Los reyes de la arena

George R.R. Martin

Fragmento

Título

EL HOMBRE CON FORMA DE PERA

El Hombre con forma de pera vive abajo, al final de la escalera. Tiene los hombros estrechos y encorvados, y las nalgas enormes, imponentes. O quizá sólo lo parezca por la ropa que lleva; nunca nadie ha confesado haberlo visto desnudo, y mucho menos desearlo. Viste gruesos pantalones de poliéster color café que le quedan demasiado holgados, tienen los bajos anchos y el culo raído, y sus bolsillos grandes y profundos están tan abarrotados de cositas y basuras que forman una protuberancia a cada lado; los usa muy arriba, por encima del barrigón, ceñidos en torno al pecho con un delgado cinturón de cuero. De hecho, los lleva tan arriba que se le ven perfectamente los calcetines medio caídos, y muchas veces también cuatro o cinco centímetros de piel fofa y lechosa. Siempre lleva camisa de manga corta, blanca o azul claro, con el bolsillo del pecho lleno de bolígrafos Bic, de los baratos de tinta azul; seguramente pierde las tapas, o las tira, porque alrededor del bolsillo de la camisa se ven manchas acumuladas de tinta. Su cabeza es como una segunda pera montada sobre la primera; tiene mucha papada, las mejillas gordas y la coronilla casi acabada en punta. Su nariz es ancha y chata, de poros grandes y grasientos. Tiene los ojos, pequeños y claros, muy juntos. Tiene el pelo fino, castaño, lacio y casposo; parece que no se lo lava nunca, y hay quien dice que se lo corta él mismo con un cuenco y un cuchillo romo. Además, El Hombre con forma de pera huele raro; es un aroma dulzón, un poco agrio, una mezcla de mantequilla rancia, carne pasada y verduras podridas en el bote de basura. Tiene la voz aguda, débil y chillona; una vocecita que sería graciosa viniendo de un hombre tan grande y tan feo, pero lo cierto es que resulta inquietante, aunque su sonrisa forzada es más inquietante aún. Los labios son gruesos y húmedos, y sonríe sin abrir la boca ni mostrar los dientes.Todos lo conocemos, claro. Cualquiera conoce a un Hombre con forma de pera.

Jessie conoció al suyo en cuanto llegó al barrio, cuando Angela y ella se mudaron al piso del primer piso. Angela y Donald, su novio estudiante de psiquiatría, habían movido sin querer el ladrillo que mantenía abierto el portón cuando metían a rastras el sofá. Mientras tanto, Jessie había sacado el sillón reclinable del camión de mudanzas ella sola, lo había subido a tumbos por los escalones de la calle y, al apoyar la espalda contra el portón, con el sillón en brazos, descubrió que se había cerrado. Estaba acalorada, cansada e irritable, a punto de llorar de rabia. Justo entonces, El Hombre con forma de pera salió de la vivienda del sótano, situada abajo, al final de la escalera. Subió hasta la calle y se quedó mirando a Jessie desde el pie de los escalones que llevaban al edificio con sus ojos pequeños, claros y acuosos. No hizo el menor gesto de ayudarla. Tampoco la saludó ni se ofreció a abrirle el portón. Sólo parpadeó y esbozó una sonrisa húmeda de labios apretados, sin enseñar los dientes, y habló con su voz chillona, que daba escalofríos, como el chirrido de las uñas rasgando una pizarra.

—Ahhh —dijo—, ella llegó.

Luego se dio la vuelta y se marchó con andar bamboleante.

Jessie soltó el sillón, que cayó rebotando dos escalones y quedó boca abajo. De repente, pese al calor sofocante de julio, sintió frío. Contempló cómo se alejaba El Hombre con forma de pera. Ese fue su primer encuentro. Entró y se lo contó a Donald y a Angela, pero ellos no mostraron demasiado interés.

—En la vida de toda chica debe haber un Hombre con forma de pera —entonó Angela, con sarcasmo de urbanita curtida—. Seguro que alguna vez hasta habré tenido una cita a ciegas con uno.

Donald, que no vivía con ellas pero pasaba tantas noches con Angela que a veces parecía que sí, tenía preocupaciones más apremiantes.

—¿Dónde quieren que ponga el sillón?

Más tarde se tomaron unas cervezas, y Rick y Molly y los Heatherson acudieron a ayudarlas a estrenar el departamento, y cuando Molly no estaba cerca, Rick se ofreció a posar para Jessie (con guiños y segundas intenciones), y Donald bebió demasiado y se fue a dormir al sofá, y los Heatherson tuvieron una bronca que terminó con Geoff marchándose enojado y con Lureen llorando; en pocas palabras, fue una noche como cualquier otra, y Jessie se olvidó por completo del Hombre con forma de pera. Pero no por mucho tiempo.

A la mañana siguiente, Angela despertó a Donald, y se fueron; Angie, al centro, a la gran empresa donde trabajaba como secretaria de asuntos legales, y Don a estudiar psiquiatría. Jessie era ilustradora publicitaria por cuenta propia. Trabajaba en casa, cosa que, a ojos de Angela, de Donald, de su madre y del resto de la civilización occidental quería decir que simplemente no trabajaba.

—¿Te importaría ir al súper? —le preguntó Angie antes de irse. En las dos semanas previas a la mudanza habían dejado el refrigerador vacío para no tener que acarrear un montón de comida de una punta a otra de la ciudad—. Ya que vas a estar en casa todo el día… La verdad es que necesitamos provisiones.

De modo que Jessie empujaba un carrito de compras lleno de comida por un atestado pasillo de la tienda de la esquina, el mercado de Santino, cuando vio al Hombre con forma de pera por segunda vez. Estaba en la caja contando monedas y depositándolas en la mano de Santino. A Jessie le entraron ganas de darse la vuelta y entretenerse con algo hasta que el conteo terminara, pero le pareció una tontería. Ya tenía todo lo que necesitaba, y al fin y al cabo era una mujer adulta; además, solo había una caja abierta. Decidida, se puso en la fila detrás de él.

Santino dejó caer las monedas del Hombre con forma de pera en la vieja caja registradora y embolsó los artículos: una botella grande de Coca-Cola y una bolsa de cuarto de kilo de frituras de queso Cheez Doodles. Al tomar la bolsa, El Hombre con forma de pera la vio y le ofreció su sonrisa húmeda e insincera.

—Los Cheez Doodles son los mejores —dijo—. ¿Quieres uno?

—No, gracias —respondió Jessie educadamente. El Hombre con forma de pera metió la bolsa de papel café en un maletín informe de piel, como los que llevan los niños de escuela, y salió de la tienda con paso tambaleante. Santino, un hombre corpulento de pelo entrecano y calvicie incipiente, empezó a registrar las compras de Jessie.

—¿Qué tal el tipo, eh? —le preguntó a la chica.

—¿Quién es? —se interesó ella.

—Buf, ni idea —dijo Santino, encogiéndose de hombros—. Todo el mundo lo llama “El Hombre con forma de pera”. Lleva toda la vida por aquí. Viene todas las mañanas a comprar una botella de Coca-Cola y una bolsa grande de Cheez Doodles. Una vez se nos acabaron y le dije que probara los Cheetos, o yo qué sé, papas fritas, ya sabe, para variar un poco. Pero ni de broma.

—Seguro que compra algo más que Coca-Cola y frituras —dijo Jessie, perpleja.

—¿Quiere apostar algo, señorita?

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