El vasto territorio

Simón López Trujillo

Fragmento

LOS MOTORES DE LAS SIERRAS SE APAGARON AL UNÍSONO, Pedro bajó los brazos y apoyó su máquina en un tronco. Se quitó el casco y secó el sudor que había crecido detrás de la visera. Con el cambio de hora, anochecía más temprano, pero la hora de salida seguía siendo la misma: volver era tan oscuro como llegar. Recogió sus cosas y fue a cambiarse con el resto de la cuadrilla.

En su cabeza, el calor de un cigarro imaginario lo acompañaba en los vaivenes que daba el camión. Media hora en la que jugaba a resolver una hoja de sudoku, sin hablar con nadie. El Pato, su hijo, le había regalado un libro de esos ejercicios orientales que tan extraños le parecieron en un comienzo. En realidad, es muy simple, le decía él. Solo se trata de encontrar el número correcto. Ahora, con bastante paciencia puesta en ellos, ya iba por la mitad del cuadernillo. Acababa de empezar el nivel difícil y se esforzaba por no quedarse dormido antes de terminar el tercer ejercicio, con la hoja apoyada en el hombro de un compañero que roncaba y el lápiz mina temblando a merced del camino de tierra.

Hacia el final del trayecto, decidió bajarse un poco antes y pasar a comprar algo para la once. De camino al almacén, jugueteaba en su bolsillo con un collar de frutos de eucalipto que había fabricado hace poco. Esos pequeños conos cubiertos por un musgo verde eran como gemas brillantes, esmeraldas secretas que atesoraba entre sus dedos. Antes, se las solía regalar al Pato para su colección, pero ahora él estaba grande y le confeccionaba gargantillas a la Catita. Bajo el frío de la noche, su respiración era intercalada por una tos pesada y profunda, como de perro. Pedro, cansado y cabizbajo, con una bolsa de pan colgando entre los dedos, caminaba con el puño pegado a la boca.

Al abrir la puerta, Catalina lo recibió abalanzada a brazos suyos, a montón de besos. Pedro fue hasta la cocina, sacó una olla, la llenó de agua y de unas hojas secas y alargadas que extrajo de un frasco de la alacena superior. Tapó la olla con un trapo, prendió el fuego y se echó en una silla a esperar que hirviera todo.

—¿Otra vez se está haciendo esas mandingas, papá?

—Son vahos de eucalipto, hijo. Ex-pec-to-ran-tes, sirven para la tos.

—Sí sé, ¿quiere que lo ayude?

—No, mijo. Vaya a enseñarle a su hermana.

Cuando el agua hirvió, Pedro levantó el paño y un vapor aromático inundó la cocina. La Cata preguntó a qué hora iban a comer. Su hermano le pedía que se concentrara en el ejercicio, que cociente significa la cantidad de veces que algo está contenido en algo, que pusiera su mano en la suya, se quitara la otra del mentón y tomara bien el lápiz grafito.

Pedro cerraba los ojos, las gotas de agua le quemaban el rostro. Respiraba adentro y hondo, hasta sentir que los pulmones se le abrían como las puertas de un vagón y una cierta alegría lo elevaba, un entusiasmo que le hizo recordar la vez en que con María viajaron al norte, los planes que hacían para casarse, los colores que se veían por la ventana de ese tren que llegaba desde Concepción a La Calera, siete y media en la mañana, sentados juntos en el segundo carro, el olor balsámico, y de pronto el calor que sube por las fosas nasales y hace salir una flema atorada adentro hace semanas, como las ruedas de una máquina detenida que comienzan a girar, una tos violenta y la esmeralda acuosa que Pedro escupió sobre el lavaplatos.

Más tarde, cuando Catalina se durmió, arrojó a un rincón de la pieza su mochila vieja y hedionda con la ropa del día aún adentro. Al tirar de los bototos para sacárselos, sintió en la palma una presencia extraña, extendida como un vello húmedo por el cuero. Echó unas chuchadas en voz baja y se limpió el musgo en el pantalón, en los brazos y en el pecho del delgado pijama que usaba hace tantos años. Ese organismo pegajoso le recordaba la faena de la madrugada siguiente y el aroma del bosque. Se metió a la cama y en un solo movimiento las sábanas hábilmente sustrajeron el cuerpo de la luz. Cerró los ojos. Volvió a toser.

Afuera, una pálida luna quieta a la que ladraban los perros del vecino y que dejaba ver ciertos objetos: el par de bototos a los pies de la cama, algo de la ropa tendida en una silla, un velador con fotos familiares y un retrato oscurecido, la mitad del televisor, tres extremos de una cruz clavada sobre la cabecera de fierro, reflejos en el cristal de una polera de Fernández Vial autografiada y enmarcada en la pared, varios cosméticos y cremas cubiertas por una fina capa de polvo que al iluminarse parcialmente parecían ser gotas de agua.

Curanilahue no era así hasta hace un tiempo. El agua no tenía ese color. Por qué la Catalina no quiere hacer su tarea. Cuándo es la reunión de apoderados. Qué cresta le pasaba hoy día al chucha del Juan Carlos. Qué será esta tos de mierda. Tenía razón María, la ciudad se ha vuelto tan triste. Cómo se llamaba la profesora de matemáticas. Tan pobre. Había que irse. Parece que el martes. Qué lindo era el río antes. El agüita fresca. Tan bonita ella. Las vías del tren recién llovidas y el cabello de ángel sobre los espinos. Mi papá contento de saber que me casaba. ¿Pamela? Ella con su traje de apicultora. Su vestido de primavera. ¿Mariana? Los tarros de miel en el patio. El agua cristalina donde beben las abejas. El estero crece inmenso. Flota una casa.

* * *

Giovanna despertó de un sobresalto. Estaba oscuro. La alarma no había sonado todavía. Al darse cuenta, su respiración se calmó y la tensión en el cuello fue disipada sobre la almohada. Exhaló profundamente estirando la colcha por encima de sus hombros y girándose fetal hacia la derecha. Cerró los ojos. En quince minutos más el celular daría la primera señal del día en el velador, el ruido, el ostinato diario que continuaría después en diferentes conversaciones, chillidos del puddle de los vecinos, golpes a la manilla de la ducha, mensajes de WhatsApp, taladros neumáticos, grúas-pluma, martillos, apisonadoras y gritos en la construcción vecina, placas sucias, congestión y tráfico, mil bocinas, colegas torpes, el zumbido de la gente paseando por la calle, hablando por teléfono, discutiendo en el restaurante, llorando y riendo al mismo tiempo, la secuencia genética, la bata con manchas por lavar, la vecina idiota, sus discusiones con el marido, la manilla trabada de la ducha, el agua caliente que no sale, que se corta rápido, que se interrumpe, como la melodía de una flauta que cae al piso.

Giovanna había vuelto al sueño. Los quince minutos se estiraban allí adentro. Soñaba estar atrapada entre unos árboles oscuros. Corría lejos. Tenía la impresión de que un incendio la perseguía y huía por el bosque con el miedo a tropezarse.

Horas más tarde, al estacionarse afuera de su trabajo, Giovanna se demoró en bajar del auto. Respiraba hondo y largo, los ojos cerrados, como si buscara quedarse sin aire, sacarlo todo del cuerpo.

Cuando entró al laboratorio, saludó a sus colegas con una mueca rápida. Se dirigió a su puesto, dejó el celular encima del escritorio, recogió su pelo, colgó la chaqueta detr

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