Los adversarios

John Grisham

Fragmento

g-1

 

1

Era una de esas crudas, ventosas y grises tardes de lunes de febrero en las que el paisaje se empapaba de melancolía y proliferaba la depresión estacional. Era día inhábil en los juzgados; el teléfono no sonaba. Los delincuentes comunes y demás clientes en potencia estaban ocupados en alguna otra parte, sin la menor intención de contratar los servicios de un abogado. Si entraba alguna llamada de vez en cuando, lo más probable era que fuese de un hombre o mujer que aún no había superado el impacto del despilfarro navideño y buscaba consejo sobre el impago de los cargos de la tarjeta de crédito. A esos los remitía rápidamente al bufete de al lado, o a uno del otro extremo de la plaza o de donde fuera.

Jake, en su escritorio del piso de arriba, hacía poca mella en la pila de papeleo que llevaba postergando semanas, si no meses. Dado que se avecinaban varios días sin juicios ni vistas programados, hubiera sido un buen momento para ponerse al día con el material atrasado: esos expedientes abandonados que tenía todo abogado, a los que había dicho que sí hacía un año por algún motivo y ahora solo quería perder de vista. Lo bueno de ejercer la abogacía en una localidad pequeña, sobre todo si se trataba del lugar donde habías nacido, era que todo el mundo sabía cómo te llamabas, algo muy deseable. Era importante que la gente pensara bien de ti y te apreciara, tener buena reputación. Cuando a un vecino le surgía un problema, querías que fuese a ti a quien llamara. Lo malo era que los casos siempre eran de poca monta y rara vez salían rentables, pero no podías negarte. El chismorreo era implacable e incesante, y un abogado que diera la espalda a sus amigos no duraría mucho.

Interrumpió su abatimiento Alicia, su actual secretaria a tiempo parcial, al hablar por el interfono.

—Jake, ha venido a verte una pareja.

Una pareja. Casada pero con ganas de dejarlo de estar. Otro divorcio barato. Echó un vistazo a su agenda, aunque sabía que no había nada.

—¿Tienen cita? —preguntó, pero solo para recordarle a Alicia que no debía incordiarlo con esa clase de clientes.

—No, pero son muy majos y dicen que es muy urgente. Están decididos a verte y me han dicho que solo necesitaban un par de minutos.

Jake odiaba que lo presionaran en su propia oficina. En un día más ajetreado se hubiera librado de ellos por cuestión de principios.

—¿Aparentan tener dinero? —La respuesta siempre era que no.

—Bueno, la verdad es que parecen bastante acomodados.

¿Acomodados? En el condado de Ford. Le picó un poco la curiosidad.

—Son de Memphis y solo están de paso —continuó Alicia— pero, como digo, insisten en que es importante.

—¿Alguna idea acerca de qué se trata?

—No.

Bueno, no sería un divorcio si vivían en Memphis. Repasó una lista de posibilidades: el testamento de la abuela, un viejo terreno de la familia, quizá un hijo arrestado por tema de drogas en la Universidad de Mississippi. Como estaba aburrido, un tanto intrigado y necesitaba una excusa para evitar el papeleo, preguntó:

—¿Les has dicho que estoy ocupado negociando una conciliación por videoconferencia con una docena de abogados?

—No.

—¿Les has dicho que me esperan en los juzgados federales de Oxford y solo puedo dedicarles un momento?

—No.

—¿Les has dicho que tengo la agenda repleta de citas?

—No. Es bastante obvio que esto está vacío y el teléfono no suena.

—¿Dónde estás?

—En la cocina, para poder hablar.

—Vale, vale. Prepara café y llévalos a la sala de juntas. Bajo en diez minutos.

2

Lo primero en lo que reparó Jake fue en lo bronceados que estaban. Era evidente que llegaban de algún sitio soleado. En Clanton, nadie estaba moreno en febrero. Lo segundo que le llamó la atención fue el peinado corto y elegante de la mujer, con un toque de gris, con mucha clase y a todas luces caro. Se fijó en la fina chaqueta de sport del caballero. Los dos iban bien vestidos y arreglados, lo cual los distanciaba del cliente inesperado habitual.

Les estrechó la mano mientras se presentaban. Gene y Kathy Roupp, de Memphis. Cincuenta y muchos años, muy agradables, con sendas sonrisas confiadas que revelaban dentaduras bien alineadas y cuidadas. Jake se los imaginaba perfectamente en un campo de golf de Florida dándose la buena vida al amparo de vallas y guardias de seguridad.

—¿En qué puedo ayudarlos? —les preguntó.

Gene esbozó una sonrisa y tomó la palabra.

—Bueno, lamento decir que no venimos en calidad de posibles clientes.

Jake mantuvo el clima distendido con una sonrisa falsa y un encogimiento de hombros resignado, como si dijera: «¡Qué caray! ¿Qué abogado necesita que le paguen por su tiempo?». Les concedería unos diez minutos más y una taza de café antes de darles puerta.

—Acabamos de volver de pasar un mes en Costa Rica, uno de nuestros sitios favoritos. ¿Ha estado alguna vez?

—No. Tengo entendido que es genial. —No tenía entendido nada semejante, pero ¿qué otra cosa iba a decir? Jamás reconocería que había salido de Estados Unidos exactamente una vez en sus treinta y ocho años. Los viajes al extranjero eran solo un sueño.

—Nos encanta ir allí, es un verdadero paraíso. Unas playas preciosas, montañas, selva tropical, una cocina riquísima. Tenemos varios amigos con casa allí; el metro cuadrado está bastante barato. La gente es encantadora, educada; casi todos hablan inglés.

Jake aborrecía el juego de las curiosidades turísticas, porque él nunca había viajado a ninguna parte. Los peores eran los médicos locales, siempre alardeando de los destinos más de moda.

Kathy ardía en deseos de tomar el relevo de la conversación.

—Para jugar al golf es increíble —terció—, hay un montón de campos fabulosos.

Jake no jugaba al golf porque no era miembro del Club de Campo de Clanton. Entre sus socios había demasiados médicos, trepas y gente de familia rica de toda la vida.

Sonrió, asintió a lo que ella le decía y esperó a que uno de los dos continuase. De un bolso que le quedaba a la vista, la mujer sacó medio kilo de café en una lata reluciente y dijo:

—Tome un regalito: San Pedro Select, nuestro preferido. Increíble. Siempre traemos maletas llenas.

Jake lo aceptó por educación. A falta de honorarios en efectivo, le habían pagado con sandías, venado fresco, leña, reparaciones de coche y más productos y servicios de trueque de los que quería recordar. Su mejor amigo dentro de la profesión, Harry Rex Vonner, había aceptado una vez una segadora John Deere a modo de emolumento, aunque no tardó en averiarse. Otro abogado, que ya no ejercía, había cobrado en favores sexuales de una cliente de divorcio. Cuando perdió el caso, ella lo demandó por negligencia alegando «rendimiento insatisfactorio».

Sea como fuere, Jake admiró la lata e intentó leer la etiqueta en español. Reparó en que no habían tocado su café, y de repente le preocupó que fueran unos entendidos y su bufete no estuviera a la altura de sus expectativas.

Gene retomó la conversación.

—Pues bien, hace dos semanas está

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos