Cuentos (Flash cuentos)

Alberto Fuguet

Fragmento

cap

El año sobre el cual les quiero contar lo llené asistiendo a un preuniversitario para niños ricos a la deriva. Yo no era rico pero intuía que estaba a la deriva. Me sentía como ese cadete estrella que se tropezó en medio de la Parada Militar. ¿Se acuerdan de él? Dicen que era sobrino de Pinochet o pariente de la Lucía Hiriart, no sé. Nunca se conocieron bien los detalles. A este sobrino lo querían mucho, y lo regaloneaban con viajes a Disney y a Sudáfrica, pero todos esos mimos al final no le sirvieron de nada porque el tipo tropezó. Nada de metáforas aquí. Tropezó en plena elipse del Parque O’Higgins con TVN transmitiendo en directo desde Arica a Punta Arenas. Caer enfrente a todos es la peor manera de caer.

—Lo fondearon —me dijo Raimundo Baeza a la salida de la clase de Específica de Historia y Geografía—. Dejó en ridículo a la familia.

—¿Pero cómo?

—Eso. Se tuvo que ir del país. Cagó. ¿Qué crees, Ferrer? ¿Que lo premiaron?

Ese año asistí al preuniversitario todas las mañanas. No tenía amigos pero sí algo parecido a un grupo. Todos, claro, reincidentes. Entre ellos, Cristóbal Urquidi, Claudia Marconi, la hermana de Florencia, y Raimundo Baeza con sus cejas gruesas y su sonrisa exagerada. A todos ellos los conocí ese año. Teníamos dos semestres para prepararnos, para ensayar con facsímiles y hacer ejercicios de términos excluidos. Nos ataba el hecho de creer que nuestra vida se definía a partir de un examen de tres días. Nuestra única meta era mejorar la ponderación de la famosa, dichosa, temida, asquerosa, arbitraria y hoy desaparecida Prueba de Aptitud Académica. Pertenecíamos al lastimoso grupo de los 400, 500, 600 puntos. Los que triunfaban e ingresaban a la universidad superaban los 700. Las puertas de la educación superior se nos habían cerrado frente a nuestras narices.

A veces, tomaba el metro y me bajaba en la estación Universidad Católica y simplemente miraba la casa central. Me fijaba en los alumnos que salían, la felicidad que alumbraba sus caras y sus agendas con el logo de la Pontificia brillando bajo el sol. Aquellos chicos tenían algo que yo no tenía. Ellos estaban adentro y yo afuera. Lo más probable, además, es que ni siquiera se daban cuenta porque uno sólo es sensible a lo que no tiene cuando, en efecto, no lo tiene. No toleraba que la mayoría de mis amigos, conocidos y ex compañeros de curso hubiesen logrado entrar, dejándome al margen.

Los profesores del preuniversitario insistían que esto era, a lo más, un traspié, que no tenía nada que ver con nuestras capacidades y que un año más nos haría más maduros. Aun así, o quizá por eso mismo, nos sentíamos unos perdedores. Y cuando uno se siente perdedor, pierdes. No puedes dejar de envidiar. Te sale del alma, te supera y supura, te arrebata hasta que te termina por controlar. Cuando envidias, sientes tanto que dejas de sentir todo lo demás. Yo ese año envidiaba incluso a aquellos que no conocía. Los primeros puntajes del país eran portadas de diarios, salían en la tele. Uno veía a los niños genios en sus casas, con la tele en el living y la abuela orgullosa, desgranando porotos a un costado. La moral imperante era crecer, ganar, salir adelante.

Chile no era un país para débiles y yo, ese año, estaba débil. De toda mi promoción del colegio, fui el único que no ingresó a la universidad. Para mí, este dato era algo más que una estadística. La vergüenza fue tal que dejé de ver a mis antiguos compañeros del colegio. Los pocos amigos que tenía se convirtieron, de inmediato, por culpa de unos números, en enemigos acérrimos.

Mi supuesto premio de consuelo, además, no fue capaz de consolarme en absoluto: haber sido aceptado, en el penúltimo lugar de la lista, en una dudosa carrera artística que se impartía al interior de una lejana provincia donde nunca paraba de llover. No me parecía para nada un gran logro. Al revés: subrayaba mi fracaso. Así y todo, pagué la matrícula, envié los papeles, me tomé las putas fotos tamaño carnet. ¿Qué iba a hacer si no? ¿Qué oportunidades tenía? La noche antes de partir al extremo sur no pude dormir. Todo me asustaba: estar lejos, dejar a mi madre sola, echar de menos, no conocer a nadie, estudiar algo que no deseaba estudiar, convertirme en algo que no quería.

Nunca he vuelto a llorar tanto como lo hice esa tarde en el rodoviario.

—No es bueno viajar con tanta pena a bordo —me dijo una señora con zapatos ortopédicos antes de pasarme unos pañuelos desechables y acariciarme el pelo.

Me bajé del bus y caminé de regreso a casa.

Caminé más de dos horas. En un callejón oscuro, con olor a chicha, vomité. Llegué con el pelo sudado y los pies heridos. Abrí la puerta. El salón estaba a oscuras. Mi madre estaba en el suelo, de rodillas, su cara perdida en la falda de un hombre que fumaba en un sillón. Yo ya lo conocía. Nunca pensé verla enfrascada en un acto así. Por suerte, no me saludaron. Se quedaron quietos. Yo subí, muy lentamente, la crujiente escala al segundo piso. Me acuerdo que me desplomé sobre mi cama deshecha y no desperté hasta la tarde del día siguiente.

***

Ese año en que ocurrió todo lo que les voy a relatar yo tenía apenas dieciocho años y todavía sonaba música disco en las radios. Físicamente, el acné me trizó la cara, el pelo se me llenó de grasa y comencé a adelgazar en forma descontrolada. Me sentía como un malabarista manco. Tenía demasiada presión sobre mi mente. Todo ese año no pude dormir. O dormí muy poco. Nunca soñé. Nunca. Dormir sin soñar es como ver televisión sin imagen ni sonido. Eso te agota. Te vuelves irritable, receloso.

Lo más fastidioso de no haber sido aceptado en la universidad fue que me hizo otorgarle al sistema la razón. Me puse del lado del enemigo. Pensaba: si la universidad no quería que estuviera entre los suyos, pues cabía la posibilidad de que estuviera en lo correcto. Quizá no merecía otra cosa. A lo mejor era cierto que mi inteligencia tocaba techo entre los 400 y los 600. Me trataba de convencer de que no me atraía pertenecer a una institución q

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