Lord Cochrane y la hermandad de las catacumbas

Gilberto Villarroel

Fragmento

Prólogo. Las Catacumbas de París. 1826

Prólogo

Las Catacumbas de París

1826

Apenas le quitaron la venda, Jean-Baptiste Dallier abrió los ojos con la esperanza de identificar el lugar en el cual lo habían encerrado sus captores. Estaba muy cansado tras tantos días de golpes y otras torturas. Lo primero que vio fueron sus pies desnudos, cubiertos de llagas, y sus pantalones, sucios a tal punto que era imposible identificar el color original de la tela. Manchas de polvo, orina, excrementos y sangre se mezclaban en un collage siniestro que, de seguro, debía oler muy mal, aunque después de tantos días de fatigas y privaciones había dejado de preocuparse por ese tipo de detalles, sobre todo porque era incapaz de sentir algo más que dolor.

Pero esta vez fue distinto. Todos sus sentidos se mantenían en alerta, porque sabía que algo importante estaba por ocurrir. Había estado encerrado durante dos semanas en el sótano de una iglesia, luego lo habían engrillado y empaquetado como a un fardo de ropa, lo habían cargado en el baúl de un carruaje y lo habían sacado media hora más tarde en las mismas condiciones, como si fuese un bulto. No sintió el calor del sol. Calculó que ya era de noche y que estaban en algún lugar solitario. Lo bajaron con cuerdas a través de un hoyo, diez o veinte metros, no sabría decir cuánto, hasta que se golpeó contra el suelo, que sintió cubierto de gravilla. Luego, lo cargaron entre dos soldados —porque sus captores eran soldados, eso lo tenía muy claro— y lo llevaron a través de un túnel.

El aire en aquel lugar subterráneo era tibio, más temperado que en la superficie. Escuchaba el sonido de gotas de agua que escurrían desde el techo, quizás debido a la humedad, quizás debido a filtraciones. Las gotas no caían directamente sobre el suelo, algo se interponía en su camino. Se escuchaban crujidos similares a los de ramas secas.

Los soldados le levantaron los brazos y engancharon sus grilletes a una pilastra. En la misma columna, por encima de su cabeza, pusieron una antorcha. Luego, le quitaron la venda y su mentón, debido al cansancio, se hundió en su pecho. Se quedó en esa posición, mirándose los pies. Escuchó irse a los soldados caminando de regreso a través del túnel. Sus botas hacían eco sobre la gravilla. Pero no se atrevía a levantar la vista, porque sabía que no estaba solo. «Él» estaba ahí. Alcanzaba a ver dos botas negras de montar frente a sus pies desnudos y sabía que El Coronel —como lo llamaban sus hombres— seguía a su lado y lo estaba observando.

Jean-Baptiste era un hombre inteligente y comprendía que si lo habían encadenado y que si El Coronel se había quedado a solas con él, no era más que para despedirse. Y eso significaba que no tenía escapatoria: había llegado hasta el final del camino. ¿Lo mataría con su espada, que manejaba tan bien? ¿O con alguno de los puñales con que lo había torturado? ¿Lo dejaría morir de hambre en aquel lugar abandonado?

El Coronel agarró con fuerza su pelo, le levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Jean-Baptiste vio su sombrero negro, sus ojos de ave de rapiña, su sonrisa torcida y estuvo seguro de que aquel hombre, si podía llamársele así, estaba disfrutando intensamente ese momento. Sintió asco. El Coronel tal vez adivinó sus pensamientos, porque de inmediato la sonrisa se le borró y lo soltó. Jean-Baptiste apoyó nuevamente su mentón sobre el pecho, cerró los ojos y se preparó para lo peor.

Vive l’Empereur! —gritó, con las últimas energías que le quedaban.

Pero no pasó nada. El Coronel dio media vuelta y, al igual que los soldados, también se fue. Sus pasos se perdieron a través del túnel.

Aprovechando la luz que emitía la antorcha, Jean-Baptiste levantó la cabeza y paseó la mirada a través del lugar. Era una habitación circular, excavada en la roca viva. Los muros parecían tener muchos agujeros. Tuvo que forzar la vista para descubrir que los agujeros eran las cuencas vacías de los cráneos de docenas, cientos de esqueletos que se amontonaban, perfectamente apilados, desde el suelo hasta el techo. Era una intrincada armazón en la cual las cabezas se sostenían, alineadas en varias capas, sobre una base de ramas secas. No, no eran ramas. Miró de nuevo. Eran huesos, porosos y amarillentos restos humanos, lo que servía de sustento a aquella trama macabra.

Gracias a esta aterradora visión, Jean-Baptiste supo que estaba en las Catacumbas de París.

La habitación circular estaba atravesada por un pasillo que, por ambos lados, conectaba con el interior de las catacumbas. Al centro había un pozo, cuyos bordes de piedra sobresalían casi un metro y medio por encima del suelo.

Jean-Baptiste recordaba haber escuchado hablar sobre las catacumbas, aunque nunca antes había descendido hasta ellas. Pero era la primera vez que se enteraba de la presencia de un pozo en aquel lugar. Se preguntó si aún tendría agua, quién lo habría construido y para qué.

Escuchó un chapoteo, pero el sonido venía de muy lejos, como si el pozo fuese muy profundo y el agua estuviese docenas de metros más abajo. Luego oyó una respiración pesada y el sonido metálico de varias herramientas —eso creyó él— que golpeaban por dentro las paredes de piedra de la antigua perforación. Por un momento pensó que se trataba de un cantero —porque había escuchado que las catacumbas fueron, en su origen, canteras— y tuvo la esperanza de que sería rescatado. Pero rápidamente desechó aquella idea. ¿Quién podría estar trabajando de noche en aquellos laberintos y sin el apoyo de otros compañeros? Tampoco veía cuerdas o maderos que sirviesen de escalera para salir del pozo. Pero el chirrido sobre las piedras se oía cada vez más cercano y quienquiera que fuese el que se acercaba, hacía un gran esfuerzo para abrirse camino a través de la parte vacía del pozo hasta la superficie.

Una sombra golpeó con fuerza la reja que cerraba el pozo. Sí, había una reja circular, pero los soldados de El Coronel habían tomado la precaución de dejarla sin llave poco antes de irse. Gracias a eso, el visitante asomó una mano por entre los barrotes y comenzó a levantarla. Fue entonces cuando Jean-Baptiste descubrió que el recién llegado no llevaba ningún tipo de equipamiento consigo. Ni vestimenta alguna.

Incluso antes de que su mente comprendiese lo que iba a ocurrir, su instinto lo había hecho gritar. Mientras crecía el volumen de sus desesperados alaridos, lo vio salir del pozo y, bajo la luz de la antorcha, Jean-Baptiste confirmó su peor sospecha.

No eran herramientas lo que el extraño tenía en las manos.

Eran garras.

Primera parte. Lord Cochrane en el Louvre. París, 1826