Tierra de nieve y fuego

Brenna Watson

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Chicago,

noche del 8 al 9 de octubre de 1871

Olió el humo antes de verlo, antes de asomarse siquiera a la ventana de su cuarto y ver aquel cielo de color naranja que se le atravesó en la garganta y en las pupilas. La parte sur de la ciudad ardía en llamas. Distinguió las lenguas de fuego lamer las panzas de lo que parecían jirones de nube y que no podían ser otra cosa que condensaciones de humo denso y azulado. El fuego estaba lejos, tan lejos de hecho que más parecía un sueño que otra cosa. Solo que Violet Montroe sabía que no se encontraba en su cama, sino de pie frente al ventanal abierto, con los pies descalzos sobre una alfombra que no lograba mitigar el frío de la madera que cubría. Todo en Chicago estaba hecho de madera, hasta las calzadas, fabricadas con travesaños que crujían con el paso de los carros y los caballos.

Sin embargo, no había sido el pavoroso incendio lo que la había despertado cerca de la una y media de la madrugada. Habían sido las voces de sus padres, discutiendo en el piso de abajo. Que ella recordara, era la primera vez que los oía alzar la voz de aquella manera. Su madre tenía una extraña forma de mostrar su desacuerdo con algo: hacía un mohín con la boca y apretaba mucho los labios. Durante minutos, u horas, no decía nada, y todo lo realizaba con movimientos bruscos, hasta que se le pasaba el enfado. Tampoco su padre tenía por costumbre gritar, como mucho soltaba alguna frase contundente —especialmente, a alguna de sus tres hijas— antes de encerrarse también en un mutismo menos rudo que el de su esposa. Así que aquella era una situación extraordinaria, y dos hechos tan extraños en la misma noche —el incendio y la discusión— no podían ser una casualidad.

Se echó un chal por encima de los hombros y bajó las escaleras, con el estómago contraído y apenas sin respiración. En ese momento se había hecho un inusitado silencio, denso como la mantequilla. Apenas hacía tres meses que se habían instalado en aquella espaciosa vivienda y Violet aún no se había hecho a sus ruidos, a sus corrientes de aire ni a aquellos peldaños que crujían levemente bajo sus pasos.

Vio la luz del salón pequeño encendida y se dirigió hacia allí. Su padre permanecía en pie junto a su madre, que había tomado asiento y se cubría el rostro con las manos. ¿Estaba llorando? No recordaba haberla visto llorar jamás.

—Violet me acompañará —dijo entonces su padre al verla aparecer—. Así iremos más rápido.

—¿Es que te has vuelto loco, Dashiell?

Violet se dio cuenta de que su padre estaba completamente vestido, con pantalones, camisa, chaleco y botas. ¿A dónde tenían que ir a aquellas horas de la noche?

—Vístete, Violet —le ordenó.

—¿Qué?

—Rápido, no podemos perder ni un minuto. Tenemos que ir al taller —la apremió su padre.

—¿Al taller? —Violet echó un vistazo a través de la ventana para cerciorarse de nuevo de que aún era de noche.

—Se ha declarado un incendio más al sur y podría alcanzar el negocio. Hay que ir a buscar las herramientas y algunos materiales valiosos.

—Dashiell, por favor... —suplicó su esposa.

—Margaret, querida, no hay otro remedio. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí y no podemos perderlo todo en una sola noche. —El hombre acarició con ternura el rostro de su esposa—. Tú prepara las maletas y despierta a las niñas. Si el fuego sigue avanzando tendremos que salir de la ciudad.

—Dios mío...

—Violet, ¡corre! —insistió su padre, con voz potente.

Ella se dio la vuelta y subió los escalones de dos en dos, con el corazón martilleándole las sienes.

—Dashiell... —oyó decir a su madre antes de que su voz se convirtiera en un susurro inaudible—, es solo una niña.

«Tengo doce años», le habría gustado responder a Violet. Niñas eran sus hermanas Flora y Rose, de nueve y siete años, que dormían en sus habitaciones sin imaginar que en unos minutos tendrían que levantarse y ayudar a su madre a preparar el equipaje. Oh, Dios. ¿Y si el fuego alcanzaba realmente la casa nueva y perdían todo cuanto tenían? La preciosa vivienda, de dos plantas y con un amplio desván, estaba situada en la calle Halsted, en la zona norte. Apenas poseía un rectángulo de jardín en la parte delantera, pero estaba ubicada en un buen barrio y Violet disponía al fin de una habitación para ella sola. Hasta hacía poco habían vivido en la parte superior del taller de ebanistería y carpintería de su padre, y las tres habían compartido cuarto desde siempre.

Las primeras noches en la nueva casa habían sido las más difíciles. Flora y Rose no se acostumbraban a dormir solas y se levantaban de sus camas para colarse en la habitación de su hermana mayor, hasta que su madre decidió tomar las riendas del asunto. No se habían mudado a una zona mejor y a una casa más grande para terminar viviendo hacinados de nuevo. Le dolió reconocer que las echaba de menos tanto como ellas a Violet, pero terminó acostumbrándose y en ese momento se sentía muy feliz con su espacioso dormitorio y sus cosas siempre recogidas.

Se vistió deprisa con la ropa más usada que encontró y bajó de nuevo como una exhalación. Su padre se había puesto un gabán y se encontraba junto a la puerta, aguardándola.

El aire que la recibió en el exterior era cálido, más cálido de lo que debería haber sido a aquellas alturas del año. Echó un vistazo hacia arriba y al resplandor rojizo que pintaba el cielo hacia el sur. El fuego debía de ser enorme si había alterado la temperatura de aquel modo.

O estar mucho más cerca de lo que parecía.

—Cogeremos la carreta y la llevaremos todo lo cerca que podamos del taller, así podremos cargar con más cosas —le dijo él, mientras se dirigía al pequeño cobertizo situado en un lateral.

Unos minutos más tarde, ambos iban subidos al pescante del carro que su padre utilizaba para entregar sus encargos o para transportar los materiales con los que fabricaba sus muebles, pero no pudieron avanzar tanto como les habría gustado. Las calles estaban abarrotadas con cientos de personas y vehículos como el suyo cargados hasta los topes, huyendo de las llamas hacia el norte. Dashiell giró por un callejón, se bajó y ató los caballos a una de las farolas de gas que todavía alumbraban la calzada.

—Iremos caminando desde aquí —la informó su padre.

Estaban en la calle Pearson, a cinco manzanas del taller, situado en Clark con Ontario. Cinco manzanas eran apenas un paseo, pero no en aquellas circunstancias.

El olor a madera quemada y al alquitrán que cubría los techos de los edificios era mucho más fuerte allí, mezclado con otros que Violet fue incapaz de distinguir. Casas y negocios de todo tipo, situados varias calles más al sur, estaban siendo engullidos por el fuego, que arrojaba una miríada de efluvios al aire. Tosió para aclararse la garganta, pero aquella mezc

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