Cómo sujetar mi alma para que no roce la tuya

Carmen Gloria López

Fragmento

Esa mujer subió apurada al ascensor en el piso quince con papeles en la mano y sin cartera. Marcó el seis, cuando iban en el diez apretó el nueve; como si necesitara dar explicaciones, susurró que había olvidado su móvil. Los tres pasajeros restantes mantuvieron la vista pegada en el avance de los pisos, solo Anne la excusó con una leve sonrisa. Esa parada adicional provocada por una olvidadiza secretaria o tal vez asistente ejecutiva o quizás solo una chica en práctica, ocupó los segundos exactos que se necesitaban para que la vida de Anne Gruber pudiera cambiar, al menos para que existiera esa posibilidad.

Regresaba de su audiencia en el Lincoln Center. Había viajado ocho horas desde Viena para perder el tiempo. Sabía que no pretendía volver a vivir en Nueva York, pero Anne nunca hace lo que quiere, más bien lo evita. Bueno, eso sería exagerar. Aunque Nueva York no era lo suyo, trabajar en la Filarmónica de Nueva York sí. Acercarse a la posibilidad de ser solista por el instrumento que ama, el violín, y no por el que mejor toca, el piano. Se encontraba ahí por eso, cómo podía olvidarlo: primer violín. Lo más cerca que había estado de la cima en su carrera. Carrera, no lograba acostumbrarse al sonido de esa palabra, tan alejada de las cuerdas y la mentonera. Mientras cruzaba la explanada del Lincoln Center rumbo a la Avenida Broadway para tomar un taxi, se insultó sin reparos y en alemán por sus cuestionamientos. Perdió uno por los segundos que tomó aquella detención extra en el piso nueve. Al menos eso creyó. Siete segundos hicieron que Anne subiera al taxi placa 8N81B en vez de al 7C58A y recién al cerrar la puerta recordó a esa joven distraída. Es por el olvido de ese móvil que existe esta historia, aunque eso también sería exagerar.

Allegro

ALLEGRO

Era una noche cálida en Viena. Cálida para ser mediados de mayo y venir de una semana tan lluviosa, no cálida en sí. Hay noches mucho más calurosas que estas. Anne acostumbraba a transformar en controversias casi todos sus pensamientos. Cada adjetivo que asignaba a algo era rebatido por su propia mente. Sus discusiones podían tomar horas. A pesar de ello le parecía interesante la infinitud de contraargumentaciones en las que podía caer y sentía que era un ejercicio similar a la oración y de seguro más útil. Esa era una noche cálida en relación a las recientes y a las normales del inicio de la primavera vienesa.

Anne había tomado una breve siesta luego de practicar y pedaleaba por la Mariahilfer Strasse desde su departamento hacia el Albertina. Llevaba La Flauta Mágica pegada en la cabeza. Aunque amaba la música clásica y vivía por ella, no le gustaba que Mozart la invadiera. Era el más pop de los compositores y eso tenía algo de barato. No debía llamar barato y fácil a Mozart ni pop, ¡era un genio! Lo que en realidad pensaba era que si se te pega una obra musical es porque no tiene la complejidad necesaria. Mozart da permiso, eso es todo, es claro y no es malo ser formalmente claro, con él puedes usar cierta picardía, en cambio Beethoven o Brahms te exigen entrar a sus creaciones y transformarte en un canal de sus mentes muertas. Obligan a transportarse en el tiempo y el espacio, viajar a los dedos que anotaron los dictados de lo que sonaba en algún lugar muy dentro de sus oídos o tal vez en su alma. No tenía derecho a pensar idioteces sobre Mozart ni nadie, pues ella no había compuesto una sola nota en su vida. Quién te crees, Anne.

Llevaba dos años haciendo este mismo recorrido los lunes, miércoles y viernes. Era un trabajo fácil y pagaba bien. Formaba un ensamble junto a un grupo de intérpretes coetáneos y tocaban una selección de segmentos de distintas obras a los turistas de cruceros fluviales que pasaban una noche por Viena. Ellos se llevaban la sensación de haber asistido a un concierto y el ensamble la mitad de trabajo y casi la misma paga que si hubieran tocado un concierto completo.

En la luz roja para cruzar el anillo Kärntner (Opernring Kärntner), se pilló moviendo los dedos sobre el manubrio de su bicicleta: las notas finales del Andante de la Sinfonía 21 de Mozart. Para la soberbia Anne, aquello era parecido a tararear la canción del verano. Intentó barrer a ese Mozart de sus oídos con el single del año, pero no se lo sabía. ¿Algo sobre un lugar? Alguien que se va enamorando... ¿Se va enamorando? A veces le parecía estar olvidando el castellano. Llevaba ocho años fuera de Chile sin hablar español. Hablando poco en general. Poco en comparación a la mayoría de la gente que ella conoce —hay algunos que hablan menos—, ella algo habla. Un bus pasó demasiado cerca de su rueda delantera y espantó la discusión que empezaba a tomar forma en su cabeza, también la melodía de Mozart justo cuando se acercaba a la estatua del compositor. Disminuyó la velocidad del pedaleo porque le gustaba rodear el Burggarten de noche. Pasó al lado de Goethe y sin querer hizo una venia.

El Museo Albertina ya estaba iluminado. Anne desmontó la bicicleta y por instinto se agachó hacia la parte trasera en busca de su violín. Recordó que en este trabajo, una vez más, ella era la pianista. Estacionó sin candado al frente del teatro y mientras avanzaba hacia la puerta lateral divisó a los turistas tomando fotografías. Consideraba extraño que se tomaran fotos ellos mismos con los edificios al fondo, a pesar de estar en grupos y poder pedirles a otros que lo hicieran. Aunque eso tomaba menos tiempo y evitaba iniciar una conexión social indeseada. O sea, no era tan extraño. Estuvo a punto de enfrascarse en otro absurdo debate mental cuando escuchó que reían fuerte tras ella y terminó de girar la manilla. La señora flauta traversa y el señor violín saludaron a Anne con un golpe suave en la parte alta de su brazo, supusieron que ella sostendría la puerta y la dejaron atrás.

No era su época y Anne lo sabía. Por un tiempo, pensó que había nacido en el lugar equivocado. En su adolescencia había concluido que el problema no era el lugar, sino la época. Los

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