Niñas ricas

María Paz Rodríguez

Fragmento

1

Ese verano del 99, cuando Gabriela me contó lo que había pasado, supe que me estaba mintiendo. Aun así, o por eso mismo, no he podido olvidarlo y recién diez años después me atreví a visitarla de nuevo y preguntarle qué fue lo que en realidad pasó antes de que desapareciera de nuestras vidas.

Recuerdo la tarde en esos barrios de jardines. El sol de fines de marzo. Ese sol tenue que entraba por el tragaluz que había en su pieza mientras en la radio de la cocina se escuchaba una canción de Luis Miguel. Suave, decía el coro, como me mata tu mirada. Suave, como la brisa de tu piel. Mitad ausente, mitad pájaro chocando contra un vidrio que no ve y que pronto le costará la vida, Gabriela modula lento esas frases que no logro entender. Y aunque yo ya tenía diecisiete años, todavía era una muchacha sobreprotegida que poco sabía de las secretas cláusulas del mundo de los adultos; de los pactos y acuerdos que se hacen para pertenecer al clan.

Ahí, atrapada en sus circunstancias, Gabriela fue un incendio de verano; un animal a punto de ser cazado en medio de un bosque oscuro. Esa tarde me dijo algo que sembró mis dudas, y ahora ella es un fantasma que levita en mis sueños. Que levita en lo que aprendí después, con el tiempo. Esa presencia que moldeó mi identidad tan destinada a lo ordinario; destinada a copiar, a repetir, a seguir un camino lineal y vacuo. Creo que mi vida adulta siguió orbitando a torno al recuerdo de Gabriela. Ella había atravesado el fuego. Ella era el trueno de una tormenta tropical que no se espera; fijada en sí misma, niña que huye en un bus de medianoche para no ser encontrada, Gabriela se robó nuestra inocencia, enmudeciendo a casi todos los que la queríamos. Y no la volvimos a ver después de eso.

2

Nadie sabe lo que para una mujer significa ser bella. Las mujeres bonitas, las especialmente bonitas, no se dan cuenta de esta cualidad salvo por lo que provocan en los demás. Ellas tienen a su favor la natural inclinación del resto por complacerlas. El aspecto, se sabe, es solo proyección de una película mental; de un rol o una fantasía infantil que se prolonga y que va mutando. Nadie nace consciente de su aspecto hasta que los otros le dan un valor y eso va redefiniendo la identidad. Lo común detecta lo extraordinario, lo necesita. ¿Acaso la belleza no tiene algo de contagioso? Se nos enseña qué es lo bello; nos lo dicen todos los días. Y lo otro, esa isla donde habita el resto de los mortales, no existe, se invisibiliza, es borrado del sistema. El deseo inmediato de cada mujer que conozco se relaciona con su cuerpo; mejorarlo, adelgazarlo, cambiarlo, moldearlo. A la larga, la belleza es irrelevante, no sirve para nada más que para ser vista. Aunque supongo que con mirar basta, considerando los tiempos que corren. Queremos mirar e imaginar esas vidas. Ahí hay una promesa, la belleza de los otros nos redime.

Ser bonita como Gabriela es lo que todas hubiéramos querido en el colegio. Una especie de muñeca bien proporcionada, de huesos finos, delicados, como si cada parte de su cuerpo se hubiera hecho con mucha detención. Más alta que nosotras, la suavidad de sus rasgados ojos azules, la piel blanca sin manchas ni imperfecciones, el pelo castaño, largo y ondulado, contrastaba en un todo armónico con su boca ancha, la frente amplia y la nariz angulosa. La delgadez perfecta, las proporciones adecuadas para su contextura. Un cuerpo duro y suave a la vez. Un cuerpo frágil, volátil; un cuerpo tan delicado que cada movimiento marcaba sus músculos. Con cada movimiento, también, Gabriela parecía estar suspendida en otro aire, distinto al nuestro. A su lado, todas las demás éramos invisibles. A pesar de eso, la queríamos. Parecía inconsciente de su belleza, no entendía en realidad la envidia del resto, apenas se miraba en el espejo.

Solía quejarse del tiempo, de lo lento que pasaba encerrada en un salón de clases escuchando lecciones que ya conocía. También, solía llevar una libreta de notas donde apuntaba fragmentos de poemas que le llamaban la atención, dibujos que ella misma hacía; retazos de esa imaginación que muy pocos pudimos conocer. Cuando acompañaba a mi mamá a hacer las compras, la veía andando en skate en el estacionamiento del centro comercial. Rodeada de muchachos que usaban polerones anchos, cadenas en el bolsillo y el pelo rapado debajo de un gorro de lana que parecían no prestarle atención. Ninguno iba a nuestro colegio, pero Gabriela se acoplaba bien a esa tribu. Los chicos le enseñaban sus trucos y ella era buena imitadora.

Cuando empezamos a ser amigas yo la acompañaba y, sentada en la vereda, la veía caerse, rasparse las rodillas, rodar por el aire cuando intentaba saltar un lomo de toro. Como una equilibrista, Gabriela controlaba el eje de su cuerpo para mantenerse arriba del skate. Hasta cierto punto, esa era su magia, mantenerse arriba, en equilibrio. Así se conectaba con ese otro lado suyo, mientras la música sonaba en sus audífonos grandes y celestes que nunca se sacaba. Jamás me atreví a subirme a su skate. Mi lugar, creo, era vivir a través de Gabriela.

Ella solía discutir con nuestras profesoras de literatura y filosofía. La veo abriendo su mochila de jeans desteñida y mostrándome: Nietzsche, Rimbaud, Nabokov. Según Gabriela, esos autores no estaban en la biblioteca de nuestro colegio. Lolita es el libro, todo está ahí, solía decirme, mientras exhalaba el humo de su cigarro sobre el pasto húmedo, mirándome entre sus anteojos de sol con las uñas de los pies pintadas de rojo. Lo que ella descubría en sus lecturas nos era ajeno, difícil de comprender. Como un clavado desde la punta de su entusiasmo, Gabriela solo tenía que saltar y sumergirse. Y lo hacía cada vez. Estaba destinada a ser grandiosa. También a estar sola. Pero por mientras se fue rodeando de aficionadas como nosotras; de turistas que, como yo, la seguíamos y le copiábamos. A los diecisiete, todas queríamos ser como Gabriela. No creo que con el tiempo eso haya cambiado tanto.

El 31 de octubre de ese año una de nuestras compañeras organizó una fiesta de disfraces en su casa. Sus padres no estaban y podíamos hacer lo que quisiéramos. Yo no salía mucho pero esa vez me animé. Con Gabriela apenas nos conocíamos. Habíamos intercambiado frases sueltas en el recreo y un par de veces me había pedido cigarros; yo compraba cajetillas de Lucky Light de diez en el kiosko de la esquina. Ella había estado en el paralelo y ese año éramos compañeras de curso por primera vez. Cuando esa noche me invitó a fumar marihuana al segundo piso, me sentí honrada. Ella era realeza. Y yo la amiga simpática

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