Frontera sur

Guillermo Parvex

Fragmento

Todo se desploma

TODO SE DESPLOMA

Veinticuatro años antes, la calurosa mañana del viernes 20 de febrero de 1835, Pedro José Bórquez Valencia se había levantado con un mal presentimiento. Bebió con desgano su jarrón de café con leche y apenas pellizcó unos granos de uva de la frutera. Su madre, María Dolores, le insistió para que comiera al menos una hogaza de pan con huevos revueltos.

—Hijo, tendrás una dura jornada, aliméntate mejor. Recuerda que hoy llega el buque de Valparaíso con las mercancías que has solicitado.

Pedro estaba por cumplir los veintidós años. A los diecisiete había asumido los negocios de su padre, luego de que este fuera asesinado por salteadores que, según algunos allegados de la familia, eran mapuche venidos del otro lado del Biobío.

La familia Bórquez poseía una imponente casona a pocas cuadras de la catedral de Concepción y tres grandes almacenes donde expendían a comerciantes y a particulares herramientas, vestuario, perfumes, armas, telas y hasta finos muebles de origen peruano y europeo. Era posiblemente uno de los comercios más importantes de la ciudad.

Mientras bebía el café de higo, Pedro pensaba sobre las tremendas responsabilidades que había asumido al fallecer su padre, transitando bruscamente de una temprana adolescencia a asumir el rol de jefe de su familia, encargándose de los negocios y haciéndose responsable de su madre y de su hermana Mercedes, ahora de diecisiete años.

—Me voy, madre, se me hace tarde y las campanas de la iglesia ya dieron las nueve de la mañana. No me esperen a almorzar porque después de abrir los almacenes iré a Talcahuano a tramitar el desembarque de las mercancías.

La señora María Dolores, como era su costumbre, lo abrazó y luego de darle un beso en la mejilla le otorgó su bendición para que tuviera un buen día.

—Hijo, no te afanes tanto en el trabajo. Lo has hecho siempre en forma muy responsable desde que te hiciste cargo al morir tu padre, pero debes también disfrutar tu juventud.

—¿Dónde está mi hermana Mercedes? —preguntó Pedro.

—Manuela le está lavando su cabellera. Yo te despido de ella —dijo la mujer.

Enseguida el joven se encajó su alto sombrero de pelo negro, y se puso su chaleco de brocado con un cuello alto de terciopelo negro. Siempre usaba estas tenidas formales y elegantes, que le otorgaban distinción y una edad mayor a la que realmente tenía. Era un joven alto y de contextura musculosa, de ojos azul intenso. Su cabellera crespa y castaña le daban un aire europeo y a todas luces resultaba muy atractivo para las mujeres. Pero aún no había asumido ningún compromiso sentimental que pudiera catalogarse como serio.

El sol pegaba fuerte no obstante la hora, y se dirigió hacia los almacenes ubicados en la calle del Comercio, situados a ocho cuadras de su casa. Mientras caminaba mucha gente lo saludaba ya que era un reconocido comerciante. Distraídamente observaba la ciudad, en pleno movimiento esa mañana de viernes.

Pasó a una tabaquería a comprar un ejemplar del periódico El Faro que, aunque llevaba casi dos años de circulación, seguía siendo el primer y único impreso que se editaba en Concepción. Sus directores eran el sacerdote argentino Pedro Nolasco Caballero y el médico francés Luis Boché.

Pedro los conocía a ambos, ya que el doctor Boché era el médico de la familia y el padre Caballero había sido su profesor en el Instituto Literario, del cual era rector, establecimiento educacional que funcionaba en las dependencias del convento de La Merced.

La ciudad, que muchos denominaban La Perla del Sur, ya bullía de frenética actividad. Las tropillas de burros de los aguadores entregando el vital líquido a quienes no poseían una noria en su propiedad; los lecheros de retorno al campo tras la venta matinal; carretas cargadas con leña o carbón para abastecer las cocinas de las residencias y los funcionarios públicos caminando en forma apresurada hacia la Intendencia.

Concepción poseía en esa época algo más de diez mil habitantes y la urbe —al igual que Santiago o Valparaíso— tenía un casco céntrico con gran estilo, en el que destacaban la imponente catedral, frente a la Plaza Mayor, que ahora denominaban Plaza de la Independencia, por haber sido Concepción donde el 1 de enero de 1818 se hizo la primera ceremonia de proclamación de la independencia de Chile. La gran explanada estaba circundada por el edificio de la Intendencia y varias construcciones sólidas de uno y dos pisos, en las que había tiendas de telas, una botica, confiterías, restaurantes, oficinas de abogados, escribanías, elegantes sastrerías, sombrererías y un par de consultas de médicos.

Luego se expandía un segundo anillo, que podría denominarse residencial, en el que vivían las familias más acomodadas y, a medida que las callejuelas se iban alejando del centro, las construcciones eran más modestas y se mezclaban viviendas con negocios de provisiones, carpinterías, talabarterías y talleres de forja.

A lo lejos, Pedro Bórquez vio que los empleados ya habían abierto los portones de sus almacenes, lo que lo llevó a desviarse para pasar al edificio de gobierno, ya que tenía pendiente una conversación con el coronel Ramón Boza, quien subrogaba al intendente titular, Joaquín Prieto Vial.

Pedro subió ágilmente las escalinatas de la Intendencia y el guardia, tras saludarlo, le señaló que el coronel estaba en su despacho.

—Buenos días, don Ramón, ¿cómo está su salud y cómo marcha nuestra querida Concepción? —saludó.

—Mi estimado Pedro, me tienes que disculpar por haberte hecho llamar, pero tengo que pedirte un gran servicio y no he tenido el tiempo necesario para ir a tu negocio —afirmó el coronel Boza—. Mi mujer me insiste todos los días para que le compre un par de arrimos de madera. Pero no es nada de sencillo el encargo, ya que los quiere enchapados en caoba americana y, más encima, con adornos de metal bronceado y cubiertas de mármol blanco. Sé que ese diseño es muy rebuscado, pero quiero darle en el gusto. Encárgalo a Valparaíso o donde fuera... no importa si llega el año próximo.

Pedro, riéndose, le dijo que en el buque que ayer había atracado a Talcahuano venía mobiliario de ese estilo y que, si todo marchaba bien, el próximo lunes tendría esos muebles en su negocio, por lo que la espera sería muy breve.

—Discúlpeme, coronel, ya que lo suyo está solucionado debo irme para ver mis quehaceres. Será un placer verlo en mi comercio el lunes o martes de la próxima semana y cerrar el negocio y, por favor, dele mis saludos a su mujer.

Caminó rápidamente la escasa distancia que le faltaba para llegar a sus bodegas y luego de saludar a los empleados entró a su despacho a revisar las cuentas y, lo que más le interesaba, el manifiesto de la carga que venía consignada para él en el velero que en la víspera había anclado en Talcahuano.

Dejó algunas instrucciones a sus empleados y se encaminó al último patio donde estaban las pesebreras d

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