No la conocí en vida. Existe para mí a través de los otros, mediante la evidencia de lo que su muerte les obligó a hacer. Trabajando en retrospectiva, buscando solo hechos, la reconstruí bajo la forma de una muchachita triste y una puta, en el mejor de los casos como alguien que-pudo-ser… una etiqueta que también podría aplicárseme a mí. Ojalá hubiese podido concederle un final anónimo, relegarla a unas pocas palabras lacónicas en el informe de un policía de Homicidios, la copia en papel carbón que se manda a la oficina del forense, junto con el papeleo necesario para llevarla al cementerio. Lo único que había de malo en mi idea es que ella no hubiera querido que las cosas ocurrieran de ese modo. Por brutales que fueran los hechos, ella hubiese querido que llegaran a ser conocidos. Y puesto que le debo mucho, y soy el único que conoce toda la historia, he empezado a escribir esto.
Pero antes de la Dalia estuvo la relación de compañeros, y antes de eso, la guerra, los reglamentos militares y las maniobras en la División Central, que nos recordaban que también los polis éramos soldados, aunque fuésemos mucho menos populares que quienes estaban combatiendo contra los alemanes y los japoneses. Después del trabajo de cada día, los agentes tenían que participar en simulacros de ataque aéreo, de apagón y de evacuación de incendios, lo cual nos obligaba a ponernos firmes en la calle Los Ángeles, esperando que el ataque de un Messerschmitt nos hiciera sentir un poco menos estúpidos. La llamada para los servicios del día seguía siempre un orden alfabético, y poco después de haberme graduado en la academia, en agosto de 1942, fue allí donde conocí a Lee.
Ya lo conocía por su reputación y estaba enterado de nuestros historiales respectivos: Lee Blanchard, peso pesado, 43 victorias, 4 derrotas y 2 nulos, con anterioridad una atracción habitual en el Hollywood Legion Stadium. Y yo: Bucky Bleichert, peso semipesado, 36 victorias, ninguna derrota y ningún nulo, colocado una vez en el puesto número diez del ranking por la revista Ring, tal vez porque a Nat Fleisher le divertía la mueca desafiante con que solía contemplar a mis adversarios, en una exhibición de mis dientes de caballo. Pero las estadísticas no contaban toda la historia. Blanchard pegaba duro y recibía seis golpes para poder colocar uno, un clásico cazador de cabezas; yo bailaba, hacía fintas y buscaba el hígado, siempre con la guardia en alto, pues temía que si recibía demasiados puñetazos en la cabeza mi aspecto se estropearía aún más de lo que mis dientes lo hacían. En cuanto a los estilos de pelear, Lee y yo éramos como el aceite y el agua, y cada vez que nuestros hombros se rozaban cuando nos repartían los servicios a primera hora del día, yo me preguntaba quién ganaría.
Durante cerca de un año nos estuvimos midiendo mutuamente. Jamás hablábamos del boxeo o del trabajo policial y limitábamos nuestra conversación a unas cuantas palabras sobre el tiempo. Físicamente, éramos tan distintos como pueden serlo dos hombres: Blanchard era rubio y rubicundo, medía metro ochenta y dos y tenía los hombros y el tórax enormes, con las piernas gruesas y arqueadas y una barriga incipiente dura e hinchada; yo era de tez pálida y cabello oscuro, un metro noventa de flaca musculatura. ¿Quién ganaría?
Finalmente, dejé de intentar predecir quién sería el ganador. Pero otros policías habían hecho suya la pregunta, y en ese primer año en la Central oí docenas de opiniones: Blanchard ganando por un KO rápido; Bleichert por decisión de los jueces; Blanchard abandonando o siendo obligado a abandonar por las heridas… todo salvo Bleichert noqueando a su adversario.
Cuando no me veían, les oía susurrar nuestras historias fuera del ring: el ingreso de Lee en el Departamento de Policía de Los Ángeles; su rápido ascenso gracias a los combates privados a los que asistían los peces gordos de la policía y sus amigotes de la política; cómo capturó a los atracadores del Boulevard-Citizens, allá por el 39, y se enamoró de una de las chicas de los ladrones, lo cual le impidió engrosar las filas de los detectives cuando la chica se fue a vivir con él –en una completa violación de las reglas del departamento sobre no mezclar trabajo y vida privada– y le suplicó que dejara de boxear. Los rumores sobre Blanchard me impactaban como pequeños golpes para mantener la guardia, y yo me preguntaba hasta qué punto serían ciertos. Los fragmentos de mi propia historia eran como puñetazos en el estómago, por su veracidad al ciento por ciento: el ingreso de Dwight Bleichert en el departamento para escapar de problemas bastante graves; la amenaza de expulsión de la academia cuando se descubrió que su padre pertenecía al Bund germano-estadounidense; las presiones sufridas para que denunciara ante el Departamento de Extranjeros a los chicos de ascendencia japonesa con los cuales había crecido para así asegurar su posición dentro del Departamento de Policía de Los Ángeles… No le habían pedido que participara en combates privados porque no era un pegador de los que noquean a sus adversarios.
Blanchard y Bleichert: un héroe y un delator.
Acordarme de Sam Murakami y de Hideo Ashida esposados camino de Manzanar ayudó a simplificar mi percepción de los dos… al principio. Más tarde entramos en acción, codo con codo, y mis primeras impresiones sobre Lee –y sobre mí mismo– se fueron al garete.
Fue a principios de junio de 1943. La semana anterior, los marineros se habían peleado con unos mexicanos pachucos en el muelle Lick de Venice. Corrían rumores de que uno de los chicos había perdido un ojo. Empezaron a producirse escaramuzas tierra adentro: personal de la marina de la base naval Chavez Ravine contra los pachucos de Alpine y Palo Verde. Los periódicos publicaron que los zooters llevaban insignias nazis, además de sus navajas automáticas, y centenares de soldados, marineros y marines uniformados se dirigieron hacia el centro de Los Ángeles, armados con bates de béisbol y garrotes de madera. Se decía que en la Brew 102 Brewery, en Boyle Heights, los pachucos se estaban agrupando en número similar y con armamento parecido. Todos los agentes de la División Central fueron movilizados y se les proporcionó un casco de latón de la Primera Guerra Mundial y una porra enorme conocida como «sacudenegros».
Al caer la noche, fuimos conducidos al campo de batalla en camiones prestados por el ejército y solo se nos ordenó una cosa: restaurar el orden. Nos habían quitado los revólveres reglamentarios en la comisaría; los jefazos no querían que ningún 38 cayera en manos de aquellos gángsters mexicanos de trajes amplios, pantalones drapeados con vuelta y corte de pelo de cola de pato. Cuando salté del camión en Evergreen con Wabash, llevando en la mano solo un garrote de kilo y medio con el mango recubierto de cinta adhesiva para que no resbalara, me sentí diez veces más asustado de lo que jamás había estado en el ring, y no porque el caos se acercara a nosotros desde todas direcciones.
Me sentí aterrado porque los buenos eran en realidad los malos.
Los marineros reventaban a patadas todas las ventanas de Evergreen; los marines con sus uniformes azules destrozaban sistemáticamente las farolas, procurándose cada vez más y más oscuridad en la que poder actuar. Dejando de lado sus rivalidades internas, soldados y marines volcaban los coches aparcados frente a una bodega, mientras en la acera jóvenes de la marina con camiseta y pantalones acampanados blancos molían a palos a un pequeño grupo de zooters. En la periferia de la acción pude ver cómo algunos de mis compañeros se lo pasaban en grande con gente de la Patrulla Costera y policías militares.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, aturdido, preguntándome qué debía hacer. Entonces miré a lo largo de Wabash, hacia la calle Primera, donde vi casitas y árboles; nada de pachucos, polis o soldados sedientos de sangre. Antes de saber muy bien lo que hacía, corrí hacia allí a toda velocidad. Hubiera seguido corriendo hasta derrumbarme, pero una aguda carcajada que brotó de un porche me hizo frenar en seco.
Caminé hacia el lugar de donde llegaba el sonido. Una voz estridente dijo:
–Eres el segundo poli joven que sale huyendo escopeteado del tumulto. No te culpo. Resulta difícil saber a quién ponerle las esposas, ¿verdad?
Me quedé plantado en el porche, mirando al viejo.
–La radio dice que los taxistas han ido hasta los cuarteles de la parte alta de Hollywood para traer a los marineritos hasta aquí. Según la KFI, esto es un asalto anfibio, han estado tocando «Levando anclas» cada media hora, y he visto unos cuantos reflectores giratorios al final de la calle. ¿Crees que esto es lo que llamáis vosotros un asalto anfibio?
–No tengo ni idea, pero voy a volver.
–No eres el único que ha salido por patas, ¿sabes? Hace poco un hombretón pasó corriendo por aquí.
El abuelo comenzaba a parecerme una versión maliciosa de mi padre.
–Hay unos cuantos pachucos que necesitan ver su orden restaurado.
–¿Y cree que es así de simple, amigo?
–Yo haría que lo fuese.
El viejo lanzó una risita placentera. Bajé del porche y volví hacia donde debía estar, mientras me daba golpecitos en la pierna con el garrote. Ahora todas las farolas estaban rotas; resultaba casi imposible distinguir a los zooters de los soldados. Aquello me ayudó a resolver mi dilema, y me dispuse a lanzarme a la carga. Entonces, a mi espalda, oí gritar «¡Bleichert!», y supe quién era el otro tipo que había salido corriendo.
Retrocedí. Allí estaba Lee Blanchard, «la esperanza blanca, aunque no lo bastante grande, de Southland», enfrentado a tres marines de uniforme azul y un pachuco con todo su atavío. Los tenía acorralados en el camino de entrada a un destartalado bungalow y los mantenía a raya con rápidos movimientos de su sacudenegros. Los marines le lanzaban golpes con sus garrotes, y fallaban siempre porque Blanchard no paraba de moverse de un lado a otro, atrás y adelante, sobre las puntas de los pies. El pachuco se acariciaba las medallas religiosas que le colgaban del cuello con expresión de no entender nada.
–¡Bleichert, código tres!
Me uní a la refriega y comencé a blandir mi porra, golpeando relucientes botones de latón y cintas de campaña. Recibí algunos torpes golpes en los brazos y los hombros, y avancé cuanto pude para que los marines no tuvieran mucho espacio para hacer girar sus garrotes. Era como intentar agarrarse a un pulpo, pero allí no había árbitro ni campana que marcara los tres minutos del asalto, así que instintivamente dejé caer mi porra, bajé la cabeza y empecé a soltar puñetazos, mis puños impactando sobre blandos estómagos cubiertos de tela de gabardina. Luego oí gritar:
–¡Bleichert, atrás!
Obedecí, y allí estaba Lee Blanchard, con el sacudenegros levantado por encima de su cabeza. Los marines, desconcertados, se quedaron paralizados; la porra bajó con rapidez: una, dos, tres veces, limpios golpes sobre los hombros. Cuando el trío quedó reducido a un confuso amasijo de ropas azules, Blanchard dijo:
–A las alturas de Trípoli, mierdecillas. –Luego se volvió hacia el pachuco–. Hola, Tomás.
Sacudí la cabeza y me estiré. Los brazos y la espalda me dolían; sentía un sordo latir en los nudillos de mi mano derecha. Blanchard estaba esposando al mexicano.
–¿De qué va todo esto? –fue cuanto se me ocurrió decir.
Blanchard sonrió.
–Disculpa mis malos modales. Oficial Bucky Bleichert, le presento al señor Tomás Dos Santos, objeto de una orden de busca y captura por homicidio cometido mientras perpetraba una felonía de Clase B. Tomás le dio un tirón a una vieja en el cruce de la Sexta con Alvarado, la vieja cayó al suelo con un ataque de corazón y empezó a chillar como una loca. Tomás tiró el bolso y salió corriendo como alma que lleva el diablo. Dejó sus bonitas huellas dactilares en el bolso y tantos testigos oculares como desees. –Blanchard le dio un codazo al mexicano y preguntó en español–: ¿Hablas inglés, Tomás?
Dos Santos negó con la cabeza. Blanchard movió la suya con aire de tristeza.
–Es hombre muerto. Homicidio en segundo grado es un viaje a la cámara de gas para los chicanos. Este chaval dirá el Gran Adiós dentro de unas seis semanas.
Oí disparos procedentes de Evergreen y Wabash. Alzándome sobre la punta de los pies, vi llamas que brotaban de una hilera de ventanas rotas, y que se convirtieron en una serie de estallidos blancos y azules cuando llegaron a los cables de teléfono y el tendido del tranvía. Miré hacia el suelo, donde estaban los marines, y uno de ellos me hizo un gesto obsceno con el dedo.
–Espero que esos tipos no te hayan tomado el número de placa –dije.
–Si lo han hecho, que los jodan vuelta y vuelta.
Señalé hacia un grupo de palmeras que se habían convertido en bolas de fuego.
–Esta noche no conseguiremos meterle en chirona. ¿Has venido hasta aquí para darles una paliza a esos o qué? ¿Pensaste que…?
Blanchard me hizo callar con un puñetazo juguetón que se detuvo justo antes de impactar contra mi placa.
–Salí corriendo porque sabía que no podía hacer ni una jodida mierda para restaurar el orden, y si me quedaba en medio del tumulto podrían matarme. ¿Te suena eso?
Me reí.
–Cierto. Entonces tú…
–Bueno, vi cómo esos capullos perseguían al chicano, que se parecía sospechosamente al objeto de la orden de busca y captura cuatro once barra cuarenta y tres. Me acorralaron aquí, y entonces te vi volviendo al tumulto para que te hicieran daño, así que pensé que sería mejor que te hicieran daño por una buena razón. ¿Te parece bien?
–Ha funcionado.
Dos de los marines habían logrado ponerse en pie y estaban ayudando al otro para que se levantara. Cuando empezaron a alejarse por la acera hombro con hombro, Tomás Dos Santos lanzó una fuerte patada con el pie derecho al mayor de los tres traseros. El gordo soldado al que pertenecía se volvió para encararse con su atacante; yo di un paso hacia delante. Entonces abandonaron su campaña en el este de Los Ángeles, y los tres avanzaron cojeando hacia la calle, en medio de los disparos y las palmeras en llamas. Blanchard revolvió con su mano el cabello de Dos Santos.
–Ah, capullito, eres hombre muerto. Vamos, Bleichert, busquemos un sitio donde dejar a este tipo.
Encontramos una casa con un montón de periódicos tirados en el porche, a unas cuantas manzanas de allí, y nos metimos en ella. En el armario de la cocina había una botella de Cutty Sark, llena casi hasta la mitad. Blanchard le quitó las esposas de las muñecas a Dos Santos y se las puso en los tobillos a fin de que pudiera tener las manos libres para echar un trago. Para cuando terminé de preparar unos sándwiches de jamón y unos tragos, el pachuco se había liquidado la mitad del licor y se dedicaba a eructar a gritos «Cielito lindo» y una versión mexicana de «Chattanooga Chou Chou». Una hora después, la botella estaba vacía y Tomás se había quedado dormido. Lo tumbé en el sofá y lo tapé con una colcha.
–Es el noveno que pillo en 1943 –comentó Blanchard–. Dentro de seis semanas él estará chupando gas, y yo, en tres años, trabajando en la Nordeste o en la Brigada Central.
La seguridad de sus palabras me molestó.
–De eso nada. Eres demasiado joven, no te han nombrado sargento, te acuestas con una tía sin estar casado y perdiste a tus amigotes jefazos cuando dejaste de boxear para ellos, aparte de no haber hecho ninguna ronda de paisano. Tú…
Me detuve al ver que Blanchard sonreía, se acercaba a la ventana de la sala y miraba por ella.
–Incendios en Michigan y Soto. Precioso.
–¿Precioso?
–Sí, precioso. Sabes mucho de mí, Bleichert.
–La gente habla de ti.
–También hablan de ti.
–¿Qué dicen?
–Que tu viejo es una especie de chalado que babea por los nazis. Que entregaste a tu mejor amigo a los federales para conseguir ingresar en el departamento. Que inflaste el número de tus victorias peleando con pesos medios demasiado fondones…
Las palabras quedaron colgando en el aire como la cuenta final de un asalto.
–¿Eso dicen?
Blanchard se volvió hacia mí.
–No. Dicen que nunca has atrapado a nadie que valga la pena y que crees que puedes vencerme.
Acepté el desafío.
–Todas esas cosas son ciertas.
–¿Ah, sí? Pues también es cierto lo que has oído de mí. Salvo que me encuentro en la lista de sargentos, que en agosto me trasladarán a la Brigada Antivicio de Highland Park y que en la oficina del fiscal del distrito hay un muchacho judío que pierde el culo por los boxeadores. Me ha prometido el primer puesto libre en la Criminal que pueda encontrar.
–Estoy impresionado.
–¿Sí? ¿Quieres oír algo todavía más impresionante?
–Dispara.
–Mis primeros veinte noqueados fueron unos desgraciados elegidos por mi mánager. Mi chica te vio pelear en el Olympic y dijo que estarías guapo si te arreglaras los dientes, y que, quizá, podrías vencerme.
No estaba seguro de si aquel hombre buscaba pelea o tal vez un amigo; si me estaba poniendo a prueba, buscándome las cosquillas o intentando sacarme información. Señalé hacia Tomás Dos Santos, que se retorcía en su modorra alcohólica.
–¿Qué hay del mexicano?
–Lo llevaremos a comisaría mañana por la mañana.
–Tú lo llevarás.
–La mitad del premio es tuyo.
–Oh, gracias, pero no.
–De acuerdo, socio.
–No soy tu socio.
–Tal vez algún día.
–Tal vez nunca, Blanchard. Seguramente tú trabajes en la Criminal, ejerzas de recuperador y te dediques a mandarles informes a esos abogados corruptos del centro, y seguramente yo me chupe mis veinte años, cobre mi pensión y me busque un trabajo tranquilo en algún otro sitio.
–Podrías irte con los federales. Sé que tienes amigos en el Departamento de Extranjería.
–No sigas por ahí.
Blanchard miró de nuevo por la ventana.
–Precioso. Serviría para una postal. «Querida mamá, ojalá estuvieras aquí para ver el colorido motín racial de Los Ángeles Este.»
Tomás Dos Santos se revolvió y murmuró:
–¿Inez? ¿Inez? ¿Qué? ¿Inez?
Blanchard se acercó a un ropero del vestíbulo y encontró un viejo abrigo de lana que le echó por encima. El calor prestado por el abrigo pareció calmarle; sus balbuceos se apagaron.
–Cherchez la femme. ¿Eh, Bucky?
–¿Cómo?
–Busca a la mujer. Incluso con todo ese alcohol dentro, el bueno de Tomás no es capaz de olvidar a Inez. Te apuesto diez a uno a que cuando entre en la cámara de gas ella estará allí con él.
–Quizá pueda apelar. De quince años a cadena perpetua, y en veinte años a la calle.
–No. Es hombre muerto. Cherchez la femme, Bucky. Acuérdate de eso.
Recorrí la casa en busca de un sitio donde dormir, y al final me decidí por un dormitorio de la planta baja con una cama demasiado corta para mis piernas y un colchón lleno de bultos. Al tenderme en ella, oí sirenas y disparos a lo lejos. Poco a poco me fui quedando dormido, y soñé con mis mujeres, demasiado escasas en número y con demasiado tiempo entre una y otra.
Por la mañana, los disturbios ya se habían enfriado; el cielo había quedado cubierto con una capa de cenizas y las calles llenas de botellas de licor rotas, garrotes y bates de béisbol abandonados. Blanchard llamó a la comisaría de Hollenbeck para que un coche patrulla transportara a su noveno delincuente de 1943 a una celda del Palacio de Justicia, y Tomás Dos Santos lloró cuando los agentes lo apartaron de nosotros. Blanchard y yo nos dimos la mano en la acera y luego seguimos caminos separados hacia el centro: él, a la oficina del fiscal del distrito para escribir su informe sobre la captura del ladrón de bolsos; yo, a la Central y a una nueva jornada de trabajo.
El Ayuntamiento de Los Ángeles declaró ilegal vestir el zoot suit típico de los pachucos, y Blanchard y yo volvimos a nuestras corteses conversaciones previas a la asignación de servicios. Y todo lo que había afirmado con tan molesta certeza esa noche en la casa vacía acabó por convertirse en realidad.
Blanchard fue ascendido a sargento y trasladado a la Brigada Antivicio de Highland Park a primeros de agosto, y Tomás Dos Santos entró en la cámara de gas una semana más tarde. Transcurrieron tres años y yo seguía metido en un coche patrulla con radio de la División Central. Entonces, una mañana le eché un vistazo al tablón de ascensos y cambios de destino, y en lo alto de la lista vi: «Blanchard, Leland C., sargento; Brigada Antivicio de Highland Park a Brigada Criminal Central, efectivo a partir de 15/9/46».
Y, claro está, nos convertimos en compañeros. Cuando vuelvo la vista atrás, sé que él no poseía ningún don profético; se limitaba a trabajar para asegurar su propio futuro, mientras que yo caminaba con paso incierto hacia el mío. Lo que sigue atormentándome es aquel «Cherchez la femme» pronunciado con voz inexpresiva. Porque nuestra relación no fue sino un torpe camino hacia la Dalia. Y, al final, ella acabaría poseyéndonos a los dos por completo.
I
Fuego y Hielo
1
El camino hasta convertirnos en compañeros empezó sin que yo lo supiera, y me enteré a raíz de un episodio que revivía todo aquel revuelo sobre el combate Blanchard-Bleichert.
Yo volvía de un largo turno de servicio en un control de velocidad situado en Bunker Hill, a la caza de infractores de tráfico. Tenía el cuaderno de multas lleno y el cerebro atontado tras ocho horas siguiendo con los ojos el cruce de la Segunda y Beaudry. Cuando cruzaba la sala general de la Central, entre una multitud de policías uniformados que esperaban para escuchar el informe general de la tarde, oí por encima cómo Johnny Vogel decía:
–No han peleado desde hace años, y Horrall ha prohibido los combates clandestinos, por lo que no creo que se trate de eso. Mi padre es uña y carne con el judío, y dice que intentaría conseguir a Joe Louis si fuera blanco.
Entonces Tom Joslin me dio un codazo.
–Hablan de ti, Bleichert.
Miré hacia Vogel, que charlaba con otro policía a unos metros de distancia.
–Suéltalo, Tommy.
Joslin sonrió.
–¿Conoces a Lee Blanchard?
–¿Conoce el Papa a Jesucristo?
–¡Ja! Trabaja en la Brigada Criminal.
–Dime algo que no sepa.
–Pues a ver qué te parece esto: el compañero de Blanchard está a punto de cumplir sus veinte años de servicio. Nadie pensó que lo conseguiría, pero lo ha logrado. El jefe de la Criminal es Ellis Loew, ese tipo de la oficina del fiscal del distrito. Le consiguió el puesto a Blanchard y ahora anda buscando a un chico brillante para que sustituya a su compañero. Corre la voz de que los boxeadores lo enloquecen y quiere que tú ocupes el puesto. El bueno de Vogel está en la brigada de detectives. Se lleva bien con Loew y no hace más que presionar para que su chico consiga el puesto. Con franqueza, no creo que ninguno de vosotros dos esté cualificado para ocuparlo. Yo, en cambio…
Me estremecí, pero conseguí responder con una broma para mostrarle a Joslin que no me importaba.
–Tienes los dientes demasiado pequeños. No sirven para morder cuando los boxeadores se agarran en el combate. Y hay muchos agarrones en la Criminal.
Pero sí me importaba.
Esa noche me quedé sentado en los escalones que había delante de mi apartamento y miré hacia el garaje donde guardaba el saco y la pera de entrenamiento, mi álbum con los recortes de prensa, los programas de combates y las fotografías publicitarias. Pensé en que era bueno pero no lo bastante, en que me había mantenido en mi peso cuando podría haber ganado unos cinco kilos para luchar en la categoría de pesos pesados, en los combates con pesos medios mexicanos hinchados a tortillas en el Eagle Rock Legion Hall, donde mi viejo iba a sus reuniones del Bund. El peso semipesado era una categoría en tierra de nadie, y pronto decidí que había sido hecha a mi medida. Mientras pesase ochenta kilos, podía bailar sobre las puntas de mis pies durante toda la noche, lanzar ganchos precisos al cuerpo del otro, y solo un bulldozer sería capaz de aguantar mi directo de izquierda.
Pero no había bulldozers semipesados, porque cualquier boxeador de ochenta kilos con aspiraciones tragaba y tragaba hasta convertirse en un peso pesado, incluso si sacrificaba con ello la mitad de su velocidad y gran parte de su pegada. El peso semipesado era un sitio seguro. En esa categoría tenías garantizadas pagas de cincuenta dólares sin que te hicieran daño. Ser un peso semipesado era salir en el Times citado por Braven Dyer, verse adulado por el viejo y sus amigotes antijudíos y ser un tipo importante mientras no abandonara Glassell Park y Lincoln Heights. Era todo lo lejos que como boxeador nato podía llegar… sin verme obligado a poner a prueba mis redaños.
Entonces llegó Ronnie Cordero.
Era un peso medio mexicano procedente de El Monte, rápido, con capacidad para noquear con ambas manos y una defensa tipo cangrejo, la guardia alta, los codos pegados a los flancos para desviar los golpes dirigidos al cuerpo. Solo tenía diecinueve años y poseía unos huesos enormes para su peso, con un potencial de crecimiento suficiente para hacerle subir dos categorías hasta el peso pesado y el dinero a espuertas. Había conseguido catorce victorias seguidas por KO en el Olympic, cargándose de forma fulgurante a todos los pesos medios importantes de Los Ángeles. Cordero seguía creciendo y, ansioso por elevar la calidad de sus oponentes, me lanzó un desafío a través de la página deportiva del Herald.
Sabía que iba a comerme crudo. Sabía que perder ante un taquero arruinaría mi celebridad local. Sabía que huir del combate me haría daño, pero que librar ese combate me mataría. Empecé a buscar un lugar adonde huir. El ejército, la armada y los marines parecían buenos sitios; entonces bombardearon Pearl Harbor y los hicieron parecer aún mejor. Luego mi viejo sufrió una embolia, perdió su trabajo y su pensión y empezó a tomar papilla para bebés a través de una paja. Obtuve una prórroga de reclutamiento por mi situación familiar e ingresé en el Departamento de Policía de Los Ángeles.
Podía ver en qué dirección iban mis pensamientos. Los capullos del FBI no paraban de preguntarme si me consideraba alemán o estadounidense, y estaba dispuesto a demostrarles mi patriotismo ayudándoles. Ahuyenté lo que vino después de aquello concentrándome en el gato de mi casera, que acechaba a un arrendajo posado en el tejado del garaje. Cuando el gato saltó sobre él, tuve que reconocer hasta qué punto deseaba que el rumor de Johnny Vogel fuera cierto.
La Criminal era la celebridad local para un poli. La Criminal era ir de paisano sin abrigo ni corbata, emoción, aventura y dietas por kilometraje en tu coche de civil. La Criminal era perseguir a los tipos realmente malos y no atrapar a los borrachos y los vagabundos que se reunían delante de la Midnight Mission. La Criminal era trabajar en la oficina del fiscal del distrito, con un pie metido en la brigada de detectives y cenas tardías con el alcalde Bowron, cuando se ponía de muy buen humor y quería que le contaran historias de la guerra.
Pensar en ello empezó a dolerme. Fui al garaje y comencé a golpear la pera hasta sentir calambres en los brazos.
Durante las siguientes semanas trabajé en un coche patrulla cerca del límite norte de nuestra circunscripción. Me encargaba de curtir a un novato bocazas llamado Sidwell, un muchacho que acababa de servir tres años como policía militar en el Canal. Estaba pendiente de cada palabra mía con la babeante tenacidad de un perrito faldero y se había enamorado hasta tal punto del trabajo policíaco civil que se dedicaba a rondar por la comisaría después de haber terminado su turno, haciendo el ganso con los carceleros, golpeando con la toalla los carteles de «Se busca» que había en el vestuario, y en general molestando a todo el mundo hasta que alguien se hartaba y le decía que se fuera a casa.
No tenía el menor sentido del decoro y podía hablar con cualquiera de lo que fuese. Yo era uno de sus temas favoritos, y además se encargaba de transmitirme todos los cotilleos de la comisaría.
Yo no hacía mucho caso a la mayor parte de los rumores: el jefe Horrall iba a poner en marcha un equipo de boxeo interdepartamental, y me enchufaría a la Criminal para asegurarse de que yo figurara en él junto con Blanchard; al parecer, Ellis Loew, el trepa de la oficina del fiscal, había ganado un montón de dinero apostando por mí antes de la guerra y ahora iba a concederme una recompensa con atrasos. Horrall había rescindido su orden prohibiendo los combates privados, y algunos de los jefazos que manejaban el cotarro querían tenerme contento para poder llenarse los bolsillos cuando apostaran por mí. Todas esas historias me sonaban demasiado pilladas por los pelos, aunque en cierto modo sabía que el boxeo se encontraba detrás de mis posibilidades de ascenso. A lo que sí di crédito era a que la elección para la Criminal se estaba reduciendo a Johnny Vogel o a mí.
El padre de Vogel trabajaba con los tipos de la Central; yo tenía un historial de treinta y seis victorias, ningún nulo y ninguna derrota en la categoría de tierra-de-nadie conseguido cinco años atrás. Consciente de que el único modo de competir con el nepotismo era dar el peso adecuado, empecé a golpear sacos, me salté comidas y practiqué saltando a la cuerda hasta que volví a estar de nuevo en la segura y tranquila categoría de los semipesados. Luego esperé.
2
Pasé una semana en el límite de los ochenta kilos, harto de entrenarme y soñando todas las noches con filetes, hamburguesas con chile y pasteles de coco con crema. Mis esperanzas de conseguir el puesto en la Criminal se habían reducido hasta el punto de que las habría tirado por la borda a cambio de unas costillas de cerdo en el Pacific Dinning Car, y el vecino que cuidaba del viejo por veinte pavos al mes me había llamado para decirme que había vuelto a las andadas, disparando a los perros del vecindario con su escopeta de balines y gastándose el cheque de la Seguridad Social en revistas de chicas ligeras de ropa y maquetas de aeroplanos. Había llegado un punto en el que tenía que tomar alguna decisión al respecto, y cada abuelo desdentado que me encontraba durante las rondas hería mi vista como una gargolesca versión del loco Dolph Bleichert. Estaba observando a uno de ellos cruzar con paso inseguro la Tercera con Hill cuando recibí la llamada de radio que cambió mi vida para siempre.
–11-A-23, llame a comisaría. Repito: 11-A-23, llame a comisaría.
Sidwell me dio un codazo.
–Tenemos una llamada, Bucky.
–Acusa recibo.
–El encargado ha dicho que llamemos a comisaría.
Giré a la izquierda, aparqué y señalé la caja metálica con el teléfono de la esquina.
–Usa la llave maestra. Esa que llevas colgada al lado de las esposas.
Sidwell obedeció, e instantes después volvió al trote al coche patrulla con expresión grave.
–Debes presentarte de inmediato al jefe de detectives –dijo.
Mi primer pensamiento fue para el viejo. Conduje a toda velocidad las seis manzanas hasta el Ayuntamiento y le dejé el coche patrulla a Sidwell. Luego, subí en el ascensor hasta las oficinas del jefe Thad Green en la cuarta planta. Una secretaria me dejó entrar en el santuario del jefe, donde, sentados en butacas de cuero, estaban Lee Blanchard, más peces gordos de los que nunca había visto reunidos en un solo sitio, y un tipo delgado como una araña que vestía un tres piezas de tweed.
–El agente Bleichert –anunció la secretaria, y me dejó plantado allí en medio, consciente de que el uniforme me colgaba del enflaquecido cuerpo como una tienda de campaña.
Entonces Blanchard, que llevaba pantalones de pana y cazadora granate, se levantó y ofició de maestro de ceremonias.
–Caballeros, este es Bucky Bleichert. Bucky, de izquierda a derecha y de uniforme, te presento al inspector Malloy, al inspector Stensland y al jefe Green. El caballero trajeado es Ellis Loew, ayudante del fiscal del distrito.
Asentí con la cabeza y Thad Green me señaló un asiento vacío encarado al grupo. Me senté y Stensland me entregó un fajo de papeles.
–Lea esto, agente. Es el editorial de Braven Dyer para el Times del próximo sábado.
La primera página tenía fecha del 14/10/46 y justo debajo un titular en letras mayúsculas: «Fuego y Hielo entre lo mejor de Los Ángeles». A continuación empezaba el texto escrito a máquina:
Antes de la guerra, la ciudad de Los Ángeles se vio agraciada con dos boxeadores locales, nacidos y criados a apenas ocho kilómetros de distancia, unos púgiles con estilos tan distintos como el fuego y el hielo. Lee Blanchard era un torbellino de piernas arqueadas cuyos golpes eran como latigazos de una honda y hacían que saltaran chispas sobre las primeras filas de asientos. Bucky Bleichert entraba en el cuadrilátero tan tranquilo e impasible que se diría que era inmune al sudor. Bailaba sobre la punta de sus pies mejor que Bojangles Robinson, y sus potentes directos aderezaban los rostros de sus oponentes hasta que parecían el steak tartare que sirven en el Mike Lyman’s Grill. Los dos hombres eran poetas: Blanchard el poeta de la fuerza bruta, Bleichert el poeta opuesto, el de la velocidad y la astucia. En conjunto ganaron 79 combates y perdieron solo cuatro. Tanto en el ring como en la tabla de los elementos, el fuego y el hielo resultan difíciles de vencer.
El señor Fuego y el señor Hielo jamás pelearon entre ellos. Los límites de sus categorías los mantuvieron apartados. Pero cierto sentido del deber hizo que se acercaran en espíritu, y los dos hombres ingresaron en el Departamento de Policía de Los Ángeles y siguieron peleando fuera del ring… esta vez en la guerra contra el crimen. Blanchard resolvió el misterioso robo al banco Boulevard-Citizens en 1939 y capturó al temible asesino Tomás Dos Santos. Bleichert sirvió de forma distinguida durante los disturbios de los pachucos del 43. Ahora ambos son agentes en la Central: el señor Fuego, 32 años, es sargento en la prestigiosa Brigada Criminal; el señor Hielo, 29 años, trabaja como policía cubriendo el peligroso territorio del centro de Los Ángeles. Recientemente les pregunté tanto a Fuego como a Hielo por qué habían renunciado a sus mejores años en el cuadrilátero para convertirse en policías. Sus respuestas son reveladoras del carácter de esos magníficos hombres:
Sargento Blanchard: «La carrera de un boxeador no dura para siempre, pero la satisfacción de servir a tu comunidad, sí».
Agente Bleichert: «Yo quería luchar contra oponentes más peligrosos, como criminales y comunistas».
Lee Blanchard y Bucky Bleichert han hecho grandes sacrificios para servir a su ciudad, y el día de las elecciones, el 5 de noviembre, se pedirá a los votantes de Los Ángeles que hagan lo mismo: votar una propuesta para conceder cinco millones de dólares al Departamento de Policía de Los Ángeles a fin de modernizar su equipamiento y proporcionar un aumento salarial del 8 por ciento a todo su personal. Tengan en mente los ejemplos del señor Fuego y el señor Hielo. Voten «Sí» a la Propuesta B el día de las elecciones.
Cuando hube terminado, le devolví las páginas al inspector Stensland. Empezó a decir algo, pero Thad Green le hizo callar poniendo una mano sobre su hombro.
–Díganos qué opina de esto, agente. Y sea sincero.
Tragué saliva para que la voz no me temblara.
–Es sutil.
Stensland se ruborizó, Green y Malloy sonrieron, y Blanchard lanzó una risotada sin contenerse.
–La Propuesta B va a ser derrotada –dijo Ellis Loew–, pero hay una posibilidad de someterla de nuevo a votación en las elecciones de la primavera próxima. Lo que teníamos en…
–Ellis, por favor –le cortó Green, y se volvió otra vez hacia mí–. Una de las razones por las que la propuesta no saldrá adelante es que la gente no está nada satisfecha con el servicio que se le ha dado hasta ahora. Nos faltaron efectivos durante la guerra y algunos de los hombres que contratamos para remediarlo resultaron ser manzanas podridas y nos dieron mala fama a todos. Además, desde que la guerra acabó el cuerpo se ha llenado de novatos y muchos de nuestros mejores hombres se han jubilado. Hay que reconstruir dos comisarías y necesitamos ofrecer unos salarios iniciales más altos para atraer a hombres buenos. Para todo eso hace falta dinero, y los votantes no van a dárnoslo en noviembre.
Empezaba a ver de qué iba todo aquello.
–Ha sido idea suya, ayudante –dijo Malloy–. Explíqueselo usted.
Loew tomó la palabra.
–Me apuesto lo que sea a que podremos hacer que aprueben la propuesta en la votación especial del 47. Pero para lograrlo necesitamos que haya más entusiasmo público hacia el departamento. Hemos de levantar la moral dentro del cuerpo e impresionar a los votantes con la calidad de nuestros hombres. Los buenos boxeadores de pura raza blanca resultan atractivos, Bleichert. Usted lo sabe.
Miré a Blanchard.
–Tú y yo, ¿eh?
Blanchard me guiñó el ojo.
–Fuego y Hielo. Cuéntele el resto, Ellis.
Loew torció el gesto al oír que lo llamaba por su nombre de pila, y continuó:
–Un combate a diez asaltos dentro de tres semanas en el gimnasio de la academia. Braven Dyer es muy buen amigo mío y se encargará de ir creando expectación en su columna. Las entradas costarán dos dólares, y una mitad del aforo será para policías y sus familias, y la otra para civiles. Los ingresos irán al programa de beneficencia de la policía. A partir de ahí crearemos un equipo de boxeo interdepartamental, formado por buenos chicos blancos de pura raza. Los miembros del equipo tendrán un día libre a la semana para enseñar a los niños con menos recursos el arte de la autodefensa. Montones de publicidad, hasta que lleguen las elecciones especiales del 47.
Ahora todos los ojos se clavaron en mí. Contuve el aliento, esperando que me ofrecieran el puesto en la Criminal. Cuando vi que nadie decía nada, miré a Blanchard de soslayo. Su torso parecía brutalmente poderoso, pero su estómago se había ablandado y yo era más joven, más alto y probablemente mucho más rápido que él. Antes de encontrar alguna razón para echarme atrás, dije:
–Acepto.
Los jefazos saludaron mi decisión con aplausos; Ellis Loew sonrió, dejando al descubierto unos dientes que parecían pertenecer a una cría de tiburón.
–La fecha es el 29 de octubre, una semana antes de las elecciones –dijo–. Y ambos podrán usar sin limitaciones el gimnasio de la academia para entrenarse. Diez asaltos es pedirles mucho a dos hombres que han estado inactivos durante tanto tiempo como ustedes, pero cualquier otra cosa resultaría propia de nenazas. ¿No creen?
–O de comunistas –repuso Blanchard con un bufido.
Loew le dedicó una mueca toda dientes afilados.
–Sí, señor –dije.
El inspector Malloy alzó una cámara y gorjeó:
–Mire el pajarito, hijo.
Me puse en pie y sonreí sin separar los labios; el flash soltó un fogonazo. Vi estrellitas y recibí unas palmadas en la espalda, y cuando la camaradería acabó y se me despejó la visión, Ellis Loew estaba delante de mí.
–He apostado muy alto por usted –dijo–. Y si no pierdo mi apuesta, espero que pronto podamos ser colegas.
Pensé: «Eres un cabronazo muy sutil», pero contesté:
–Sí, señor.
Loew me dio un flácido apretón de manos y se fue. Me froté los ojos para librarme de la última estrellita que entorpecía mi visión y vi que la habitación estaba vacía.
Mientras bajaba en el ascensor, pensé en sabrosos modos de recuperar el peso que había perdido. Blanchard debía de pesar algo más de noventa kilos, y si me enfrentaba a él con mi viejo y cómodo peso me machacaría cada vez que lograra atravesar mi guardia. Intentaba decidirme entre el Pantry y Little Joe’s cuando llegué al aparcamiento y vi a mi adversario en carne y hueso, hablando con una mujer que lanzaba anillos de humo a un cielo que parecía de postal.
Me dirigí hacia ellos. Blanchard estaba apoyado en un coche policial sin distintivos y agitaba las manos ante la mujer, todavía concentrada en sus anillos de humo, que exhalaba en grupitos de tres o cuatro cada vez. Cuando me acerqué ella estaba de perfil, la cabeza inclinada hacia arriba, la espalda arqueada y una mano apoyada sobre la portezuela del vehículo. Una cabellera castaño rojiza cortada al estilo paje le rozaba los hombros y el largo y delgado cuello; la forma en que le quedaban la chaqueta Eisenhower y la falda de lanilla me indicó que todo su cuerpo era delgado.
Blanchard me vio y le dio un codazo. Ella soltó una gran bocanada de humo y se volvió hacia mí. De cerca, distinguí un rostro de facciones marcadas y hermosas que parecían no encajar entre sí: la frente alta y despejada que daba un aire incongruente a su peinado, la nariz torcida, unos labios generosos y unos grandes ojos de color castaño muy oscuro.
Blanchard hizo las presentaciones.
–Kay, este es Bucky Bleichert. Bucky, Kay Lake.
La mujer aplastó su cigarrillo con el pie. Yo dije «Hola», al tiempo que me preguntaba si sería la chica que Blanchard había conocido durante el juicio por el atraco al Boulevard-Citizens. No daba el perfil de muñeca de un atracador de bancos, incluso aunque hubiera estado años viviendo con un policía.
Su voz tenía un ligero deje del Medio Oeste.
–Te vi boxear varias veces. Y las ganaste todas.
–Siempre gano. ¿Eres aficionada al boxeo?
Kay Lake negó con la cabeza.
–Lee solía llevarme a rastras a los combates. Antes de la guerra iba a clases de arte, así que me llevaba mi cuaderno y hacía dibujos de los boxeadores.
Blanchard le pasó un brazo alrededor de los hombros.
–Kay me obligó a dejar los combates a puerta cerrada. Dijo que no quería ver cómo acababa moviéndome como un vegetal.
Empezó a imitar a un boxeador medio sonado, y Kay Lake se apartó un poco de él con el gesto torcido. Blanchard la miró rápidamente y luego lanzó al aire unos cuantos directos de izquierda y unos cruzados de derecha. Los golpes se veían venir a kilómetros de distancia, y en mi mente contraataqué con un uno-dos a su mentón y su estómago.
–Intentaré no hacerte daño –dije.
Kay me fulminó con la mirada al oír mi comentario; Blanchard sonrió.
–Me ha llevado semanas convencerla de que me deje boxear. Le he prometido un coche nuevo si no pone demasiados morritos.
–No hagas ninguna apuesta que no seas capaz de cubrir.
Blanchard se rió, y luego se acercó a Kay y le pasó un brazo por los hombros.
–¿A quién se le ha ocurrido todo esto? –pregunté.
–A Ellis Loew. Consiguió que yo entrara en la Criminal; y cuando mi compañero presentó sus papeles de jubilación, empezó a pensar en ti para sustituirle. Hizo que Braven Dyer escribiera toda esa mierda del Fuego y el Hielo, y luego le llevó el pastelito a Horrall. Jamás se lo habría tragado, pero todas las encuestas decían que la propuesta se iba a pique, así que acabó dando luz verde.
–¿Ha apostado dinero por mí? ¿Conseguiré entrar en la Criminal si gano?
–Algo así. Al fiscal del distrito no le gusta mucho la idea, piensa que nosotros dos no funcionaremos como compañeros. Pero va a seguirles la corriente. Horrall y Thad Green lo convencieron. Personalmente, casi espero que ganes. Si pierdes, tendré que quedarme con Johnny Vogel. Está gordo, se tira pedos, le apesta el aliento y su padre es el capullo más grande de toda la Central, haciendo siempre recaditos para ese niñato judío. Además…
Le di unos suaves golpecitos con el índice en el pecho.
–¿Y qué sacas tú de todo esto?
–Las apuestas funcionan en los dos sentidos. A mi chica le gustan las cosas bonitas y no puedo permitirme decepcionarla. ¿Verdad que no, cariño?
–Sigue hablando de mí en tercera persona –dijo Kay–. Me encanta.
Blanchard alzó las manos en un gesto burlón de rendición; los oscuros ojos de Kay parecían arder. Sentí curiosidad por la mujer y pregunté:
–¿Qué piensa usted de todo este asunto, señorita Lake?
Ahora sus ojos parecieron bailar.
–Por razones estéticas, espero que los dos tengáis un buen aspecto con la camisa quitada. Por razones morales, espero que el Departamento de Policía de Los Ángeles quede en ridículo por perpetrar esta farsa. Por razones financieras, espero que Lee gane.
Blanchard se rió y dio una fuerte palmada en el capó del coche; yo olvidé mi vanidad y sonreí con la boca abierta. Kay Lake me miró a los ojos y, por primera vez –sí, era algo extraño, pero estaba seguro de ello–, tuve la sensación de que el señor Fuego y yo estábamos haciéndonos amigos. Tendí la mano y dije:
–Mucha suerte en la derrota.
Lee me la estrechó.
–Lo mismo digo –replicó él.
Kay nos abarcó a los dos con una mirada que indicaba que nos consideraba dos chiquillos estúpidos. Me llevé la mano al ala del sombrero, lo ladeé un poco en señal de despedida y comencé a alejarme.
–Dwight –llamó Kay, y me pregunté cómo sabía mi verdadero nombre. Cuando me di la vuelta, dijo–: Estarías muy guapo si te arreglaras los dientes.
3
La pelea se convirtió en la gran sensación del departamento y, luego, de Los Ángeles entero. Todo el aforo del gimnasio de la academia estaba vendido a las veinticuatro horas de que Braven Dyer anunciara el acontecimiento en la página deportiva del Times. El teniente de la calle Setenta y siete nombrado apostador oficial del departamento empezó dando como favorito a Blanchard por tres a uno, mientras que los apostadores auténticos se decantaban por el señor Fuego por KO (dos y medio a uno) y por decisión final de los jueces (cinco a tres). Las apuestas interdepartamentales estaban al rojo vivo, y en todas las comisarías montaron puestos especiales para recogerlas. Dyer y Morrie Ryskind, del Mirror, alimentaban la locura en sus columnas y un locutor de la KMPC compuso una cancioncilla llamada «Tango del Fuego y el Hielo». Respaldada por un grupo de jazz, una soprano de voz aguardentosa canturreaba: «Fuego y Hielo no son como el azúcar y la sal; ciento ochenta kilos a golpes de cuero no son cosa de broma. Pero el señor Fuego enciende mi llama y el señor Hielo enfría mi frente, ¡para mí es un servicio nocturno de primera clase!».
De nuevo me convertí en una celebridad local.
Cuando repartían los servicios vi cambiar de manos tarjetas de apuestas y me saludaron polis a quienes no conocía; el gordo Johnny Vogel me lanzaba una mirada asesina cada vez que pasaba por mi lado en los vestuarios. Sidwell, siempre traficando con rumores, dijo que dos tipos del turno de noche habían apostado sus coches y que el jefe de la comisaría, el capitán Harwell, era el encargado de guardar sus apuestas hasta después del combate. Los de la Brigada Antivicio habían suspendido sus redadas contra los apostadores clandestinos porque Mickey Cohen recibía diez de los grandes al día en tarjetas y le pasaba el cinco por ciento a la agencia de publicidad contratada por el Ayuntamiento en su esfuerzo por conseguir que se aprobara la propuesta para obtener fondos. Harry Cohn, el jefazo de Columbia Pictures, había apostado un buen fajo por mi triunfo por decisión final de los jueces, y si lo lograba pasaría un ardiente fin de semana con Rita Hayworth.
Aunque nada de todo eso tenía sentido, resultaba agradable, y para evitar volverme loco me entrené más duro de lo que jamás lo había hecho.
Cada día, al acabar mi turno, me iba directo al gimnasio y me empleaba a fondo. Sin hacer caso de Blanchard y de su séquito de lameculos, ni de los policías fuera de servicio que me rondaban igual que moscas, me dedicaba a golpear el saco, directo de izquierda, derecha cruzada, gancho de izquierda, cinco minutos en cada sesión, todo el tiempo sobre las puntas de los pies; me entrenaba con mi viejo compañero Pete Lukins como sparring, y golpeaba la pera hasta que el sudor me cegaba y sentía los brazos como goma. Saltaba a la cuerda y corría por las colinas del Elysian Park con pesas de un kilo atadas a los tobillos, lanzando puñetazos a las ramas de árboles y arbustos, y dejando atrás a los perros que merodeaban por allí alimentándose de lo que encontraban en los cubos de basura. Cuando llegaba a casa, me atiborraba de hígado, filetes enormes y espinacas, y me quedaba dormido antes de poder quitarme la ropa.
Entonces, cuando faltaban nueve días para la pelea, vi a mi viejo y decidí lanzarme a por el dinero.
Ocurrió durante mi visita mensual, cuando fui en coche a Lincoln Heights sintiéndome culpable por no haberme pasado por allí desde que me enteré de que volvía a hacer locuras. Le llevé regalos para calmar un poco mi culpabilidad: conservas que me había agenciado del mercado durante mi ronda y unas cuantas revistas de chicas confiscadas. Cuando frené delante de la casa, comprendí que eso no sería suficiente.
El viejo estaba sentado en el porche, dando tragos de un frasco de jarabe para la tos. En una mano sostenía su pistola de balines y disparaba con aire distraído contra una formación de aviones hechos con madera de balsa y alineados sobre el césped. Estacioné el coche y me dirigí hacia donde estaba. Tenía la ropa manchada de vómito y bajo ella asomaban los huesos, que sobresalían como si se los hubieran colocado en ángulos equivocados. El aliento le apestaba, tenía los ojos amarillentos y velados y la piel que podía ver por entre su apelmazada barba blanca estaba salpicada por venillas rotas. Me incliné para ayudarle a ponerse en pie y él me apartó las manos de un golpe, farfullando:
–Scheisskopf! Kleine Scheisskopf!
Tiré de él hasta conseguir levantarle. La pistola de balines y el frasco de Expectolar cayeron al suelo.
–Guten Tag, Dwight –murmuró, como si me hubiera visto el día anterior.
Me aparté las lágrimas de los ojos con la mano.
–Habla en inglés, papá.
El viejo se llevó la mano izquierda al hueco del codo derecho en un torpe corte de mangas y comenzó a agitar el puño ante mí.
–Englisch Scheisser! –gritó–. Churchill Scheisser! Amerikanisch Juden Scheisser!
Lo dejé en el porche y fui a echar un vistazo a la casa. La sala se hallaba repleta de piezas para montar aviones y latas abiertas de judías con moscas zumbando a su alrededor; el dormitorio estaba empapelado con fotos de chicas, la mayoría cabeza abajo. El cuarto de baño apestaba a orines rancios y en la cocina había tres gatos que andaban husmeando latas de atún medio vacías. Cuando me acerqué a ellos, me bufaron; les tiré una silla y volví junto a mi padre.
Estaba apoyado en la barandilla del porche, mesándose la barba. Temeroso de que se cayera, lo agarré del brazo; temeroso de echarme a llorar, le dije:
–Di algo, papá. Haz que me enfade. Dime cómo has logrado dejar la casa tan jodida en tan solo un mes.
Mi padre intentó soltarse. Yo lo sujeté con más fuerza y luego aflojé mi presa, temiendo quebrarle los huesos como si fueran ramas secas.
–Du, Dwight? Du? –murmuró.
Y supe que había sufrido otra embolia y que otra vez había perdido la memoria del inglés. Rebusqué en mi propia memoria en un intento de hallar frases en alemán y no encontré nada. De pequeño había odiado tanto a aquel hombre que me obligué a olvidar el idioma que me había enseñado.
–Wo ist Greta? Wo, Mutti?
Lo rodeé con mis brazos.
–Mamá está muerta. Eras demasiado tacaño para comprarle licor de contrabando, así que se consiguió un poco de aguardiente de uvas de los negros de los Flats. Era alcohol de quemar, papá. Se quedó ciega. La metiste en el hospital y se tiró desde el tejado.
–Greta!
Lo abracé con más fuerza.
–Chsss. Eso ocurrió hace catorce años, papá. Hace mucho tiempo.
Él intentó apartarme; yo le empujé hacia la puerta