Bendita histeria

Julie Holland

Fragmento

cap-1

 

Introducción

Las mujeres de hoy en día trabajamos demasiado y estamos exhaustas. Sufrimos ansiedad y andamos con los nervios de punta, pero al mismo tiempo nos sentimos deprimidas y al límite de nuestras fuerzas a causa del estrés. Tenemos el humor y la libido por los suelos, y apuramos nuestra energía vital mientras batallamos para conservar el trabajo, la familia y los cientos de «amigos» que hacemos por internet. Nos culpamos de lo mal que nos sentimos, y creemos que deberíamos ser capaces de llegar a todo. Soñamos con ser perfectas; incluso intentamos que parezca que no cuesta ningún esfuerzo, pero jamás nos habíamos planteado que las consecuencias pudieran ser tan negativas. Por naturaleza estamos preparadas para ser dinámicas, seguir ciclos y... sí, de acuerdo, tener cambios de humor. Somos criaturas temperamentales, pero eso es una fortaleza, no un punto flaco.

Existen buenos motivos para que hayamos evolucionado de ese modo, nuestras fluctuaciones hormonales son la base de una sensibilidad que nos permite responder a nuestro entorno. Nuestra naturaleza cambiante nos aporta flexibilidad y adaptabilidad. Ser rígido e inflexible no es bueno para la supervivencia. En el medio natural, o te adaptas o mueres. Si aprendemos cómo se supone que funcionan nuestro cerebro y nuestro cuerpo, tendremos al alcance muchísima sabiduría y paz. Los cambios de humor (ser sensible, preocuparse realmente por las cosas y en ocasiones sentirnos descontentas en extremo) constituyen nuestra fuente natural de poder.

Sin embargo, nos han inculcado justo lo contrario. Desde edades muy tempranas nos enseñan que los cambios de humor son algo malo. Aprendemos a disculparnos por derramar lágrimas, a reprimir nuestra ira y a temer que nos llamen histéricas. A lo largo de la vida de las mujeres, el estrés y las exigencias del mundo moderno interfieren con nuestra salud y nuestras hormonas a pequeña y a gran escala, y el resultado es el malestar que tantas mujeres experimentan. Sencillamente, existe un camino mejor.

Bendita histeria desvela la forma en que podemos controlar nuestro humor y, de ese modo, nuestra vida. Al integrar la sabiduría universal con la ciencia moderna, logramos dominar nuestro estado de ánimo. Si comprendemos nuestro propio cuerpo, nuestras hormonas de naturaleza cíclica, y cómo los fármacos modernos alteran nuestra maquinaria, sumamente precisa, podremos tomar decisiones bien fundamentadas acerca de cómo vivir mejor.

Las hormonas femeninas están en constante fluctuación. Suben y bajan durante un ciclo de un mes de duración y aumentan y disminuyen a lo largo de décadas de fertilidad, con una oscilación particularmente marcada durante la adolescencia y la perimenopausia, la primavera y el otoño de los años de reproducción. Compáralo con la estabilidad hormonal de que gozan los hombres a lo largo de la mayor parte de su vida. Nuestras variaciones hormonales nos permiten ser empáticas e intuitivas con respecto a nuestro entorno, a las necesidades de nuestros hijos y a los propósitos de nuestros compañeros. La emotividad de las mujeres es normal. Es una señal de buena salud, no de enfermedad, y constituye nuestra mayor cualidad. Sin embargo, una de cada cuatro mujeres estadounidenses decide tomar fármacos psiquiátricos para neutralizar esa emotividad, y las consecuencias van mucho más allá de lo que la mayoría cree.

Todas utilizamos la comida, el alcohol, los fármacos, los teléfonos móviles o las compras para evadirnos en los momentos difíciles. Sea cual sea la sustancia elegida, nos ofrece una promesa que recibimos con los brazos abiertos: la de que las cosas serán distintas y mejorarán después de consumirla. Sin embargo, nunca se tiene bastante de algo que «casi» funciona, y como nuestras soluciones suelen ser sintéticas, no naturales, siempre necesitamos más. Nos sentimos incómodas en nuestra propia piel, con nuestros deseos; no estamos bien en casa ni en la oficina, no nos sienta bien el papel de madre ni de cuidadora de nuestros padres. Yendo un poco más allá, creemos que podemos superar la angustia si permanecemos terriblemente ocupadas.

Según mi experiencia como psiquiatra, mis pacientes, igual que la mayoría de las mujeres, están ávidas de información sobre los medicamentos que toman y de qué forma estos fármacos pueden cambiar cómo se sienten. Bendita histeria es una respuesta a ambos problemas. Yo llamo a las cosas por su nombre (los medicamentos que adoro y los que evito), y comento los verdaderos efectos secundarios que he observado (aumento de peso, pérdida de la libido, indiferencia) y lo que puede hacerse al respecto. Trato de forma directa la mejora de la vida sexual, el vínculo entre alimentación y estado de ánimo, la necesidad de practicar ejercicio y dormir con regularidad, y, tal vez lo más importante, la necesidad de escuchar al propio cuerpo para volver a entrar en sintonía con nuestro ser natural, primigenio.

Cuando me inicié en la práctica de la medicina hace veinte años, las mujeres acudían a mí confusas ante sus síntomas y sin saber qué hacer. Se quejaban de la dificultad para volver a conciliar el sueño, de la inquietud o la propensión al llanto, pero no tenían muy claro qué iba mal. Les ayudé a poner nombre a sus síntomas y les expliqué que había medicamentos que podían resultar de ayuda. En aquella época tuve que instruir a mis pacientes sobre la farmacoterapia e incluso darles un empujoncito. Reservaba los diez o quince últimos minutos de la consulta inicial de una hora para ahuyentar los miedos de quienes recelaban de tomar algo capaz de alterar la química de su cerebro.

Hoy en día las nuevas pacientes acuden a mí convencidas de que necesitan un medicamento para los nervios o el estado de ánimo, como la mayoría de las mujeres que conocen. Solo quieren que les ayude a decidir cuál. Antes, los motivos de la confusión solían ser: «No logro comprender por qué me despierto siempre a las cuatro de la madrugada»; «Me cuesta mucho levantarme y todo me da igual»; «Estoy siempre enfadada y no sé por qué». Sin embargo, con los años la conversación se ha transformado, y en la actualidad comienza más o menos así: «¿Puede explicarme la diferencia entre los antidepresivos Wellbutrin y Effexor?»; «No sé distinguir si tengo un trastorno por déficit de atención o un trastorno obsesivo compulsivo»; «¿Ha visto ese anuncio de una mujer que monta a caballo en la playa? ¿Ese somnífero de la mariposa es mejor que el Ambien?». Y la pregunta que oigo más de lo que te puedas imaginar de boca de mis pacientes habituales: «¿Ha salido algo nuevo que pueda probar?».

La industria farmacéutica inició la publicidad de automedicación en la década de 1980. Poco después, cuando a mediados de los noventa me estrené en la práctica privada, la normativa había pasado a ser menos estricta. En la televisión y en las revistas empezó a dispararse la publicidad que anunciaba a bombo y platillo los antidepresivos y somníferos más novedosos. Seguí acompañando a mis pacientes mientras en Estados Unidos, durante los años noventa, se triplicaba el consumo de todo tipo de fármacos psiquiátricos sujetos a prescripción médica, resultado directo de esa poderosa campaña publicitaria. En 2006 el antidepresivo Zoloft había proporcionado más ganancias que el detergente Tide, y comprendí que algo nuevo estaba sucediendo. La industria farmacéutica gasta miles de mill

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