O´Higgins. Una novela.

Enrique Inda

Fragmento

1

Tras invadir Rusia, Napoleón contaba con seiscientos cincuenta mil hombres, de los cuales cuatrocientos mil eran franceses y doscientos cincuenta mil eran de otros países. Con ellos lanzó una ofensiva derrotando a ejércitos integrados por Prusia, Rusia, Reino Unido, España y Portugal, pudiendo controlar parte de Alemania. Breve fue la campaña, pues el otrora poderoso emperador sufrió una severa derrota en Leipzig, entre el 16 y el 19 de octubre de 1813. Obligado a defender las fronteras francesas, retiró tropas de España, dejando indefenso a su hermano José, quien había reinado decorosamente apoyado por la oligarquía económica, una parte del aparato burocrático y la minoría ilustrada. A esos sectores los unía el liberalismo y el progreso. «El monarca intruso» firmó decretos y manifiestos que por primera vez incluían las palabras libre, libertad y liberal.

Si bien la combatividad del pueblo español nunca disminuyó durante el reinado del intruso, fueron las barbaridades cometidas por los franceses las que exacerbaron el odio hacia ellos, y la lucha para expulsarlos se convirtió en una cruzada de acciones heroicas. Napoleón Bonaparte había subestimado el ímpetu de ese pueblo y creyó que para someterlo bastaban tropas poco experimentadas.

El ejército napoleónico estaba preparado para grandes batallas, pero no para enfrentar un enemigo que lo atacaba simultáneamente en varios lugares, con acciones rápidas. Este tipo de lucha era ejecutada por grupos de paisanos organizados, en los que participaban jóvenes y viejos a los que se sumaban mujeres, niños y clérigos comandados por militares que se habían incorporado a la guerrilla tras sufrir derrotas en batallas convencionales. Recurrían a todo: organizaban emboscadas, envenenaban caballos, construían trampas y usaban cualquier arma para combatir, incluso garrochas para marcar y derribar toros. Los guerrilleros conocían el terreno permitiéndoles atacar y replegarse con facilidad, obligando a que las tropas francesas estuvieran permanentemente alerta, muchas noches en vela y padeciendo la desesperación de sus mandos. La guerra se desarrollaba en medio del hambre, peste considerada peor que la muerte. Mujeres, ancianos y niños mendigaban comida y se llegó a estimar que en 1812, bautizado como el año del hambre, alrededor de veinticinco mil personas habían muerto en Madrid por inanición.

José I sabía que dejar Madrid era el final de su reinado, y al no tener otra opción abandonó la capital española el 17 de marzo. Tras un repliegue lento y con tropas desmejoradas entró en Valladolid el primero de junio. José I decidió enfrentar a sus perseguidores: el disciplinado ejército inglés al mando del general y marqués Arthur Wellesley. La derrota de las fuerzas del rey intruso fue completa. Ese día en Vitoria, cuando comenzaba el solsticio de verano, el hermano mayor del emperador francés dejó de ser rey de España.

La guerra terminó con la tragedia de una confrontación dilatada: ciudades arrasadas, industrias destruidas y gran cantidad de tesoros llevados a Francia por los mariscales. Ochocientos cincuenta mil españoles y trescientos mil franceses muertos, sin contar a ingleses, polacos y lusos. Se habían registrado cerca de quinientas batallas, todas libradas en suelo español.

El 12 de noviembre el príncipe Fernando, recluido en el palacio de Valencay, recibió una nota de Napoleón escrita en Saint-Claude manifestando que «las circunstancias en las que se encuentra el Imperio y su política le hacían desear acabar de una vez con los asuntos de España».

El 11 de diciembre se firmó el Tratado de Valencay, con la claudicación de Bonaparte y la libertad del deseado y amado Fernando tras seis años de cautiverio. En sus primeros contactos con la Regencia, el hijo de Carlos IV y María Luisa de Parma entendió que a su regreso debía resolver qué sistema monárquico prevalecería: el con las reformas de Cádiz o el que prescindiera de ellas.

El virrey del Perú había obtenido dos victorias sobre el ejército de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Una de ellas en Vilcapugio y la otra en la pampa de Ayohuma. Las dos en el Alto Perú entre octubre y noviembre del año recién pasado de 1813, y en ambas las fuerzas realistas comandadas por Joaquín de la Pezuela habían derrotado a las dirigidas por Manuel Belgrano, quien debió replegarse con sus hombres hacia el sur.

Este respiro permitió que el virrey Abascal pusiera su atención en Chile. Informado de la ventaja de sus tropas y de las impericias de su enemigo, envió refuerzos al mando del brigadier español Gabino Gaínza, carente de antecedentes militares destacables, pero que gozaba de ventajosa posición social: la cruz de caballero de la orden de San Juan y desde hacía casi tres años comandaba el regimiento Real de Lima.

Gaínza se embarcó en la corbeta Sebastiana con doscientos hombres del regimiento de infantería de Lima, cuatro piezas de artillería, algunos pertrechos y buena cantidad de dinero, joyas y especies de fácil venta. Como auditor de guerra lo acompañó un letrado de treinta y cinco años que había nacido en Chillán y estudiado en Lima donde obtuvo el título de doctor en leyes civiles y canónicas. Había desempeñado la cátedra de derecho y por esos días oficiaba de notario mayor del arzobispado. Su nombre era José Antonio Rodríguez Aldea.

El último día del mes de enero, tras navegar treinta días, desembarcaron en el puerto de Arauco, donde se sumaron a un batallón de seiscientos infantes enrolados en Chiloé. Gaínza convocó a los indígenas comarcanos y celebró un parlamento para solicitarles apoyar la causa del rey y sumarse a sus tropas. Distribuyó barricas con aguardiente y a cada uno de los caciques entregó un bastón y una medalla de plata con la imagen de Fernando VII. Días más tarde viajó a Chillán encabezando su ejército que ascendía a casi ochocientos hombres y catorce días después ingresó en esa villa sin encontrar dificultades en el camino. Fue recibido con salvas de artillería y manifestaciones a la altura de su rango. El coronel Sánchez, a quien el virrey consideró incompetente para continuar dirigiendo la campaña, hizo entrega del mando sin proferir queja, pero herido en su amor propio. Antes de iniciar las operaciones, Gaínza se reunió con el grueso de su ejército que acampaba en Quinchamalí, sitio donde se juntan los ríos Itata y Ñuble. Fue recibido aparatosamente y su primera instrucción fue despachar cien hombres de caballería bajo las órdenes de Lantaño para impedir la comunicación entre las tropas de la división del ejército auxiliar mandado por Mackenna y las del ejército insurgente establecidos en la capital penquista.

2

La situación de O’Higgins no podía ser peor. Estaba en Concepción aislado por mar y prácticamente incomunicado por tierra. Escaseaban los alimentos y quienes vendían animales no se acercaban a la ciudad porque ahí no tenían cómo pagarles. El general en jefe solicitaba dinero a Santiago, el vecindario no ayudaba pues no tenía cómo y el comercio

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