelo grueso, rizado y abundante, es una loca en la cama.

—No inventes —reclamaba yo escéptico—. La más mojigata y modosita te puede resultar una fiera.

—A otras se les nota en la voz —argüí

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