Conversación en Princeton con Rubén Gallo

Mario Vargas Llosa
Rubén Gallo

Fragmento

libro-2

Introducción:
Mario Vargas Llosa en Princeton

Conocí a Mario Vargas Llosa un 10 de octubre, hace exactamente diez años, en Princeton. Peter Dougherty, el director de la editorial universitaria, me había escrito para invitarme a un breve encuentro: «Princeton está por publicar el ensayo de Mario sobre Los Miserables y él vendrá aquí mañana para hablar de su libro con nuestro equipo de ventas», me decía en su mensaje.

Acudí a la cita, que se celebró en un salón de clases de la Universidad, y allí estaba Mario, de saco y corbata, rodeado de todo el equipo de ventas de la editorial: hombres y mujeres de treinta, cuarenta años —americanos todos—, con esa timidez típica del medio universitario. Nunca miraban a los ojos, hablaban y se movían con un gran nerviosismo, como si no supieran cómo comportarse ni qué tipo de preguntas debían hacer.

Mario, en cambio, proyectaba esa amabilidad y cordialidad que lo acompaña a todas partes. Se sentía en casa y hablaba con los agentes de ventas como si fueran viejos amigos. Cuando empezó a contar la historia del libro, su expresión y su voz iluminaron la sala.

«Imaginen nada más —dijo Mario—. Victor Hugo fue un hombre que llegó virgen al matrimonio. Nunca antes había estado con una mujer. Cosa que en esa época era algo muy raro para un hombre. ¡Era virgen!».

La incomodidad de los agentes de ventas incrementó considerablemente. Tomaban notas en unas libretas de papel amarillo con rayas y hacían todo lo posible por no mirar a Mario mientras hablaba.

«Pero entonces —continuó Mario— ocurrió algo insólito. Durante la noche de bodas, Victor Hugo disfrutó tanto esa nueva experiencia que hizo el amor con su mujer siete veces».

Los agentes de ventas no despegaban la vista de sus apuntes y escribían más rápido.

«Siete veces. No una ni dos veces, sino siete. Siete veces en una sola noche. ¿Ustedes se imaginan la energía que se necesita para eso? Y ya no era un hombre joven. ¡Siete veces!»

Los agentes de ventas se ruborizaban mientras seguían anotando a toda velocidad. Una mujer se puso tan roja que temí que su cara fuera a explotar.

Cuando Mario terminó de contar la vida de Victor Hugo —su matrimonio, sus historias de amor, sus problemas políticos, su exilio en una isla del canal de la Mancha—, el director anunció que quedaban unos minutos para preguntas.

Después de un silencio largo, la mujer que se había puesto roja y que ahora recobraba un color menos violento preguntó:

«¿Cuál es la clasificación de ese libro? ¿Biografía o ensayo? Es muy importante especificarlo para determinar la ubicación en librerías.»

Mientras hacía su pregunta, yo la miraba y recordaba las palabras de Mario: «¡Siete veces! ¡Siete veces!».

Mario le dio una respuesta que pareció tranquilizarla y que ella apuntó cuidadosamente en su libreta amarilla.

Poco tiempo después, Shirley Tilghman, la rectora de la Universidad, me nombró director del Programa de Estudios Latinoamericanos. Acepté y mi primer proyecto fue invitar a Mario a que pasara un semestre con nosotros. Él ya había sido profesor invitado en Princeton —y en muchas otras universidades de Estados Unidos y del mundo— pero no había vuelto desde principios de los noventa, justo después de su campaña presidencial en el Perú.

En Princeton, además, estaba el archivo de Mario. En los años noventa la biblioteca de la Universidad había comprado su correspondencia, los borradores de sus novelas y muchos otros documentos que ahora llenan trescientas sesenta y dos cajas y que han sido consultados por centenares de investigadores de todo el mundo.

Mario aceptó la invitación y desde entonces ha pasado tres semestres con nosotros como profesor invitado. En una de esas visitas —era el otoño de 2010 y los árboles del campus estaban al rojo vivo—, dictó un seminario sobre los ensayos de Borges y otro sobre la novela latinoamericana.

El semestre avanzaba con su ritmo habitual —los seminarios, las cenas con colegas, los viajes a Nueva York, en donde vivimos muchos de los profesores de Princeton— cuando un día de octubre, por la madrugada, me despertó un timbrazo.

Descolgué el teléfono medio dormido.

«Buenos días. Disculpe que lo moleste tan temprano. Soy Mary, de la oficina de Premios Nobel de Princeton.»

Aún no lograba despertarme del todo. ¿Oficina de Premios Nobel?, pensé. No sabía de la existencia de esa oficina.

«Necesitamos localizar urgentemente a Mario Vargas Llosa», me dijo la voz de mujer.

Desperté de golpe cuando até los cabos de esas palabras —«Premio Nobel» y «Mario Vargas Llosa»— usadas en una misma frase.

Salté de la cama, me duché y vestí como pude y a los cinco minutos ya estaba en el metro, rumbo a la calle 57, donde Mario había alquilado un apartamento a unos pasos de Central Park.

Al llegar a su edificio me topé con una muchedumbre de periodistas y curiosos, armados de cámaras de televisión y micrófonos, que se amontonaba frente a la puerta.

Del otro lado de la acera había una florería y entré para comprar un arreglo.

«Claro que sí —me dijo la encargada de la florería—. ¿Qué ocasión vamos a celebrar? ¿Un cumpleaños? ¿Una boda?».

«Un Premio Nobel», le respondí.

Logré —con el arreglo floral a cuestas— abrirme camino entre las multitudes de periodistas, entrar al lobby del edificio, tomar uno de los elevadores y llegar hasta el departamento de Mario. Se abrió la puerta y allí me encontré con otra pequeña muchedumbre: más cámaras de televisión, micrófonos y reporteros que recorrían la sala del apartamento de un extremo a otro. Todos los teléfonos —el interfono, los fijos, los celulares de los visitantes— sonaban al mismo tiempo y no había quien tuviera manos suficientes para responder a todos esos aparatos.

«Rubén», escuché que me llamaban y en eso apareció Mario, impecable y con una serenidad inmutable en medio de aquel barullo babilónico.

«Imagínate —me dijo—. Los de la Academia Sueca se comunicaron antes de las seis de la mañana. Yo estaba leyendo en el sofá. Patricia atendió la llamada y se puso pálida antes de pasarme el teléfono. Me asusté mucho al verla y lo primero que pensé fue: una muerte en la familia. Tomé el auricular y un señor muy correcto me dijo que era de la Academia Sueca, que me habían dado el Premio Nobel y que en cinco minutos harían pública la noticia. Me dijo que si quería hablar con alguien lo hiciera en ese momento porque después ya no podría. Colgué y me quedé pensando, aquí en el sofá, en lo que esto significaba. Y a los cinco minutos, como me habían advertido, comenzó el vendaval. No alcancé a llamar a nadie».

«Mario, estamos listos para rodar», dijo el camarógrafo de la Televisión Española.

El vendaval del Nobel llegó hasta Princeton. No pasaba un día sin que se aparecieran periodistas de todas partes del mundo que entraban, como Pedro por su casa, al campus de la Universidad y se metían hasta los salones de clase en donde Mario impartía su seminario.

Por suerte Rose, la administradora del programa, era una puertorriqueña imponente que se convirtió, de la noche a la mañana, en guardaespaldas de Mario. «El dotol Vaga Llosa no etá disponible»

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