Aquí todos mienten

Shari Lapena

Fragmento

Capítulo 1

1

No dicen nada mientras William la acompaña hasta su coche, aparcado detrás del motel; nunca dejan los coches delante, donde los podrían reconocer. Nadie sabrá jamás que han estado aquí. Al menos, eso es lo que se han estado diciendo cada vez durante los últimos meses, desde que la llama de su aventura prendió y empezó a avivarse. Pero ahora, se ha extinguido de repente. Por ella. Él no se lo esperaba.

Se habían visto en su motel habitual de las afueras de la ciudad, donde nadie los conoce. Está en la autopista principal. Tenían que ser discretos. No podían verse en sus casas porque los dos están casados y, según parece, ella quiere seguir estándolo. Hasta hace media hora, él no había tenido que pararse a pensar en ello. Siente como si le hubiesen puesto una zancadilla y todavía no hubiera recuperado el equilibrio.

Se detienen junto al coche de ella y él se inclina para besarla. Ella aparta la cara. Le invade la desesperación y el desaliento al darse cuenta de que está decidida. Él se gira rápidamente y se aleja, dejándola ahí, con las llaves en la mano. Cuando llega a su coche, la mira, pero ella ya está poniendo el motor en marcha y se aleja a toda velocidad, como si así dejara claras las cosas.

Él se queda ahí, perdido, viendo cómo se va. Hoy había algo en ella que le parecía distinto. Él siempre llegaba el primero al motel, se registraba, pagaba en metálico, cogía la llave y le enviaba un mensaje con el número de la habitación. Hoy, cuando ella ha llamado a la puerta y ha entrado, ha tirado de él y le ha besado con más ansia de lo habitual. No se han dicho nada. Se han arrancado la ropa el uno al otro igual que siempre, han hecho el amor igual que siempre. Después, ella suele quedarse con la cabeza sobre el pecho de él, escuchando sus latidos, según decía. Pero hoy se ha sentado apoyada en el cabecero y ha dejado la mirada fija al frente, mirándolos a los dos en el espejo de la cómoda. Ha tirado de las sábanas hacia arriba para cubrirse los pechos. También muy poco propio de ella.

Ya no le escuchaba los latidos.

—Tenemos que acabar con esto —ha dicho.

—¿Qué? —Él la ha mirado, sorprendido, y, a continuación, se ha incorporado para quedarse sentado junto a ella—. ¿Qué estás diciendo? —Se ha quedado mirándola. Qué mujer tan hermosa. Su estructura ósea, su suave pelo rubio y su glamour natural, que evoca al de una antigua estrella de cine. Ha sentido una oleada de alarma.

Ella ha girado la cabeza y, después, le ha mirado.

—William, no puedo seguir con esto. Tengo una familia, debo pensar en mis hijos.

—Yo también tengo hijos.

—Tú no eres madre. No es lo mismo.

—Antes no era un impedimento —ha señalado él—. Hoy no ha sido un impedimento.

Entonces, ella ha parecido enfadarse.

—No hace falta que me lo eches en cara —ha respondido.

Él ha suavizado el tono y ha acercado la mano, pero ella se la ha apartado.

—Nora, sabes que te quiero. —Y ha añadido—: Y sé que tú me quieres.

—Eso no importa. —Había lágrimas en sus preciosos ojos azules.

—¡Claro que importa! —Estaba entrando en pánico—. ¡Es lo único que importa! Me divorciaré de Erin. Tú puedes dejar a Al. Nos casaremos. Los niños se acostumbrarán. Va a salir bien. La gente lo hace continuamente.

Ella se ha quedado mirándole un momento, como si le sorprendiera la propuesta. Nunca habían hablado del futuro; se habían concentrado en el presente. En su placer y en su felicidad inesperada. Por fin, ella ha negado con la cabeza y se ha limpiado las lágrimas de la cara.

—No. No puedo. No puedo ser tan egoísta. Destrozaría a Al y no le puedo hacer eso a mis hijos. Me odiarían. Lo siento.

Después, se ha levantado de la cama y ha empezado a vestirse de nuevo mientras él la miraba incrédulo. Que todo pudiera cambiar tan rápido, de una forma tan radical, sin previo aviso, resultaba desconcertante. Ella estaba ya llegando a la puerta cuando él ha gritado:

—Espera —y ha empezado a vestirse rápidamente—. Te acompaño al coche.

Y eso ha sido todo.

Ahora él está subiendo a su coche para volver por la autopista hacia Stanhope. Son las cuatro menos cuarto de la tarde. Está demasiado enfadado como para volver a su consulta o al hospital. No tiene cita con ningún paciente. Es martes; siempre se reserva la tarde para pasarla con ella. Sin saber qué hacer, decide volver a casa un rato. La casa estará vacía. Michael estará en su entrenamiento de baloncesto y Avery tiene ensayo con el coro después de clase. Su mujer estará trabajando. Tendrá la casa para él solo y está deseando servirse una copa. Después, volverá a salir antes de que llegue nadie a casa.

Su casa está en la parte alta de Connaught, una larga y agradable calle residencial que no tiene salida. Todavía está pensando en Nora cuando pulsa el botón del parasol del coche para abrir la puerta del garaje. Entra y pulsa otro botón para cerrar la puerta tras él. Ella habrá llegado ya a su casa de más abajo en la misma calle, puede que arrepintiéndose de su decisión. Pero no parecía muy dispuesta a cambiar de idea. Se plantea ahora si habrá tenido otros amantes. Nunca se lo ha preguntado. Había supuesto que él era el único. Se da cuenta de que, en realidad, no la conoce en absoluto, pese a que pensaba que sí, pese a que la ama, porque le ha pillado completamente desprevenido.

Mete la llave en la cerradura de la puerta lateral que va del garaje a la cocina. Cree oír un ruido y se detiene. Hay alguien en la cocina. Abre la puerta y se sorprende mirando a su hija de nueve años, Avery, que se suponía que debía estar ensayando con el coro.

Ella se gira y se queda mirándolo. Estaba tratando de coger las galletas de la encimera.

«Joder —piensa él—, ¿es que nunca se puede disfrutar de un momento a solas?». No tiene ahora mismo ninguna gana de ocuparse de su complicada hija.

—¿Qué haces aquí? —pregunta, intentando que no se le note el tono de fastidio, pero le cuesta. Ha sido un día de mierda. Acaba de perder a la mujer que ama y siente como si lo hubiese perdido todo.

—Vivo aquí —contesta ella con sarcasmo. Y le da la espalda para coger las galletas, abre el paquete con un ruido de papel arrugado y mete la mano.

—Pero ¿no se supone que deberías estar ensayando con el coro? —insiste él acordándose de respirar hondo. De no enfadarse. Se dice a sí mismo que ella no está siendo desagradable a propósito, es solo que no puede evitarlo. Es así. No es como el resto de la gente.

—Me han mandado a casa —contesta.

No tiene permiso para volver a casa del colegio sola. Se suponía que tenía que recogerla su hermano mayor; el entrenamiento de baloncesto y el ensayo del coro terminan a la misma hora, a las cuatro y media. Mira la hora en el reloj del horno: las cuatro y ocho minutos.

—¿Por qué no has esperado a tu hermano?

Ella no para de meterse Oreos en la boca.

—No quería.

—No se trata de que quieras o no —le dice él con tono airado. Ella le mira con recelo, como si notara que está cada vez de peor humor—. ¿Cómo has entrado en casa?

—Sé lo de la llave de debajo del felpudo.

Lo dice como si pensara que es tonto. Él trata de controlar su cada vez peor genio.

—¿Por qué te han mandado a casa? ¿Han cancelado el ensayo? —Ella niega con la cabeza—. Entonces ¿qué ha pasado? —Se descubre deseando que Erin esté ahí para así poder encargarse de esto. Se le da mucho mejor que a él. Empieza a sentir un dolor familiar entre los ojos, se aprieta el puente de la nariz y comienza a moverse, inquieto, por la cocina, limpiando, guardando cosas. No quiere mirarla porque su expresión irreverente le exaspera. Piensa en su padre: «Te pienso borrar esa sonrisita de la cara».

—Me he metido en un lío.

«Hoy no —piensa—. No puedo enfrentarme a esta mierda ahora mismo».

—¿Por qué? —pregunta, mirándola ahora. Ella se limita a quedarse observándolo sin dejar de comer. Y él no puede evitar sentir esa habitual oleada de rabia hacia su hija. Siempre se está metiendo en líos y ya está harto. Cuando era niño, su padre le daba una bofetada cuando se portaba mal y no le ha pasado nada. Pero hoy en día es distinto. La han consentido. Porque los expertos dicen que necesita paciencia y apoyo. Él cree que lo que han hecho ha sido permitir que se convierta en una niña mimada que no conoce sus límites.

—Cuéntame qué ha pasado —dice ahora con un tono de advertencia en su voz.

—No. —Y es ese tono de desafío, como si tuviese la sartén por el mango, como si él no fuera nada y no tuviera ninguna autoridad sobre ella, lo que le saca de quicio. Cruza la cocina con tres largas zancadas, cegado por la rabia. Algo dentro de él se ha roto. Sucede muy deprisa, con más rapidez que el pensamiento consciente. Le da un golpe en el lado de la cabeza, con más fuerza de la que pretendía. Ella cae como una piedra, ya sin la expresión desafiante en su rostro, sustituida por otra de sorpresa y, después, de vacío. Y durante una milésima de segundo, él siente satisfacción.

Pero le dura poco. Se queda sobre ella, horrorizado por lo que acaba de hacer. También está sorprendido por haber hecho algo así. Siente un hormigueo de dolor en la mano. Se dice a sí mismo que solo quería darle una bofetada, para hacerla entrar en razón. No tenía intención de golpearla con fuerza. Se inclina sobre su hija, que está desplomada en el suelo; ella se encoge apartándose de él. Rápidamente, pero con suavidad, la sienta en el suelo, con las piernas por delante y la espalda apoyada en los armarios de la cocina.

—¡Lo siento, cariño! ¡Avery, no quería hacerlo! Lo siento mucho. —Las palabras le salen a toda velocidad y parpadea para contener las lágrimas.

Ella le mira con expresión vacía, ya sin responder. Él siente nauseas por lo que ha hecho. Es un hombre decente. Un médico, no un animal. No es como su padre. Y quiere a su hija, la quiere. ¿Cómo ha podido perder los estribos de esa forma?

—Lo siento mucho. Te compensaré. Avery, te lo prometo. No debería haberlo hecho. Es que… me he puesto furioso. He pasado un día muy malo. Sé que no es excusa. Sabes que te quiero, cariño. Te quiero más que a nada.

Los ojos de ella están un poco vidriosos, pero, por lo demás, parece que está bien. Entonces, gira la cabeza para no mirarle a los ojos.

Él habla con tono suplicante y odia cómo suena.

—Oye, lo siento. Sé que es imperdonable, pero no se lo contemos a tu madre. Ya tiene bastante ahora. —Avery no responde; no piensa hablarle. Él hace una pausa y sigue hablando—: Y no le vamos a contar que has vuelto a casa sola, porque eso la va a enfadar, y ya sabes que te haría pagar las consecuencias. Puedes decir que has venido con un amigo.

Ella no le hace caso y se queda mirando al frente en silencio. Él cree que sí se lo va a contar y que es lo que se merece. Le va a salir un moretón. Supone que podría intentar negarlo. Es imposible predecir a quién va a creer Erin. Su hija cuenta con un historial de mentiras. Él también, pero eso no lo sabe su mujer.

Se pone de pie y se aparta de Avery. Tiene que salir de aquí, alejarse de la escena de lo que acaba de hacer. Le inunda una sensación de autodesprecio. Puede sentir el reproche de su hija, se la imagina calibrando. Ya tiene algo para usar en su contra. Un paso más hacia el final de su matrimonio. Se da la vuelta y vuelve a salir al garaje.

Pero cuando llega al coche y saca las llaves, vacila.

Capítulo 2

2

Nora llega a casa a eso de las cinco menos cuarto. Ha estado haciendo unos recados después de dejar a William en el motel, para así poder justificar su ausencia. Faith está entrenando al fútbol y debería llegar pronto a casa. Ryan ha debido salir; su coche no está en la entrada. Su marido, Al, no llegará a casa hasta las seis, más o menos. No tiene tiempo para darse una ducha y quitarse el olor de William. El olor de lo que han hecho juntos. ¿Cómo explicaría estar dándose una ducha por la tarde si, de repente, llegara Ryan a casa? Se decide por limpiarse con una toalla en el lavabo del baño.

Se echa a llorar. Había que hacerlo. Se dice a sí misma que no importa cuáles sean sus sentimientos. Debe ser consecuente con las decisiones que ha tomado. Es fuerte y debe superarlo. Pero no va a resultar fácil. Está enamorada de William. Ahora sabe que nunca ha estado enamorada de su marido, ni siquiera al principio. Al y ella se habían querido antes, pero nunca hubo entre ellos una pasión verdadera. No como la que tiene con William. Tenía.

Solo tiene cuarenta y dos años. Todavía conserva una buena figura y un buen aspecto. No es tan deslumbrante como lo era veinte años atrás, pero aún despierta miradas cuando entra en una habitación. No puede evitar haberse enamorado de William, un médico atractivo y encantador, ni sentirse todavía deseada. Pero sí puede cambiar su forma de actuar. Puede dejar de verle. Es demasiado arriesgado. Ha sido una egoísta. Sufrirían demasiadas personas si les descubrieran: su marido y sus hijos. La mujer de William y sus hijos. No quiere ser la causa de todo ese dolor. Tendrá que dejar su voluntariado en el hospital. Va a ser incapaz de verlo allí después de esto.

La impulsiva proposición de William de que dejaran a sus respectivas parejas y se casaran ha sido toda una sorpresa. ¿Lo habrá dicho de verdad? Nunca se le había ocurrido esa posibilidad, pero, aunque lo haya dicho de verdad, está fuera de toda discusión. Sus hijos, Faith y Ryan, jamás se lo perdonarían, y ellos lo son todo para ella. No, no puede arriesgarse a perderlos.

Ha hecho bien en ponerle fin. Ha sido un milagro que no los descubran. Nadie debe saberlo jamás. Le preocupaba mucho que se le notara que se sentía más joven, más guapa, más feliz, más viva durante estos últimos meses. Ha tratado de ocultarlo. Tenía que ponerle fin ya, antes de que alguien se diera cuenta. Antes de que Al se diera cuenta…, si es que todavía no lo ha hecho. Últimamente ha estado más callado de lo habitual, más distante. Pero quizá le pase algo en el trabajo. ¿Cómo iba a saber lo de ella con William? Han sido muy cuidadosos.

Michael está sudando después del entrenamiento de baloncesto. El entrenador está hoy claramente encantado con él y eso hace que se sienta radiante. Quiere contarles a sus padres lo que ha dicho hoy el entrenador sobre su forma de jugar. En el vestuario, se seca con la toalla que ha sacado de su bolsa de deporte. Se quita los pantalones de baloncesto y se pone los del chándal y la sudadera que lleva en la bolsa. Es casi mediados de octubre y hace frío en la calle. Se despide a regañadientes de sus amigos, que salen juntos del colegio, y desea poder irse con ellos y disfrutar un poco más de formar parte del equipo. Pero se da la vuelta y avanza por los pasillos en dirección a la sala de música que está al otro lado del colegio para recoger a su hermana pequeña. Le fastidia tener que hacer esto cada martes. ¿Por qué no puede su madre salir antes del trabajo un día a la semana para recoger a Avery? Piensa en lo incordio que es. Él tiene ya doce años, está en sexto y quiere estar con sus amigos. No mola nada tener que volver a casa con su hermana pequeña. Se pregunta qué estarán diciendo sus amigos, qué se estará perdiendo.

Rodea la última esquina hasta el pasillo de la sala de música. Su hermana no está sentada en su lugar habitual del banco del pasillo con la mochila al hombro y arrastrando impaciente los pies contra el suelo mientras le espera. Asoma la cabeza dentro de la sala y, a continuación, entra. La profesora de música, la señorita Burke, levanta los ojos y le sonríe. Le recuerda. Él también estuvo en el coro hasta que lo dejó por el deporte. Él mira por la sala, pero Avery no está.

—¿Buscas a tu hermana? —pregunta la señorita Burke.

—Sí —asiente él.

—Me temo que he tenido que enviarla a casa. Estaba muy alborotadora.

Michael se viene abajo. Otra vez no. Normalmente, cuando Avery se mete en líos, sus padres discuten. Avery les absorbe toda la energía; apenas parecen darse cuenta de que él está. Últimamente, Michael tiene que hacer algo muy espectacular para llamar su atención. Avery solo tiene que portarse mal, cosa que hace a todas horas, mientras que él saca buenas notas con discreción, entrena con el equipo de baloncesto y corta el césped sin protestar. No es justo.

—Se supone que no debe ir a casa sola —le dice a la profesora de música.

Una expresión de preocupación atraviesa el rostro de la señorita Burke.

—Debería haberte esperado —contesta ella—. Si es eso lo que tenéis acordado.

Michael sale de nuevo de la sala de música y vuelve a recorrer sus pasos por los pasillos vacíos del colegio. Se desanima aún más; la alegría por los elogios de su entrenador ha desaparecido. Ahora Avery sí que se ha metido en un buen lío. A sus padres no les va a gustar que haya vuelto a casa sola. ¿Qué se suponía que podía hacer él? Estaba en el entrenamiento de baloncesto. No lo sabía. Ahora él también está enfadado con ella.

Va a casa solo, deprisa, con la cabeza agachada, consciente de que esta noche todos van a estar de mal humor. A nadie le va a importar que el entrenador piense que ha jugado muy bien. Normalmente, es un trayecto de veinte minutos con Avery, pero lo hace en quince. Cuando llega a casa, la puerta de delante está cerrada con llave, lo cual es una novedad. Saca su llave y abre la puerta. Su madre llegará pronto a casa, sobre las cinco y media. Se le ocurre entonces que Avery y él pueden decir que han vuelto juntos a casa. O no decir nada. Su madre no tiene por qué saber que Avery se ha metido en un lío ni que ha vuelto a casa sin él. Resulta tentador. Pero ¿y si la señorita Burke llama a su madre? ¿Debería correr el riesgo? Se van a poner furiosos si se enteran y él no les ha contado nada. Nunca antes les ha mentido.

Michael se dirige de inmediato a la cocina mientras llama a su hermana.

—¡Avery! ¿Dónde estás? —Se detiene en la cocina, pero no hay rastro de ella. Si Avery estuviera en casa, su mochila estaría en el suelo. Preocupado, recorre la planta inferior de la casa, buscándola—. Mierda —murmura. Después, levanta la voz—: Avery, ¿dónde estás? —Sube las escaleras hasta la primera planta, de dos en dos, y mira en el dormitorio de ella. No está. Mira en el suyo. Muchas veces, su hermana fisgonea entre sus cosas. Pero tampoco está ahí. Está empezando a preocuparse de verdad. No está en el dormitorio de sus padres, en el despacho ni en ninguno de los baños. Tampoco en el garaje vacío. No está en el sótano. El corazón le late ahora con fuerza después de haber estado recorriendo la casa a toda velocidad, y también por el miedo. Ella es su responsabilidad, y no sabe dónde está. Abre las puertas correderas del comedor que dan al patio de atrás y la llama por el jardín. Pero nadie responde. Atraviesa el jardín hasta la valla trasera, se da la vuelta y levanta los ojos hacia el tejado. Ya se ha subido allí otras veces. Pero no la ve. Ahora sí que está asustado. No ha vuelto a casa. ¿Dónde narices está? Podría estar jugando en el bosque que hay detrás de la casa. Podría estar en cualquier sitio.

Se saca el móvil del bolsillo del chándal. Avery solo tiene nueve años y no tiene móvil. Llama a su madre.

—Sí, cariño, ¿qué pasa? —Por su voz, su madre parece ocupada. ¿Cuándo no lo está?

Traga saliva.

—Eh… Avery no está aquí.

—¿Qué quieres decir con que no está ahí? —Su madre habla con tono agudo—. ¿Dónde estás?

Ahora va a tener que contarle la verdad.

Erin Wooler cierra los ojos mientras escucha a su hijo. Un momento después, se dirige todo lo rápido que puede hacia la salida del despacho. Ha pronunciado en voz baja las palabras «emergencia familiar» mirando a su jefe, que, con un gesto de asentimiento, le ha dado permiso para marcharse.

—Que no cunda el pánico —le dice a su hijo de doce años—. Probablemente haya ido a ver a Jenna. Voy para casa. ¿Puedes ir tú a casa de Jenna para ver si está ahí? Llámame en cuanto la encuentres. Estaré en casa en quince minutos.

Va hacia el aparcamiento, sube a su coche y deja el teléfono en la guantera, donde pueda cogerlo rápidamente. Está preocupada, claro, pero no tiene miedo. Todavía no. Quiere a su hija, pero Avery es un desafío. Siempre se pasa de la raya. «¿Por qué nunca hace lo que le ordenan?», piensa Erin con más frustración que miedo. Cuando la encuentren van a tener que decidir qué hacer. ¿Cómo pueden lograr que Avery aprenda de esto en lugar de volverse más desafiante? Eso es lo que suele ocurrir cada vez que tratan de controlarla.

Erin piensa en su hijo, Michael, y en el temblor que acaba de notar en su voz. Es un chico muy bueno. Se va a sentir culpable; y ella va a tener que tranquilizarle diciéndole que ha sido culpa de Avery, no de él. Que él no es el responsable del comportamiento de su hermana. Es muy sensible, siempre preocupado por no disgustar a nadie, sobre todo a sus padres. Erin aumenta un poco la velocidad. Nadie te dice nunca lo complicado que es ser padre. Cuánta energía te absorbe. El precio que supone para un matrimonio. El simple hecho de criarte en una familia no te prepara para tener la tuya propia.

Mientras Erin conduce, empieza a llover. No deja de lanzar miradas a su teléfono móvil, esperando una llamada en cualquier momento para decirle que la ha encontrado. Está en casa de su amiga Jenna, en la casa de enfrente. Debe estar ahí. Pero luego recuerda que Jenna está también en el coro y que no la han mandado a su casa. En el bosque, entonces. A Avery le gusta jugar en el bosque de detrás de su casa, en esa casita del árbol. Erin está aparcando en la entrada cuando suena su móvil. Lo coge rápidamente.

—No ha abierto nadie en casa de Jenna. Estoy en la casa del árbol y tampoco está —dice Michael.

Es evidente que está pensando en los mismos pasos que ella. Su hijo respira con fuerza y puede oír la preocupación en su voz. Inmediatamente, le contagia también su pánico. Pero ella es la adulta, debe mantener la calma.

—Vale, Michael, ven a casa. Dondequiera que esté, probablemente aparecerá ahora que está lloviendo. Si no, iremos a buscarla. Voy a llamar a tu padre. —Cuelga y sale del coche.

La puerta de la calle no está cerrada con llave y entra corriendo en la casa. Se quita los tacones con un puntapié junto a la puerta y empieza rápidamente a buscar, gritando el nombre de Avery; quizá haya vuelto mientras Michael la estaba buscando. Sube y baja corriendo las escaleras, recorre toda la casa. Puede que Avery se haya escondido, para gastarles una broma. Busca debajo de las camas y detrás de la ropa de los armarios, por todos los sitios que se le ocurren. Avery no está. Vuelve a gritar su nombre una y otra vez. No hay respuesta.

Mientras vuelve a la cocina, Michael atraviesa el vestíbulo desde la puerta de la calle y se cruza con ella. Está empapado y parece alterado, con la cara pálida a pesar de que es evidente que ha estado corriendo.

—Voy a llamar a tu padre —dice ella—. Y después, llamaré a la policía.

Capítulo 3

3

William llega a casa a las seis menos veinte, después de la llamada de Erin. Ha notado la angustia en su voz, aunque estaba claro que trataba de disimularla delante de Michael. «Avery ha desaparecido», le ha dicho. «Voy a llamar a la policía». Hay un coche de policía aparcado en la calle delante de la casa. Siente que el estómago se le revuelve al verlo.

Aparca su coche en el garaje y respira hondo. Debe mantener la calma. Debe ser la roca que todos esperan que sea en medio de una crisis. Él es el hombre de la casa, es médico. Debe hacer uso de su formación. No puede derrumbarse. La voz tensa de su mujer resuena en su mente. «Avery ha desaparecido. Voy a llamar a la policía».

Cuando entra, encuentra a su mujer y su hijo sentados en la sala de estar de la parte delantera de la casa con dos agentes de policía de uniforme. La agente es mayor y el hombre, que parece tremendamente joven, apenas un adolescente, está tomando nota.

Erin levanta la vista hacia él, con el rostro demacrado. Y entonces, cae en la cuenta de lo que está pasando. Lo siente como un golpe tan fuerte que le deja sin respiración. Su mujer no se levanta ni se acerca para darle un abrazo. Tampoco él se acerca a ella.

La agente de policía se levanta.

—¿Señor Wooler? —pregunta.

—Soy el doctor Wooler —consigue responder.

Ella asiente.

—Soy la agente Hollis y este es el agente Rosales. Su mujer ha denunciado hace unos minutos la desaparición de su hija. Acabamos de llegar. Vamos a tomar nota de los detalles e iniciaremos una búsqueda. Los detectives llegarán enseguida.

Él asiente y se acomoda en un sillón. Se queda mirando la repentina lluvia que golpea contra las puertas de cristal del comedor que dan al patio de atrás. Ha sido un día muy extraño.

—¿Tienen alguna fotografía reciente de Avery? —pregunta Hollis.

—Están todas en mi teléfono —responde Erin. Lo saca, trastea con él y le enseña las fotos de Avery. La mano le tiembla.

—¿Me permite? —pregunta Hollis, y selecciona y envía varias de ellas a su propio móvil—. Rubia, ojos azules —dice mientras estudia las fotos—. ¿Altura? ¿Peso?

—Mide un metro veinte, unos veintisiete kilos —responde Erin.

—¿Qué ropa llevaba hoy?

Es como si William no estuviera presente. Erin parece quedarse pensativa un momento.

—Vaqueros… azul oscuro, eran bastante nuevos. Zapatillas rosas. Una camiseta blanca con margaritas por delante. Llevaba su cazadora vaquera y su mochila es azul marino.

—¿Alguna señal característica? ¿Cicatrices?

Erin niega con la cabeza y, después, lo mira a él. William también niega.

—Ha dicho que nadie ha visto a Avery desde que salió del ensayo del coro —dice Hollis, dirigiéndose a Erin—. ¿A qué hora fue eso?

William no consigue pronunciar palabra; es como si estuviera paralizado. La oportunidad pasa de largo.

Erin se gira hacia Michael.

—No lo sé —responde Michael con voz nerviosa—. La han expulsado del ensayo. No sé cuándo exactamente. —Y añade—: Es después de clase, a las tres y media, y dura hasta las cuatro y media.

Hollis mira al policía joven que está a su lado.

—Tenemos que hablar con el profesor.

—Es la señorita Burke —les dice Michael.

Hollis asiente.

—Entonces, ha salido del colegio y no sabemos adónde ha ido. ¿No ha llegado a casa?

Erin niega con la cabeza.

—Su mochila no está. Tampoco tiene llave propia, porque se supone que no debe volver a casa sola.

William traga saliva y sigue sin decir nada. Se siente mareado, como si estuviese en la cima de un alto edificio y se inclinara hacia delante para mirar abajo. Sabe que Avery ha estado hoy en casa después del colegio. Ha utilizado la llave de debajo del felpudo de la puerta para entrar. Ha hablado con ella. Le ha pegado. Es un monstruo y un mentiroso. Se va sintiendo cada vez peor; tiene miedo de ponerse a vomitar. Pero no debe hacerlo. Se traga la bilis, se aclara la garganta y sugiere:

—Quizá se haya escapado.

Su mujer le mira.

—¿Por qué iba a hacerlo?

Él desvía la mirada.

—Puede que estuviera enfadada porque la han castigado en el ensayo del coro; ya sabes cómo se pone. —Al instante, desea no haber dicho eso.

—¿Cómo se pone? —pregunta Hollis con suavidad—. ¿Cómo es Avery?

Erin suelta un fuerte suspiro y contesta:

—Es complicada. Es una niña de nueve años encantadora. Muy lista. Muy inteligente, la verdad. Pero es difícil. Sufre un trastorno de aprendizaje y un TDAH. También tiene problemas de conducta.

Hollis los mira a ambos.

—¿A qué se refiere exactamente?

William deja que su mujer hable por los dos.

—Es lista, pero lo pasa mal en el colegio. Se frustra con facilidad. Es impulsiva. A menudo, actúa sin pensar. Es tozuda, rebelde ante la autoridad. Prácticamente, hace lo que quiere. Nosotros hacemos lo que podemos.

A Erin no parece que le importe contarles esto, pero William sabe que cuando un niño desaparece, a los padres se les considera sospechosos. Ahora van a pensar que ellos le han hecho algo. Ojalá no se lo hubiese contado.

Pero Hollis se limita a asentir.

—De acuerdo. ¿Alguna vez se había escapado con anterioridad? —Ahora le mira a él.

William puede notar que se sonroja un poco y contesta:

—No.

Hollis le observa con más atención y pregunta:

—¿Va todo bien en casa? ¿Algún problema que debamos saber?

William la mira a los ojos antes de responder:

—Por supuesto que no. Todo va bien. —Erin no dice nada. Michael tiene la mirada fija en su regazo.

—De acuerdo. —Mira a Erin—. Gracias por las fotos. —Se pone de pie y continúa—: Si no les importa, nos gustaría echar un vistazo por la casa. Podría haberse escondido en algún sitio. Les sorprendería saber lo habitual que es eso; se esconden y, después, se quedan dormidos.

—Ya hemos mirado por todas partes —responde Erin con impaciencia.

Pero William sabe qué están pensando. Son sospechosos, claro que sí. Quizá encuentren algo en la casa.

—Por supuesto, adelante —dice William—. Pero dense prisa, por favor —les insta con la voz rota—. Tienen que encontrarla.

Erin está inquieta mientras realizan la búsqueda de Avery. Han enviado su foto y una descripción de ella y de la ropa que llevaba a toda la policía y los medios de comunicación. Hay coches patrulla buscándola, agentes de policía que ya están llamando a cada puerta, hablando con la gente que vive entre la escuela de primaria Ellesmere y la residencia de los Wooler, y recorriendo de arriba abajo la calle Connaught, donde viven. Puede que alguien la haya visto. Erin sabe que algo terrible ha pasado. Avery habría vuelto a casa a tiempo para cenar si hubiese podido.

Acaba de aparecer en las noticias locales de las siete de la tarde. «Noticia de última hora… Una niña de nueve años ha desaparecido cuando volvía sola a casa después del colegio en la ciudad de Stanhope, Nueva York…». Su fotografía ha aparecido en la pantalla. Resulta difícil de creer. Erin siente como si estuviese viviendo dentro de un sueño espantoso, de los que provoca la fiebre.

Rápidamente se ha organizado una búsqueda por la zona dirigida por agentes de policía y con la ayuda de voluntarios, a pesar de que la lluvia es cada vez más fuerte. Es octubre, pronto anochecerá y empieza a hacer frío; el tiempo es de vital importancia. Pero Erin está atrapada en la casa, como una mosca fosilizada, sin poder ir a ningún sitio, sin poder buscar a su hija. Debe quedarse ahí y hablar con los detectives, responder a sus preguntas. William está también, sentado a su lado, en el sofá de la sala de estar, levantándose a veces con desesperación para mirar por el ventanal como si pudiera ver a Avery aparecer por el camino de entrada, como si de algún modo h

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