Confesiones de una soltera

Paola Molina

Fragmento

#Mamá fea

Teresa es el nombre de mi mamá. Aida, mi abuela, se lo puso en honor a su tía, una mujer alta, de nariz respingada, que hablaba francés y que logró, nunca supe por qué, gran importancia política en el gobierno de González Videla. Mi abuela, por cierto, solo la veía en el diario o en el noticiario, pero el alcance de apellido era suficiente para inflar el pecho. Me recuerda a la Naty, una amiga de infancia que se creía la muerte porque Renato Munster —un galán de teleseries noventeras— era su primo en tercer grado. Ahora Renato aparece solo para la Teletón y la Naty tiene apenas ciento ochenta y dos amigos en Facebook. Un fracaso.

Lo cierto es que a Teresa la conocí vieja, porque me tuvo a los cuarenta y dos años. Una tarde, de chica, escondida bajo la mesa, la escuché peleando con mi tía Maritza —su hermana menor— por la pensión alimenticia que mi papá nunca había entregado. Mi vieja en ese momento lo defendió de mi tía, y reconoció haberse embarazado las dos veces para retenerlo, lo que nos dejaba a mi hermana y a mí como el producto de un acto desesperado de teleserie. Cuando asomé la cabeza hacia la superficie de la mesa, mi mamá pegó un grito de esos que salen cuando a una la penan. Me tomó en brazos y me retó por escuchar conversaciones de grandes. Después me puse a jugar falsamente en la pieza, y escuché que mi mamá le prometía a la tía Maritza ir al «jujao» a pedir la plata que nos correspondía.

Entrando al colegio comenzó a darme vergüenza que Teresa fuera la mamá más vieja del curso. Vi en un matinal que pude haber nacido con problemas por tamaña irresponsabilidad y, rencorosa, de púber le dije que estuve a tres horas de haber nacido Down. Se puso a llorar. Y es que era difícil respetarla como madre. Trabajaba interna cuidando ancianos con enfermedades terminales y fortunas abismales: sabía lo que debía comer la señora Carvallo, pero no cuál era mi comida favorita. Y por supuesto nunca nos fue a buscar al colegio porque, para retrasar su partida, los viejos se cagaban o descompensaban a su hora de salida. Así que después de clases, con mi hermana caminábamos solas a la casa. A menudo nos íbamos jugando al rin rin raja para hacer más corto el camino, pero en cada timbrazo deseábamos que alguien más grande nos llevara las mochilas y el cartón piedra. Al llegar, nuestra tía Maritza nos esperaba con la once servida mientras atendía el almacén que no cerraba ni para Navidad, «porque los flojos cierran», decía ella. Por supuesto, cuando cerró el negocio fue para siempre y no de floja, sino porque el progresismo puso dos supermercados en la villa.

Crecí sintiendo a mi mamá como a una abuelita lejana que te da besos y aprieta los cachetes: esa a la que tienes que correrle la cara para que no te deje marcado el rush espeso y vencido en la mejilla. Una abuelita a la que le tienes cariño, pero no le pedirías permiso para llegar tarde después del colegio. Esa autoridad pinochetesca la tenía la tía Martiza.

Luego me percaté de que mi mamá no solo era vieja, sino además fea.

Esto lo descubrí en una micro amarilla. El chofer reanudó la marcha antes de que mi hermana se bajara de la puerta trasera, entonces mi vieja fue corriendo a pegarle un carterazo por la puerta de adelante, y este buen hombre respondió «Anda a huear a otro lado, vieja fea», desatando una risa cómplice entre el resto de los pasajeros.

La palabra FEA me retumbó y, mientras mi mamá bajaba los escalones de la 379, la observé críticamente por primera vez. Sus pelos nasales vistos desde abajo, su papada tambaleante y sus arrugas de Yoda aparecían en alta definición. Iba vestida con una falda larga y negra puesta tan arriba que le afirmaba las tetas más que su propia piel, y sus zapatos de la ropa usada estaban tan gastados que anticipaban la inminente crisis asiática. Para qué decir la dentadura: perdió varias piezas después del embarazo menopáusico, así que hasta que no pudo encalillarse para pagar un dentista sonrió con la mano tapada. En ese momento, deseé que fuera como las demás mamás que veía arregladas, casi de gala, en las reuniones de apoderados. «Van a puro lucirse las viejas, como no tienen nada más que hacer», me dijo un día enojada mientras abría la cartera buscando monedas para tomar un colectivo. Entre las monedas apareció un diente de ajo. «Para la suerte», remató sin que se lo preguntara y seguimos caminando.

Por supuesto, no me daba cuenta de que en realidad Teresa cumplía un rol de proveedora propia de los papás en esa época. Los noventa nos dejaron mucho pop y pocos cuestionamientos estructurales. Mi mamá había abandonado su vida propia en pos del bienestar económico de sus hijas. Y con vida propia me refiero al tiempo de cuidado personal, a la actividad social y sobre todo a la sexual. Sospecho que después de mi papá biológico mi mamá no tuvo ninguna cachita antes de su muerte. Quizás en la desesperación haya pasado algo con don Tito, el conserje de su última paciente. Guapo no era el viejo, pero creo que se sentía como ella. Divorciado siete años antes, trabajaba en dos edificios, de lunes a lunes, para que sus hijos grandes fueran a la universidad. A mi mamá siempre le regalaba un dulce de anís y ella sonreía un poco resignada a ese único pretendiente. Me los imagino tirando con dificultad, guata contra guata, hernia contra hernia. Las canas largas del pecho de don Tito apretadas contra las pechugas lacias de mi mamá sin sostén. Y si no fue con don Tito, quizás tuvo una canita al aire con el maestro que le hizo el radier cuando le salió el subsidio. Pero mi vieja era demasiado arribista como para reconocer alguna vez un amorío con alguien de su misma clase social: tantos años trabajando con enfermos del barrio alto la hizo anhelar una realidad cómoda que se esfumaba cuando llegaba a la casa de mi tía y compartía la cama de una plaza conmigo.

Vivimos muchos años de allegadas en la casa de la tía Maritza. Mi tía dormía en la pieza matrimonial con su hija; en el living comedor dormía mi tío Luis, el tío con plata de la familia que llenaba la despensa; y en la pieza chica: yo, mi hermana y además mi tía Vero. Éramos una especie de okupa. Para mí era entretenido porque parecía pijamada, pero para sus cuerpos adultos, las duchas eran netamente funcionales y sus dedos apretados no encontraban espacio bajo las sábanas para descubrirse antes de levantarse por la mañana.

Una tarde del 2000, exactamente a las seis pm, sonó la campana del colegio como de costumbre. Con mis compañeros nos agolpamos en el hall, esperamos como reos que abrieran las rejas y rajados corrimos a la calle. Ahí la vi. Mi madre ese día fue a buscarme al colegio y me sentí como una persona normal: no me iría caminando sola a casa. La abracé. Me preguntó si quería que comprara cabritas para el camino. Asentí con la cabeza, la cola de caballo que tenía de peinado se convirtió en una cola de perro contento; y mientras mi vieja compraba en el quiosco, me acerqué a despedirme de mis compañeros.

El Camilo me preguntó si acaso la señora era mi abuela. No me atreví a decir que era mi mamá, porque ya había mentido e

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