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Raymond Chandler

Fragmento

cap-1

1

La voz que salía del teléfono tenía un tono chillón y perentorio, pero no conseguía entender bien lo que decía, en parte porque aún estaba medio dormido y en parte porque estaba sosteniendo el auricular al revés. Le di la vuelta a tientas y gruñendo.

—¿Me oye? Le he dicho que soy Clyde Umney, el abogado.

—¿Clyde Umney, el abogado? Creía que había varios.

—Usted es Marlowe, ¿no?

—Sí, eso creo.

Miré mi reloj de pulsera. Eran las seis y media de la mañana. Sin lugar a dudas, aquella hora no era la más adecuada para hablarme.

—No sea tan descarado conmigo, joven.

—Lo siento, señor Umney, pero no soy ningún joven. Más bien un viejo, cansado y con una necesidad urgente de café. ¿En qué puedo servirle?

—Quiero que vaya a la estación de trenes a esperar el Super Chief, a las ocho en punto, para identificar a una joven entre los pasajeros. Deberá usted seguirla hasta que se detenga en alguna parte. Entonces me lo comunicará. ¿Está claro?

—No.

—¿Por qué no? —estalló.

—No sé lo suficiente del caso para estar seguro de que deba aceptarlo.

—Soy Clyde Um...

—No lo repita —le interrumpí—. Puede darme un ataque nervioso. Limítese a referirme los hechos básicos. Quizá le convenga más dirigirse a otro investigador. No he pertenecido nunca al FBI.

—¡Ah! Mi secretaria, la señorita Vermilyea, pasará por su oficina dentro de media hora. Ella le facilitará la información que precisa. Es muy eficiente. Espero que usted también lo sea...

—Mi eficiencia aumenta cuando he desayunado. Que venga aquí, ¿quiere?

—¿Dónde es aquí?

Le di las señas de mi domicilio, en Yucca Avenue, y le indiqué cómo llegar.

—Muy bien —dijo refunfuñando—. Pero deseo que quede bien clara una cosa: la chica no debe darse cuenta de que la siguen. Eso es muy importante. Estoy actuando en nombre de una importantísima sociedad de abogados de Washington. La señorita Vermilyea le anticipará algo para gastos y le entregará un anticipo de doscientos cincuenta dólares. Cuento con un alto grado de eficiencia por su parte. Bien, no perdamos el tiempo charlando.

—Lo haré lo mejor que pueda, señor Umney.

Colgó el aparato. Me levanté con esfuerzo de la cama, me di una ducha y me afeité. Estaba metiendo la nariz en la tercera taza de café cuando sonó el timbre de la puerta.

—Soy la señorita Vermilyea, la secretaria del señor Umney —dijo con voz un tanto coqueta.

—Pase, haga el favor.

Era toda una señorita. No llevaba sombrero. Su impermeable era blanco, con cinturón; sus cabellos, de tono platino, muy bien ordenados; los botines hacían juego con el impermeable; el paraguas, de plástico, plegable; y sus ojos, de color gris azulado, me contemplaban fijamente, como si acabara de decir una palabra fea. La ayudé a quitarse el impermeable y ella me dirigió una amable sonrisa. Tenía un par de piernas que, hasta donde me era posible ver, no resultaban nada desagradables. Llevaba unas medias color de noche que estuve admirando con profundo interés, sobre todo cuando cruzó las piernas y tendió hacia mí su cigarrillo para que le diera lumbre.

—Christian Dior —aclaró, adivinando lo que resultaba evidente que yo estaba pensando—. Nunca llevo de otra marca. ¿Puede hacer el favor de darme fuego?

—Pues hoy lleva usted muchas más cosas —respondí, al tiempo que prendía el encendedor.

—No me gusta mucho que me hagan insinuaciones tan temprano.

—¿A qué hora le parece mejor, señorita Vermilyea?

Sonrió con acritud, rebuscó en su bolso y me tendió un sobre.

—Creo que aquí encontrará usted todo lo que necesita.

—Bueno... Creo que todo no...

—Pues arrégleselas con eso, imbécil. Estoy perfectamente enterada de quién es usted. ¿Por qué cree que le eligió el señor Umney? No fue él. Fui yo. ¡Y a ver si deja de mirarme las piernas de una vez!

Abrí el sobre. Dentro había otro, cerrado, y dos cheques a mi nombre. Uno de doscientos cincuenta dólares, en el que se leía: «Anticipo a deducir de sus honorarios por servicios profesionales». Y otro de doscientos, que decía: «Anticipo a Philip Marlowe para los gastos precisos».

—Tendrá que pasarme la cuenta de lo que gaste, con todo detalle —dijo la señorita Vermilyea—. Y pague de su bolsillo lo que beba.

El otro sobre no lo abrí. No todavía.

—¿En qué se funda el señor Umney para creer que voy a aceptar un caso del cual no sé nada?

—Lo aceptará usted. No se le pide que haga nada indebido. Le doy mi palabra.

—¿Y qué más?

—Bueno... Eso podríamos discutirlo una tarde que no esté muy ocupada, mientras tomamos algo.

—Me ha comprado usted.

Abrí el segundo sobre. Contenía la foto de la chica en cuestión. La postura sugería sencillez natural o muchísima experiencia para posar ante la cámara. Poseía una cabellera oscura que bien podía ser rojiza, una frente amplia y despejada, unos ojos graves, unos pómulos salientes, una nariz de aletas nerviosas y una boca que no dejaba traslucir nada. El rostro, de óvalo finamente dibujado, reflejaba una expresión tensa e insatisfecha.

—Dele la vuelta —dijo la señorita Vermilyea.

En el dorso, en caracteres mecanografiados, se leía:

Nombre: Eleanor King. Estatura: un metro sesenta. Edad: unos veintinueve años. Cabello de color castaño oscuro tirando a rojizo, espeso y rizado de forma natural. Porte erguido. Voz de tonalidad grave. Elegante, pero sin alardes ostentosos. Maquillaje discreto. Sin cicatrices a la vista. Ademanes característicos: mover los ojos sin girar la cabeza cuando entra en una habitación y rascarse la palma de la mano derecha cuando está inquieta. Es zurda, pero tiene propensión a ocultarlo. Juega bien al tenis, nada y bucea admirablemente. Resistente al alcohol. No ha sufrido ninguna condena, pero está fichada.

—¿Estuvo a la sombra? —pregunté, alzando la vista hacia la señorita Vermilyea.

—No poseo otra información que esta. Limítese a seguir las instrucciones.

—¿No usa otro apellido, señorita Vermilyea? A los veintinueve no cabe duda de que un bomboncito como este debe de haberse casado ya. Y no se hace mención de ningún anillo de casada, ni de otras joyas. Eso me da qué pensar.

Ella echó una ojeada a su reloj.

—Será mejor que siga pensando en Union Station. No le queda mucho tiempo.

Se levantó y la ayudé a ponerse el impermeable. Luego le abrí la puerta.

—¿Ha venido en su coche?

—Sí.

Cuando ya tenía medio cuerpo fuera se volvió.

—Hay una cosa que me gusta de usted: no tiene las manos largas. Y sus modales son agradables... en cierto modo.

—¡Las manos largas! Eso resulta terriblemente explícito.

—Y hay una cosa que no me gusta de usted. A ver si la adivina.

—Lo siento. No tengo la menor idea... salvo que a algunos les molesta que viva.

—No me refiero a eso.

La acompañé mientras bajaba la escalera y le abrí la portezuela del coche. No era casi nada: un Fleetwood Cadillac. Me dirigió un leve saludo con la cabeza y se deslizó cuesta abajo.

Subí e introduje en la maleta unas c

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