Sin dejar rastro

Haylen Beck

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

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Agradecimientos

Créditos

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A mis hijos

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La carretera viraba a derecha e izquierda con un ritmo que hacía que a Audra Kinney le pesaran más y más los párpados a medida que iban pasando los hitos de los kilómetros. Ya había dejado de contarlos: sólo volvían más lento el viaje. Sus nudillos se quejaron cuando, con las palmas sudorosas, estiró los dedos en el volante.

Gracias a Dios, unos meses atrás había hecho revisar el aire acondicionado de su coche familiar, ya con ocho años a cuestas. Los veranos en Nueva York podían ser calurosos, pero no como aquí, no como en Arizona. «Es un calor seco», decía la gente. «Ya, seco como la superficie del sol», pensaba ella. Incluso a las cinco y media de la tarde, incluso con aquel aire que salía por las rejillas de ventilación, lo bastante frío como para ponerle la carne de gallina, si acercaba los dedos a la ventanilla su mano retrocedía como ante una tetera ardiendo.

—Mami, tengo hambre —se quejó Sean desde el asiento trasero.

Esa voz lastimera revelaba que estaba cansado y de mal humor, y que probablemente iba a ponerse difícil. Louise dormía junto a él en su sillita, con la boca abierta y el flequillo rubio empapado en sudor y pegado a la frente. En sus brazos iba Gogo, o los maltrechos restos del conejo de peluche que tenía desde que era un bebé.

Sean era un buen chico: todo el que lo conocía solía decirlo. Pero ese buen talante nunca se había hecho tan evidente como aquellos últimos días. Se le había exigido mucho y había aguantado. Audra lo miró a través del retrovisor: tenía las facciones afiladas de su padre, y también su pelo rubio, pero sus brazos y piernas eran largos como los de ella. Y aquellos últimos meses se habían alargado aún más, recordándole que su hijo, a punto de cumplir los once años, se acercaba ya a la pubertad. Se había quejado muy poco desde que habían salido de Nueva York, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias, y además había sido de mucha ayuda con su hermanita. De no ser por él, Audra podría haberse vuelto loca en aquella carretera.

¿Podría?

Lo que estaba haciendo, de por sí, no tenía nada de cuerdo.

—Hay un pueblo unos kilómetros más allá, podemos conseguirnos algo de comer, y con un poco de suerte habrá un sitio en el que quedarnos a pasar la noche.

—Espero que sí —contestó Sean—, no quiero dormir en el coche otra vez.

—Yo tampoco.

Como si le hubieran marcado la entrada, el dolor apareció entre los omoplatos de Audra. Dormir en el coche le había pasado factura: era como si los músculos de su espalda se le hubieran descosido, como si se estuviese abriendo y el relleno estuviera a punto de salírsele por las costuras.

—¿Cómo vais de agua ahí atrás? —preguntó mirando a Sean a través del retrovisor. Lo vio bajar la vista y le llegó el ruido del agua en la botella de plástico.

—A mí me queda un poquito, Louise ya se ha bebido la suya.

—Muy bien. Conseguiremos más en cuanto paremos.

La atención de Sean volvió a centrarse en el mundo que pasaba ante su ventanilla: elevaciones rocosas cubiertas de matorrales que se alejaban ondulantes de la carretera, cactus que recordaban a centinelas o a soldados que se rindieran levantando los brazos. Y sobre ellos, un manto de un azul intenso con leves pinceladas de blanco y trazos amarillentos allí donde el sol seguía su trayecto hacia el oeste y el horizonte. Un paraje precioso a su manera. Audra se habría empapado de él y habría sabido disfrutar del paisaje si las cosas hubiesen sido distintas.

Si no hubiera tenido que salir huyendo.

Aunque en realidad no tenía por qué huir. De hecho, podría haber dejado que las cosas siguieran su curso, pero la espera había sido una verdadera tortura: los segundos, los minutos, las horas sin saber nada... Así que hizo las maletas y salió corriendo. Como una cobarde, eso diría Patrick. Siempre le decía que era una mujer débil, aunque enseguida añadiera que la amaba.

Audra recordó uno de aquellos momentos. Estaban abrazados en la cama, el pecho de su marido se apoyaba en su espalda y con la mano le cubría un seno. Patrick dijo que la amaba, que, a pesar de todo, la quería; como si ella, una mujer como ella, no mereciera su amor. La lengua de su marido era como un dulce puñal, tan dulce que ella ni siquiera notaba que la había herido hasta mucho después, cuando yacía despierta con sus últimas palabras dando vueltas todavía en su cabeza, dando vueltas como piedras en un frasco de cristal, repiqueteando como...

—¡Mamá!

Un camión se les echaba encima haciendo luces. Audra dio un volantazo hacia la derecha para volver a su carril y el camión pasó a su lado con el conductor lanzándole una mirada asesina. Ella negó con la cabeza, parpadeó para quitarse la áspera sequedad de los ojos e inspiró profundamente.

Tampoco era que les hubiera ido de un pelo, pero había faltado poco. Audra maldijo por lo bajo.

—¿Estáis bien? —quiso saber.

—Ajá —contestó Sean con aquella voz gutural que siempre le salía cuando no quería que ella supiera que estaba asustado—. Creo que deberíamos parar pronto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Louise en tono soñoliento.

—Nada —respondió Sean—, vuelve a dormirte.

—¡Pero si no tengo sueño! —se quejó ella. Luego tosió con aspereza. Llevaba tosiendo así desde aquella mañana temprano y aquella tos parecía volverse más persistente con el paso de las horas.

Audra observó a su hija a través del espejo. Que Louise cayera enferma era lo último que necesitaba ahora mismo. Siempre había sido más enfermiza que su hermano, y además era menuda para su edad y un poco flacucha. Abrazando con fuerza a Gogo, la pequeña echó la cabeza hacia atrás y volvió a cerrar los ojos.

El coche ascendió

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