El club de la pelea

Chuck Palahniuk

Fragmento

Índice

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Cubierta

El club de la lucha

HABÍA UNA VEZ UN LIBRO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

AGRADECIMIENTOS

Biografía

Créditos

Acerca de Random House Mondadori

HABÍA UNA VEZ UN LIBRO

Se inclina hacia delante, con el aliento oliéndole a whisky bebido directamente de la botella. Sin cerrar nunca del todo la boca. Sin abrir nunca los ojos más que a medias. Con su única mano sostiene una cuerda enrollada, de las de cáñamo de toda la vida, rubia como su pelo. Amarilla como su sombrero de vaquero. De esas cuerdas de los vaqueros, y me agita la cuerda delante de la cara mientras habla. Detrás de él, una puerta abierta deja ver unas escaleras que descienden a la oscuridad.

Es un joven de vientre plano, vestido con una camiseta blanca y botas de vaquero marrones de tacón grueso. El pelo rubio bajo el sombrero de vaquero de paja. Un cinturón con hebilla metálica grande le sostiene los vaqueros. Los brazos blancos y flacos, igual de morenos que las punteras estrechas de las botas de vaquero.

Con los ojos poblados de un bosque de venas rojas diminutas, me dice que agarre la cuerda bien fuerte y no la suelte. Y tirando de la cuerda, empieza a bajar, los tacones de sus botas de vaquero aporrean un escalón, luego el siguiente, otro golpe fuerte sobre madera en dirección al sótano oscuro. Allí, en la oscuridad, tirando de mí, con ese aliento que huele a whisky, que huele igual que la bola de algodón de la consulta del médico, ese contacto frío del alcohol de friegas en el momento antes de una inyección.

Allí, bajando otro escalón hacia la oscuridad, el vaquero dice:

–La primera regla del Tour por el Túnel Encantado es que no se habla del Tour por el Túnel Encantado.

Y yo me detengo. La cuerda sigue siendo una sonrisa flácida y caída entre nosotros.

–Y la segunda regla del Tour por el Túnel Encantado –dice el vaquero, con su aliento a whisky– es que no se habla del Tour por el Túnel Encantado.

La cuerda, la sensación de fibras trenzadas, está fuertemente retorcida y la noto suave y grasienta en la mano. Y todavía sin moverme, tirando de la cuerda hacia atrás, le digo: Eh…

Desde la oscuridad, el vaquero dice:

–¿Eh, qué?

Le digo que ese libro lo escribí yo.

La cuerda que hay entre nosotros se tensa más y más.

Y la cuerda detiene al vaquero. Desde la oscuridad, me dice:

–¿Qué escribiste?

El club de la lucha, le digo.

Y entonces el vaquero sube un escalón. Su bota golpea el peldaño, más cerca. Se inclina el sombrero hacia atrás para ver mejor y lanza su mirada en mi dirección, parpadeando deprisa. Con su fuerte aliento a whisky con cerveza, lo bastante fuerte para disparar un alcoholímetro, me dice:

–¿Había un libro?

Sí.

Antes de que hubiera la película…

Antes de que hicieran redadas en los clubes de la 4-H de Virginia por organizar clubes de la lucha…

Antes de que Donatella Versace cosiera cuchillas de afeitar a la ropa de hombre y lo llamara el «look club de la lucha». Antes de que los modelos de Gucci desfilaran por las pasarelas sin camisa, con ojos morados, llenos de hematomas y ensangrentados y con vendas. Antes de que casas como Dolce y Gabanna lanzaran su nuevo look para hombres –camisas de satén estilo años setenta con fotografías estampadas, pantalones de camuflaje y pantalones de cuero de cintura baja– en sucios sótanos de cemento de Milán…

Antes de que los jóvenes empezaran a hacerse cicatrices de besos en las manos con lejía o con Superglue…

Antes de que jóvenes de todo el mundo emprendieran acciones legales para cambiarse el nombre por «Tyler Durden»…

Antes de que la banda Limp Bizkit pusiera un banner en su página web que decía: «El doctor Tyler Durden recomienda una saludable dosis de Limp Bizkit…».

Antes de que una compañía nacional de artículos de oficina empezara a usar diseños de paquetes que incluían una pegatina de remitente «típica»: para Tyler Durden de Paper Street…

Antes de las peleas a puñetazos en discotecas de Brasil, donde había noches en que los jóvenes se peleaban a muerte…

Antes de que el Weekly Standard anunciara «La Crisis de la Virilidad»…

Antes del libro de Susan Faludi Stiffed: The Betrayal of the American Man

Antes de que los estudiantes de la Brigham Young University lucharan por su derecho a pegarse entre ellos los lunes por la noche, insistiendo que la ley mormona no prohibía en ningún lado su Club de la Lucha de Provo…

Antes de que el hijo del entonces gobernador de Utah, Mike Leavitt, fuera acusado de altercado y violación de propiedad privada por organizar un club de la lucha en una iglesia mormona…

Antes de que el periódico The Onion publicara su descubrimiento periodístico de la «Asociación de Tejedoras de Colchas», donde las ancianas se reunían en el sótano de una iglesia en busca de «acción costurera a nudillo limpio», y donde «la primera norma de la asociación de tejedoras de colchas es que no se habla de tejer colchas…».

Antes de que en Saturday Night Live emitieran el sketch «El Club de los que Luchan como Chicas»…

Antes de que me empezaran a llamar redactores jefe de periódicos y revistas, preguntándome dónde podían encontrar un club de la lucha típico cerca de donde estaban, para poder mandar a un reportero de incógnito que escribiera un artículo largo, asegurándome que no me echarían por tierra la naturaleza secreta de ninguna sección del club…

Antes de que me empezaran a llamar redactores jefe de periódicos y revistas, cagándose en mí y soltándome palabrotas porque yo insistía en que la idea misma de los clubes de la lucha no era más que un invento mío. Nada más que mi imaginación…

Antes de que en la tira cómica de la sección de política de un periódico nacional saliera «El Club de la Lucha del Congreso»…

Antes de que la Universidad de Pensilvania organizara un ciclo de conferencias donde una serie de académicos diseccionaban El club de la lucha a partir de referencias que iban desde Freud hasta la escultura en tela, pasando por la danza interpretativa…

Antes de que salieran tropecientas páginas web porno llamadas «El Club de la Lucha de Barro»…

Antes de que salieran tropecientas reseñas de restaurantes tituladas «El Club de la Trucha»…

Antes de que Rumble Boys, Inc. empezara a etiquetar sus productos de belleza masculina, gel y espuma para el pelo con citas de Tyler Durden…

Antes de que uno pudiera caminar por un aeropuerto y oír anuncios falsos por megafonía llamando a «Tyler Durden… Por favor, que Tyler Durden coja el teléfono de asistencia blanco más cercano…».

Antes de que uno encontrara grafitis en Los Ángeles, pintadas a espray que afirmaban: «Tyler Durden vive»…

Antes de que en Texas empezara a haber gente que se ponía camisetas con la inscripción: «Salvad a Marla Singer»…

Antes de una multitud de adaptaciones teatrales ilegales de El club de la lucha

Antes de que mi nevera se cubriera de fotografías que me mandaba gente desconocida, caras sonrientes y llenas de hematomas y gente peleando en rings de boxeo montados detrás de sus casas…

Antes del libro traducido a docenas de idiomas: Clube de combate y De Vechtclub y Borilacki Klub y Klub Golih Pesti y Kovos Klubas

Antes de todo eso…

Había solo un relato. No fue más que un experimento para matar el rato durante una tarde de poco trabajo. En lugar de que un personaje fuera de escena en escena de una historia, tenía que haber alguna manera de simplemente… cortar, cortar, cortar. De saltar. De una escena a otra. Sin que el lector se perdiera. Mostrar todos los aspectos de una historia pero solo el meollo de cada una. El momento central. Y luego otro momento central. Y luego otro.

Tenía que haber alguna clase de coro. Algo anodino que no atrapara la atención del lector sino que funcionara para señalar un salto a un nuevo enfoque o aspecto de la historia. Una especie de tope anodino que fuera la piedra de toque o el mojón que el lector necesitaba para no sentirse perdido. Una especie de sorbete neutral, como algo que se sirve entre un plato y el siguiente en una cena elegante. Una señal, como esa música de transición en las emisiones de radio, que anuncia el tema siguiente. El siguiente salto.

Una especie de pegamento o argamasa que mantuviera unido un mosaico de distintos momentos y detalles. Que les diera continuidad a todos y que aun así exhibiera cada momento por sí mismo evitando empotrarlo contra el siguiente.

Piensen en la película Ciudadano Kane, y en cómo los periodistas sin cara y sin nombre del noticiario crean el marco necesario para contar la historia a partir de un montón de fuentes distintas.

Eso es lo que yo quería hacer. Aquella tarde de aburrimiento en el trabajo.

Así que para aquel coro –aquel «mecanismo tradicional» escribí ocho reglas. La idea misma de un club de la lucha no era importante. Pero las ocho reglas se tenían que aplicar a algo, así que ¿por qué no a un club donde le pudieras pedir a alguien que se peleara contigo? Igual que en una discoteca le pides a alguien que baile contigo. O igual que desafías a alguien a una partida de billar o de dardos. Las peleas no eran lo importante de la historia. Lo que me hacía falta eran las reglas. Esos mojones anodinos que me permitirían describir el club desde el pasado y el presente, de cerca o de lejos, el inicio y la evolución, embutir juntos un montón de detalles y momentos, todo en el curso de siete páginas y SIN que el lector se perdiera.

Por entonces yo llevaba un tiempo con un ojo morado, souvenir de una pelea a puñetazos durante las vacaciones de verano. Ninguno de mis compañeros de trabajo me había preguntado nunca por ello, así que supuse que uno podía hacer cualquier cosa en su vida privada con tal de que te dejara tantos moretones que nadie quisiera conocer los detalles.

También por entonces yo había visto un programa de televisión de Bill Moyers que contaba que las bandas callejeras no eran más que jóvenes que se criaban sin padres, y que simplemente intentaban ayudarse entre ellos a hacerse hombres. Promulgaban órdenes y desafíos. Imponían reglas y disciplina. Recompensaban la acción. Las mismas cosas que hacen los entrenadores o los sargentos.

También por entonces las librerías estaban llenas de libros como El club de la buena estrella y Clan ya-yá y Coser y cantar. Eran todas novelas que presentaban un modelo social para que las mujeres se reunieran. Para que se sentaran juntas y contaran sus historias. Para que compartieran sus vidas. Sin embargo, no había ninguna novela que presentara un nuevo modelo social para que los hombres compartieran sus vidas.

Una novela así tendría que otorgarles a los hombres la estructura y los roles y las normas de un juego –o una tarea–, pero nada demasiado sensiblero. Tendría que presentar el modelo de una forma nueva de reunirse y estar juntos. Podría haber sido el «club de construir graneros» o el «club del golf» y probablemente habría vendido muchos más libros. Algo que no resultara amenazador.

Pero aquella tarde de poco trabajo escribí un relato de siete páginas titulado «El club de la lucha». Fue el primer relato que vendí en mi vida. Una antología titulada The Pursuit of Happiness, publicada por Blue Heron Press, me la compró por cincuenta pavos. En la primera edición, los editores, Dennis y Linni Stovall, publicaron todos los ejemplares con el título equivocado en el lomo, y el coste de reimprimirlos llevó su pequeña editorial a la bancarrota. En la actualidad han vendido todos los ejemplares. Los que salieron bien impresos y los que salieron mal. Sobre todo los compró gente que buscaba aquel relato original que después se convertiría en el capítulo 6 del libro El club de la lucha.

Solo tenía siete páginas porque mi profesor de escritura, Tom Spanbabuer, había dicho en broma que siete páginas era la longitud perfecta para un relato.

Para convertir el relato en libro, añadí todas las historias que mis amigos me podían contar. Cada fiesta a la que asistía me daba más material. Como la historia en que Mike mete trocitos de porno en películas para niños. Como la historia en que Geoff se mea en la sopa mientras hace de camarero de banquetes. Una vez un amigo mío me dijo que le preocupaba el que aquellas historias pudieran provocar que salieran imitadores, pero yo le insistí en que no éramos más que don nadies de clase obrera que vivíamos en Oregón y habíamos ido a la escuela pública. No se nos podía ocurrir nada que no estuviera haciendo ya un millón de personas.

Años más tarde, en Londres, un joven me llevó aparte antes de un acto literario. Trabajaba de camarero en un restaurante de cuatro estrellas –uno de los dos únicos restaurantes de cuatro estrellas de la ciudad–, y le había encantado que yo contara cómo el camarero ensuciaba la comida. Mucho antes de leer mi libro, él y los demás empleados ya enguarraban la comida que les servían a los famosos.

Cuando le pedí que me dijera el nombre de uno de esos famosos, él negó con la cabeza. No, no podía correr el riesgo de decírmelo.

Cuando me negué a firmarle el libro, él me hizo un gesto para que me acercara y me susurró:

–Margaret Thatcher ha comido mi semen.

Levantó una mano con los dedos extendidos y dijo:

–Por lo menos cinco veces…

En el taller donde empecé a escribir narrativa, tenías que leer tu trabajo en público. La mayor parte de las veces, lo leías en un bar o en una cafetería donde competías con el estruendo de la máquina de café. O con el partido de fútbol americano que estaban dando por televisión. Música y gente borracha que hablaba. Con todo aquel ruido y tantas distracciones, solo se llegaban a oír los relatos más escandalosos y físicos, los más oscuros y divertidos. Nuestro público de pruebas nunca habría aguantado «El club de construir graneros».

En realidad, lo que yo estaba escribiendo no era más que El gran Gatsby un poco actualizado. Era narrativa «apostólica», donde un apóstol que sobrevive cuenta la historia de su héroe. Hay dos hombres y una mujer. Y a uno de los hombres, al héroe, lo matan de un tiro.

Era una narración romántica clásica y antigua pero actualizada para competir con la máquina de café y el canal de los deportes.

Tardé tres meses en escribir aquel primer borrador, y el libro se vendió a W.W. Norton al cabo de tres días. Por un adelanto tan pequeño que nunca se lo dije a nadie. Ni a un alma. Fueron seis mil dólares. Ahora otros autores me cuentan que a eso se le llama un «precio de adiós muy buenas». Es un adelanto tan bajo que se supone que el autor se tiene que sentir insultado y largarse. Eso permite al editor quitarse el muerto de encima sin ofender a ningún subordinado suyo que quisiera adquirir el libro.

Aun así, eran seis mil dólares. Con aquello pagaría el alquiler durante un año. Así que los cogí. Y en agosto de 1996 salió un libro en tapa dura. Y hubo una gira de tres ciudades –Seattle, Portland y San Francisco–, donde no se presentaron más de tres personas en ninguna lectura. Las ventas del libro no cubrieron ni siquiera lo que me bebí en los minibares de los hoteles.

Un reseñista dijo que el libro era ciencia ficción. Otro, que era una sátira del movimiento de liberación masculina del Iron John. Otro, que era una sátira de la cultura del hombre de negocios. Algunos dijeron que era un libro de terror. Nadie dijo que fuera una historia romántica.

En Berkeley, un entrevistador de la radio me preguntó: «Después de escribir este libro, ¿qué nos puede decir sobre el estatus de la mujer americana en el mundo de hoy en día?».

En Los Ángeles, un profesor universitario dijo en la Nacional Public Radio que el libro era un fracaso porque no abordaba la cuestión del racismo.

En un avión de regreso a Portland, un azafato de la línea aérea se me acercó y me pidió que le dijera la verdad. Su teoría era que el libro en realidad no trataba de luchas para nada. Insistió en que en realidad trataba de los gays que miran cómo unos follan con otros en las saunas públicas.

Yo le dije que sí, que por qué no. Y él me dio copas gratis durante el resto del vuelo.

Otros reseñistas se lo cargaron. Oh, dijeron que era «demasiado oscuro». Demasiado violento. Demasiado estridente y chillón y dogmático. Les habría encantado «El club de construir graneros».

Pese a todo, ganó el premio Pacific Northwest Booksellers de 1997, y el Oregon Book de 1997 a la mejor novela. Un año más tarde, en el bar literario KGB del sur de Manhattan, se me presentó una mujer. Era la presidenta del jurado del premio de Oregón, y me dijo que había tenido que luchar con uñas y dientes para convencer a los demás miembros. Que Dios la bendiga.

Un año más tarde, en el mismo bar se me presentó otra mujer que me dijo que iba a diseñar el pingüino animado por ordenador para la película de El club de la lucha.

Luego llegaron Brad Pitt y Edward Norton y Helena Bonham Carter.

Desde entonces me han escrito miles de personas, la mayoría para darme las gracias. Por escribir algo que hizo que su hijo empezara a leer otra vez. O su marido. O sus alumnos. Otros me escribieron un poco enfadados, diciendo que la idea de los clubes de la lucha la habían inventado ellos. En campos de instrucción militar. O en campos de trabajo de la época de la Depresión. Se habían emborrachado y se habían pedido los unos a los otros: Pégame. Tan fuerte como puedas…

Siempre ha habido clubes de la lucha, dicen. Y siempre habrá clubes de la lucha.

Los camareros siempre se mearán en la sopa. La gente siempre se enamorará.

Ahora, siete libros más tarde, todavía hay hombres que me preguntan dónde pueden encontrar un club de la lucha cerca de su casa.

Y sigue habiendo mujeres que me preguntan si hay algún club donde puedan pelear entre ellas.

Pero esta es la primera regla del club de la lucha: «No hay nada que se le pueda ocurrir a un don nadie de clase obrera de Oregón que ha ido a la escuela pública que no haya hecho ya un millón de billones de personas…».

En las montañas de Bolivia, un sitio donde el libro no se ha publicado todavía, a miles de millas del vaquero borracho y de su Tour por el Túnel Encantado, todos los años la gente más pobre se reúne en las aldeas de montaña de los Andes para celebrar el festival del «Tinku».

Allí, los campesinos se parten la cara a ostias. Borrachos y ensangrentados, se lían a puñetazo limpio, mientras cantan: «Somos hombres. Somos hombres. Somos hombres…».

Los hombres se pelean con los hombres. A veces, las mujeres se pelean entre ellas. Se pelean igual que llevan siglos haciéndolo. En su mundo, con pocos ingres

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