El rag del armagedón

George R.R. Martin

Fragmento

El rag del Armagedón

Uno

Those were the days, my friend

We thought they’d never end

—“Those Were the Days”, Mary Hopkin

No era uno de los mejores días en la vida de Sandy Blair. Su agente pagó la cuenta de la comida, sí, pero eso sólo compensaba un poco de la molestia que le provocó a Sandy por su insistencia con la fecha de entrega de la novela. El metro estaba lleno de idiotas y parecía que le tomaría una eternidad volver a Brooklyn. La caminata de tres cuadras hasta la casa de ladrillo a la que llamaba hogar le pareció más larga y fría que de costumbre. Para cuando llegó, sentía la necesidad imperiosa de una cerveza. Sacó una del refrigerador, la abrió y subió, arrastrando los pies, a su estudio en el tercer piso para enfrentarse a la pila de hojas en blanco que debería de estar convirtiendo en un libro. Una vez más, los duendes no lograron terminar ningún capítulo en su ausencia; la página treinta y siete seguía adentro de la máquina de escribir. Ya no quedan duendes de los buenos, pensó Sandy, taciturno. Miró las palabras con disgusto, le dio un sorbo a la botella que tenía en la mano, y buscó alguna distracción a su alrededor.

Fue entonces cuando vio el foco rojo en su contestadora y descubrió que Jared Patterson había llamado.

En realidad, quien llamó fue la secretaria de Jared, lo que a Sandy le pareció gracioso. Aun después de siete años y todo lo que había ocurrido, Patterson todavía sentía un poco de nervios al tratar con él. “Jared Patterson quisiera que el señor Blair lo contactara a la brevedad, se trata de un encargo”, decía la placentera y profesional voz. Sandy la escuchó dos veces antes de borrar el mensaje.

—Jared Patterson —se dijo, perplejo. El nombre le traía una montaña de recuerdos.

Sandy sabía que lo mejor sería ignorar el mensaje. El hijo de puta no se merecía más. Pero no tenía caso; ya sentía demasiada curiosidad. Tomó el teléfono y marcó, un tanto sorprendido de que aún recordara el número, siete años después. Una secretaria contestó del otro lado de la línea.

—Puercoespín —dijo—. Oficina del señor Patterson.

—Habla Sander Blair —anunció Sandy—. Jared me llamó. Dígale al cobarde que estoy devolviéndole la llamada.

—Sí, señor Blair. El señor Patterson nos dio la instrucción de comunicarlo de inmediato. Espere, por favor.

Un segundo después, la familiar y falsamente cordial voz de Patterson le retumbó en el oído.

—¡Sandy! Qué bueno es oírte, de verdad. Cuánto tiempo, viejo amigo. ¿Cómo van las cosas?

—Vamos al grano, Jared —exigió Sandy, brusco—. Estás tan feliz de oírme como yo de oírte a ti. ¿Qué rayos quieres? Y que sea rápido; soy un hombre ocupado.

Patterson se rio por lo bajo.

—¿Así le hablas a un viejo amigo? Seguimos sin tener habilidades sociales, ya veo. Muy bien, como gustes. Quiero que escribas un artículo para el Puercoespín. ¿Qué tal eso para llegar al grano?

—Vete al diablo —dijo Sandy—. ¿Por qué escribiría algo para ti? Me despediste, imbécil.

—Amargado, amargado —le reprochó Jared—. Fue hace siete años, Sandy. Apenas si lo recuerdo.

—Qué curioso. Yo lo recuerdo muy bien. Dijiste que había perdido el toque. Que ya no entendía lo que ocurría, dijiste. Era demasiado viejo para editar algo para un público joven, dijiste. Estaba llevando al Puerco a un barranco, dijiste. Pura mierda. Yo le di vida a ese periódico y lo sabes muy bien.

—Nunca lo he negado —dijo Jared Patterson en un tono casual—. Pero los tiempos cambiaron y tú no. Si te hubiera mantenido aquí, habríamos terminado como el Freep y La púa y todos los demás. Todo aquello de la contracultura tenía que terminarse. En serio, ¿quién necesitaba eso? Tanta política, reseñistas que odiaban las tendencias en la música, las historias sobre las drogas… ya no estaban a la altura, ¿sabes? —Suspiró—. Mira, no te llamé para discutir la prehistoria. Tenía la esperanza de que hubieras ganado algo de perspectiva. Carajo, Sandy, despedirte me dolió más a mí que a ti.

—Sí, claro —dijo Sandy—. Te vendiste a una cadena y conseguiste un cómodo trabajo de director mientras despedías a tres cuartas partes del personal. Debes estar sufriendo tanto. —Resopló—. Jared, sigues siendo un imbécil. Construimos ese periódico juntos, un esfuerzo comunal. No te correspondía venderlo.

—Las comunas eran una maravilla cuando éramos jóvenes, pero parece que se te olvida que fue mi dinero el que nos mantuvo a flote.

—Tu dinero y nuestro talento.

—Caray, no has cambiado ni un poco, ¿verdad? —comentó Jared—. Pues, puedes pensar lo que quieras, pero tenemos tres veces más circulación que cuando tú eras el editor. Nuestros ingresos están por los cielos. El Puercoespín ahora tiene clase. Nos nominan a verdaderos premios de periodismo. ¿Nos has leído?

—Claro —dijo Sandy—. Fantástico trabajo. Reseñas de restaurantes. Perfiles de estrellas de cine. Suzanne Somers en la portada, carajo. Guías de compras de videojuegos. Un servicio de citas para solteros solitarios. ¿Cómo es que se hacen llamar ahora? ¿El periódico para los estilos de vida alternativos?

—Dejamos la parte de “alternativos”. Ahora sólo es Estilo de vida. Entre las dos P del logotipo.

—Mierda —dijo Sandy—. ¡Tu editor de música tiene el cabello verde!

—Tiene un conocimiento enciclopédico de la música pop —respondió Jared, a la defensiva—. Y deja de gritarme. Siempre me gritas. ¿Sabes? Comienzo a arrepentirme de haberte llamado. ¿Quieres hablar sobre el artículo o no?

—La verdad, me importa un comino. ¿Por qué piensas que necesitaría escribir algo para ti?

—Nadie dijo que lo necesitaras. No estoy desconectado; sé que te ha ido bien. ¿Cuántas novelas has publicado ya? ¿Cuatro?

—Tres —lo corrigió Sandy.

—El Puercoespín ha publicado reseñas de todas. Deberías de estar agradecido. Despedirte fue lo mejor que pude haber hecho por ti. Siempre fuiste mejor escritor que editor.

—Gracias, señor, se lo agradezco. ¿Cómo podré pagárselo? Se lo debo todo.

—Al menos podrías ser cortés —dijo Jared—. Mira, no nos necesitas y nosotros no te necesitamos, pero pensé que sería divertido volver a trabajar juntos, por los viejos tiempos. Acéptalo, te encantaría volver a ver tu nombre impreso en el Puerco, ¿no es así? Y pagamos mucho mejor que antes.

—No me hace falta el dinero.

—¿Quién dijo que te hacía falta? Sé todo sobre ti. Tres novelas, una casa y un auto deportivo. ¿Qué era, un Porsche o algo así?

—Mazda RX-7 —aclaró Sandy, secamente.

—Sí, y vives con una agente de bienes raíces. Así que ahórrate los sermones sobre ser un vendido, Sandy, viejo amigo.

—¿Qué quieres, Jared? —preguntó Sandy, herido—. Me estoy hartando de esto.

—Tenemos una historia que sería perfecta para ti. Queremos que haga ruido.

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