El brujo

Álvaro Bisama

Fragmento

Los ochenta, una década de mierda. Mi padre comenzó a trabajar como fotógrafo de prensa en 1984. Congeló la universidad y sus padres, que nunca soportaron que estudiara arte, dejaron de pasarle dinero. Mi mamá estaba teniendo problemas con unos ramos y estaba a punto de que la reprobaran. La universidad estaba intervenida por los militares. Nadie solidarizó con ellos. Los dejaron a la deriva. En su vida todo era horroroso y triste. Todo era una crisis donde ellos se fugaban emborrachándose o fumando hierba o teniendo sexo casual o sacándome a alguna plaza para pretender que la vida era normal, como si pudieran apropiarse de esas pequeñas esquirlas cotidianas como botes salvavidas en un naufragio. A veces ellos se acostaban. Como eran los mejores amigos del mundo, él llegaba a la casa cuando quería y se quedaba dos o tres días. Yo sabía que era algo momentáneo, falso. Podía darme cuenta por sus gestos, por sus rostros, por el modo enardecido en que brillaban sus mejillas cuando se prometían una nueva oportunidad, por la línea quebradiza de sus labios cuando la ilusión se desvanecía al cabo de una semana y se daban cuenta de que lo que sentían el uno por el otro era simplemente una ilusión a la que se aferraban de modo desesperado para escapar de la furia y la violencia de entonces.

Esa furia y esa violencia se convirtieron en el modo de vida de mi padre. En la universidad, él había empezado a sacar fotos. Resultó ser bastante bueno. Ganó un par de premios o menciones en concursos menores, lo que permitió que alguien se acordara de su nombre cuando el gráfico que trabajaba de corresponsal en una agencia de noticias inglesa decidió seguir a su mujer a México. Mi padre fue a la entrevista y aceptó el trabajo porque no tenía otra opción, porque era lo único que había, porque era eso o seguir atrapado en ese limbo donde también estaban atrapados sus amigos y familiares, donde estaba atrapada la madre de su hijo, donde estaba atrapado yo aunque fuese un pendejo y no lo supiera; un limbo donde el horror se parecía al tedio, donde las noticias de muertes eran susurradas en las conversaciones, un limbo donde la ciudad estaba llena de policías y militares y todos estaban locos y destrozados por el miedo.

La agencia era pequeña y funcionaba con un par de periodistas. Despachaban noticias para varios periódicos de centroizquierda en Europa. Cuando llegó, a mi padre le pasaron una cámara profesional y le explicaron cómo funcionaba el cuarto de revelado. El sueldo no era bueno pero era su primer sueldo. Aprendió rápido, dejó de parecerse al joven que salía en la credencial. A los dos días ya estaba en una protesta en el centro de Santiago, con un pañuelo tapándose la cara para evitar tragar más gas lacrimógeno, mojado con el agua sucia de los guanacos, enfocando a los manifestantes que lanzaban piedras, esquivaban balazos, eran perseguidos por zorrillos y carros lanzagua, por escuadrones de carabineros con lumas y escudos que no tenían conciencia de nada que no fuese su propia violencia.

Mi padre se convirtió en fotógrafo ahí, mientras se templaba en la calle, en medio de los gases y la mierda, en medio de las cargas de caballería de las motos y los autos blindados, bajo las balas perdidas, atravesando los carteles y las persecuciones y los rostros de los muertos en los afiches hechos con serigrafías artesanales. Yo conservo su credencial de prensa y la miro a veces; en la foto aparece con una cara casi adolescente, sin barba, con el pelo de quien egresa de la educación media. Pero él ya era otro. Fue entonces, según mi madre, cuando abandonó cualquier sueño de ser artista. Encontró su lugar. Le pegaron. Lo detuvieron. Le rompieron varias cámaras. Le quitaron los rollos y se los velaron. Ahí aprendió los gestos secretos de la batalla: a reconocer a los sapos infiltrados, a descifrar los guiños de los encapuchados, a leer los silbidos en clave, las señas, los modos en que los pacos se replegaban y juntaban para atacar de nuevo. Ahí se acostumbró a la línea de fuego, mientras se encontraba con otros como él, todos perdidos en la niebla tóxica, registrando el modo en que los cuerpos resistían antes de caer al suelo, lanzándose sobre ellos para quedarse con una fracción de su dolor, porque su deber era atrapar las marcas físicas de la violencia y de ese tiempo feroz que habitaban, chocando en las calles.

Cambió.

Se acostumbró a la adrenalina, a la violencia. Aunque no lo reconociera, se empezó a excitar con el gas. Después de haber escapado de los carabineros, después de haber visto a escolares con heridas en la cabeza tirados en el suelo, después de vivir en el miedo de que lo detuvieran y lo enviaran a un calabozo oscuro o a una sala de tortura, todo comenzó a parecerle normal, cotidiano en su violencia y deformidad. Empezó a detestar los momentos muertos donde simplemente se tomaba una cerveza o miraba televisión o me iba a buscar para ir por la tarde al Cajón del Maipo.

Mi mamá ya había conocido al que sería mi padrastro y estaba feliz. A mí él me caía bien, pero no podía dejar de darme cuenta también de que mi padre se alejaba, se volvía más hosco y callado, era devorado por dentro por algo que yo mismo no podía verbalizar pero que identificaba como una niebla donde él se hundía en la distancia.

Sus fotos eran eficaces, captaban la violencia, la congelaban sin estilizarla, huyendo de toda poesía, de toda consigna. Sus fotos eran claras, eran nítidas, no tenían dobles lecturas. La mirada de mi padre era directa, no había tiempo para ninguna profundidad. Los guanacos, los encapuchados, los miguelitos, las multitudes avanzando por calles estrechas, los policías armados con palos y escudos, los cuerpos sobre el piso, el humo, las bombas lacrimógenas, el centro de Santiago, todo le permitía componer retratos que no daban pie alguno para la duda, pues su ojo estaba puesto en la forma en que la violencia tejía el presente, volviéndose el único paisaje posible. No había segundas lecturas. Tomadas en el fragor de las batallas cotidianas, se bastaban solas porque eran inevitables y feroces.

Fue por esos años cuando él sacó su foto más famosa. Ustedes la han visto. Nadie menciona su autoría porque ha pasado a integrar cierto lugar de nuestro imaginario. Mi padre nunca habló de ella. Simplemente la tomó y la foto empezó su recorrido, adquirió vida propia. La foto es en blanco y negro. La foto es borrosa: un carabinero amenaza con un revólver a una muchacha que está en el suelo. La muchacha no se tapa la cara ni establece ninguna clase de defensa, solo mira con los ojos abiertos el arma que está a centímetro

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