El invierno en tu rostro

Carla Montero

Fragmento

cap

Para ti, que has sentido en tu rostro el invierno,
y que has visto
las nubes de nieve entre la niebla
y copas de
olmos negros entre estrellas heladas,
será la primavera un tiempo
de cosecha.

JOHN KEATS

Yo sé que mi destino está ya escrito

allá, entre las nubes, en lo alto;

a quienes yo protejo en nada estimo,

odio no guardo a quienes combato.

 

Mi país es el Cruce de Kiltartan,

y en Kiltartan son pobres mis paisanos,

ningún cambio podrá arrancarles nada,

o los hará más felices que antaño.

 

Ni la ley ni el deber me hizo luchar,

ni hombres públicos ni multitudes,

un solitario y placentero afán

me empujó a este tumulto entre las nubes.

 

En el recuerdo todo, equilibrado,

con el futuro no gasto saliva,

bastante gasté ya con el pasado:

esta vida, esta muerte equilibra.

 

WILLIAM BUTLER YEATS,
«Un aviador irlandés prevé su muerte»

cap-1

PRÓLOGO

Octubre de 1990

Cráneos. La forma definida de los huesos bajo la piel de pergamino, transparente. Unas cuencas vacías la observan, suplican. Fantasmas en blanco y negro. Huele a pólvora y a sangre. Los rusos borrachos gritan canciones desafinadas que no puede entender. Están cerca, muy cerca. Ojos orientales y bocas podridas; aliento de vodka. La amenaza de un fusil y obscenidades a la cara. Na kaleni, Fashistakaia Suka! «¡Arrodíllate, fascista hija de perra!»

Se despertó sobresaltada. Sudaba a pesar de que la manta se había deslizado hasta el suelo y el aire fresco le rozaba la piel. Tardó unos segundos en reconocer las siluetas familiares de su dormitorio y en recobrar el ritmo pausado de la respiración. Por una rendija de las contraventanas se colaba un rayo de luz cenicienta. La luz del amanecer incipiente.

Ya no podría volver a conciliar el sueño, lo sabía. Abandonó la cama sigilosamente. El suelo frío en las plantas de los pies la ayudó a despabilarse. Al dar el primer paso, herrumbroso como el de un juguete oxidado, notó la punzada de un dolor indefinido en la cadera. Sólo esperaba que no fuera un aviso de ciática; cuando la condenada se instalaba en la pierna, no había manera de desalojarla.

El crujido de los escalones alertó a Lazlo; el viejo setter dormitaba junto a la chimenea apagada. Como todas las mañanas, la recibió al pie de las escaleras con un movimiento frenético de la cola y sin parar de hocicar entre sus ropas. Ella le acarició el pelaje de bronce y le prometió una de esas galletas para perros que Pablo le traía de la ciudad.

En la cocina abrió la ventana para que entrase la mañana gris y fresca y el piar de los pájaros más madrugadores. Se arrebujó en el enorme chal de lana y puso la cafetera al fuego. El simple aroma del café llenó la casa de vida y su cuerpo de energía; aquél era el olor del hogar. Se bebió la taza de siempre, pausadamente, repasando los escasos quehaceres que le deparaba el resto del día. Lazlo, que nunca tenía suficiente con una sola galleta, lamía con insistencia las baldosas en busca de migas. En realidad, mataba el tiempo mientras esperaba a que su dueña estuviese preparada para el paseo matutino.

Tenía por costumbre lavarse la cara con jabón de rosas y agua fría, recogerse la melena cana en un moño pulcro sobre la nuca y vestirse rápidamente con cualquier prenda cómoda. Después, abría la puerta de la calle y miraba al cielo. Aquel día escogió del perchero un impermeable, aunque descartó el paraguas. No le gustaban los paraguas, prefería sentir la lluvia fina en el rostro. Nunca le había importado mojarse; después de todo, era sólo agua.

Lazlo aguardó impaciente a que abriera la cancela, después se abalanzó a la carretera serpenteando por los arcenes, varios pasos delante de ella. El animal se sabía bien el recorrido, el mismo de todos los días desde hacía años: por entre los pastos hasta la ermita, bordeando el río y el cementerio. Harían una breve parada sobre el puente, a escuchar y a husmear el aire. El sonido del torrente y el del ganado que subía hacia las montañas; el cuco a lo lejos. El aroma a tierra húmeda y a leña quemada, a bosque de hayas desperezándose. Para entonces, Lazlo ya habría orinado un par de veces en sus rincones favoritos, habría jugueteado con unos cuantos palos y, con suerte, se habría desayunado un escarabajo.

Al cabo, enfilaban camino al pueblo colgado de la colina, trepando por las calles adoquinadas, cubiertas de rocío brillante como una capa de barniz. Pasaban frente a la iglesia románica y las arcadas de su atrio justo en el momento en que las campanas tañían las ocho en punto. Y, en el silencio con ecos de la última campanada, se detenían delante de una pequeña lápida acurrucada contra uno de los muros del templo.

En la piedra blanca, una fecha y tres nombres franceses grabados en negro. A sus pies no yacía ninguna tumba.

No había forastero que no se preguntara por la historia de aquella peculiar conmemoración, aparentemente tan fuera de lugar. Y don Telmo, el párroco, tenía a bien contarla siempre que se le presentaba la ocasión.

Pero ella no. A Lena no le gustaba hablar de la historia de los aviadores franceses. Era algo demasiado personal, casi íntimo. Un recuerdo que atesoraba como una joya. Y es que allí empezó todo. El principio de unas vidas paralelas como las vías del tren.

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cap-2

PRIMERA PARTE

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