La desesperanza

José Donoso

Fragmento

Donoso sin límites

CARLOS CERDA

Influido por el título de una novela suya que considero perfecta, me fui acostumbrando casi sin advertirlo a la impresión de un Donoso sin límites. Y creo que desde mi primera aproximación hasta la postrera, mi forma personal de ver a José Donoso fue recorriendo las sucesivas fases, que iban dando a la expresión sin límites, contenidos cada vez más certeros y al mismo tiempo más sorprendentes. Permítanme que hable aquí de ese itinerario personal. El que sintamos a Pepe todavía entre nosotros estimula el recuerdo de instancias más o menos íntimas y hace aún difícil la reflexión crítica, impersonal y académica.

Más realidad, más metáfora

La primera impresión significativa a la que me refiero ocurrió en circunstancias para mí bastante penosas. Yo debía presentar una propuesta para una tesis de doctorado en la Universidad Humboldt de Berlín, en la República Democrática Alemana, y ya se habían cumplido todos los plazos establecidos para hacerlo. Tenía que presentar un proyecto de investigación suficientemente fundado y a la fecha yo tenía claro sólo dos cosas. Una, que a pesar de las sugerencias más o menos insistentes para que escribiera sobre Alejo Carpentier, o Jorge Amado, o Gabriel García Márquez, todos autores muy reputados en nuestro Departamento de Romanística y a los cuales se consideraba de insospechada vocación socialista, yo quería estudiar a un autor chileno o algún tema de nuestra novelística. Dos, que el resultado de mi investigación debía contribuir a una discusión por fin abierta de una serie de preguntas cada día más inquietantes, que se hacían en sordina y que bordeaban una suerte de clandestinidad muy propia de la vida académica de entonces y que se pueden formular así: ¿Cómo los lectores de la RDA, y especialmente los estudiantes de literatura latinoamericana, articulaban su creciente admiración por Cortázar, por Borges, por el propio García Márquez, con ese rígido código de preceptos del llamado realismo socialista?

La dificultad para concebir mi proyecto se transformó de pronto en una calamidad mayor aún, pues la tensión que me producía la ya larga superación de los plazos hizo que una úlcera de adolescente volviera a sangrar. Mis amigos saben que suelo caer en exageraciones. Entré al hospital de la Charité convencido de que podría sobrevivir sólo si cambiaba de rumbos y olvidaba para siempre el doctorado. Al momento de entrar al hospital un amigo que me acompañaba me regaló la primera edición de Casa de Campo, recién aparecida en España. Comencé a leerla esa misma mañana, luego de los primeros exámenes, y no pude dejarla hasta muy entrada la noche, y sólo porque era evidente que el extraño bulto en mi cama que de tarde en tarde miraba con desconfianza el enfermero era la flamante edición de Casa de Campo y una pequeña lámpara que se aferraba al libro y que me había llevado también este amigo, conocedor de los rigores nocturnos de una sala común.

Recuerdo que mucho antes de terminar la novela tuve ya la certeza absoluta de que había encontrado finalmente la tabla de salvación y que el milagro caído en mis manos resumía los dos propósitos que hasta esa situación tan penosa yo estaba decidido a defender: escribiría mi tesis sobre un autor chileno y lo haría sobre un tema que pusiera el dedo en la llaga. La novela era, desde el punto de vista político, inobjetable incluso para los criterios que prevalecían en el Departamento. Era una recreación literaria del período setenta-setenta y tres que mostraba con minuciosidad los conflictos entre las distintas clases y capas de la sociedad chilena, el tenor de sus reinvindicaciones y temores, sus pánicos reales o imaginarios, los accidentados desplazamientos del poder desde unos sectores a otros, el apocalíptico final de la casa señorial de Marulanda, caída primero en manos de unos extranjeros de patillas coloradas, ahogada luego por una avasallante invasión de vilanos. No cabía duda de que, conforme a la mentalidad de entonces, la interpretación propuesta en la novela era plausible —políticamente correcta, como se dice hoy— y el asunto era plantearse cómo una novela que abandonaba tan ostentosamente los cánones del realismo de corte mimético, la copia o imitación de la realidad real, podía dar cuenta tan perfecta, con tal abundamiento de circunstancias, de una realidad que atrapaba mediante su lenguaje alegórico. Y cómo era posible que esto ocurriera con tanta profundidad y con un punto de vista tan definidamente progresista, para decirlo usando un término muy empleado en esos días.

La úlcera cicatrizó rápidamente pero como debía permanecer en la Charité —una razonable cautela socialista hace que los enfermos salgan sanos de los hospitales y no en ese estado lamentable que aquí se llama convalecencia— escribí en mi involuntario retiro de la Universidad no sólo la fundamentación del tema elegido sino las ideas principales del trabajo que en su versión académica se llamó Método realista y configuración no mimética en la novela de José Donoso CASA DE CAMPO. Este alarde de pedantería académica ocultaba una idea bastante simple: el método realista de creación no puede reducirse a un cánon rígido de preceptos formales que impone la imitación de lo real como única forma válida de configuración de la materia narrativa. Visto del otro lado de la mampara, una novela intensionadamente irrealista, fantástica, hiperbólica, en virtud de su potencia metafórica, de su lenguaje poético, puede recrear la realidad desde el símil o la elegoría. Es más: esa realidad así recreada se sustenta en una mirada más profunda, que abarca aspectos mas variados, que nos permite ver lo que no es visible en la mirada cotidiana o ingenua. Había aprendido de Donoso una primera gran lección: la realidad de la ficción es una realidad de otra naturaleza. Si quieres más realidad, tiene que haber más metáfora.

Así, Donoso saltaba por sobre sus propios límites y sobre fronteras que al decir de Fernando Alegría enmarcaron nuestra novela realista durante varias décadas. Y desatendía esos límites no tanto para postular una ruptura definitiva con las formas miméticas de configuración novelesca, sino para crear otro espacio desde el cual innovar. Un espacio lateral si se quiere, tal vez complementario u opcional; en todo caso más libre, más exigente, más poético.

Es de la esencia del trabajo artístico la búsqueda de espacios más variados y más anchos para la expresión del creador. Los límites impuestos por el dogmatismo, y que en nombre de innovaciones revolucionarias termina implantando siempre la censura, es la muerte del arte. Este vive de la diversidad, de la transgresión, del descubrimiento de lo nuevo y de la negación de los límites.

Trabajé en esta tesis entre 1979 y 1982, pero la defensa sólo tuvo lugar el 12 de julio de 1984, el día del natalicio de Neruda. Ese mismo año regresé a Chile y conocí personalmente a José Donoso. Una tarde de septiembre llegué con el mamotreto a su casa de Galvarino Gallardo, llena de flores y de perros; tomamos tÃ

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