Cerebro de pan. Las recetas

David Perlmutter

Fragmento

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

Bienvenido a una nueva forma de vida

Deja que la comida sea tu medicina, y que la medicina sea tu comida.

HIPÓCRATES, padre de la medicina moderna

Hace varios años a Teako, nuestro adorado terrier, se le empezó a caer el pelo, así que mi esposa y yo decidimos llevarlo al veterinario. La primera pregunta que nos hizo el veterinario en su consultorio fue: “¿Qué le están dando de comer a su mascota?” Mientras mi esposa respondía, yo me quedé maravillado por tan reveladora pregunta. A pocos nos sorprende cuando el veterinario nos pregunta qué les damos de comer a nuestras mascotas, porque aceptamos sin reparos la idea de que lo que ellos consumen desempeña un papel significativo en su salud y bienestar (y, a la inversa, en su riesgo de enfermar). Me di cuenta de qué tan inusual es que un médico haga una pregunta similar a un paciente humano: “¿Qué comes?” Sin duda, a la mayoría de la gente la desconcertaría, e incluso habría quienes la considerarían ofensiva. Esperan que los interroguen sobre sus síntomas y los medicamentos que toman, no sobre sus elecciones alimenticias. Desafortunadamente, también esperan que se les receten más medicamentos, y no que se les sugieran modificaciones a sus hábitos alimenticios y de vida para tratar sus malestares.

La comida importa. Creo que elegir qué comemos es la decisión más importante que tomamos a diario en términos de nuestra salud y capacidad para prevenir y combatir las enfermedades. También creo que el cambio en la alimentación occidental que se ha ido gestando en el último siglo —de una dieta alta en grasa y baja en carbohidratos a la dieta actual, que es alta en carbohidratos y baja en grasas, y en esencia consiste en cereales y otros carbohidratos dañinos— es la raíz de muchos de los padecimientos modernos relacionados con el cerebro, incluyendo cefaleas crónicas, insomnio, ansiedad, depresión, epilepsia, trastornos motrices, esquizofrenia, trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH) y aquellos momentos de ancianidad que muy probablemente auguran serios deterioros cognitivos y trastornos neurales irreversibles, intratables e incurables.

La noción de que nuestro cerebro es sensible a lo que comemos ha empezado a circular de forma discreta en textos médicos recientes publicados en revistas prestigiosas. Lo que las investigaciones más innovadoras están revelando, para sorpresa de muchos, es que el cerebro humano es mucho más susceptible a las elecciones nutricionales de lo que jamás imaginamos. Aunque es bien sabido que las dietas “para el corazón” ayudan a fortalecer el sistema cardiovascular, y que es posible prevenir la osteoporosis consumiendo bastante calcio y vitamina D, aún no se concibe en términos generales que sin duda podemos influir en el destino de la salud de nuestro cerebro —para bien o para mal—, dependiendo de qué nos llevemos a la boca. Hipócrates tuvo razón hace miles de años cuando dijo que la comida debía ser nuestra medicina y que la medicina debería ser nuestra comida.

Ya desarrollé este tema a profundidad en mi libro Cerebro de pan, en el cual detallo de qué forma y por qué la comida afecta la salud del cerebro. También dedico bastante espacio en ese libro a explicar que es posible emplear el poder de la nutrición para evitar el trastorno neurológico quizá más temido de todos: la enfermedad de Alzheimer, padecimiento para el cual no existe remedio significativo alguno. Sé que es una afirmación atrevida y hasta agresiva de mi parte, pero la ciencia por fin empieza a demostrar que es posible. En 2013, el New England Journal of Medicine publicó los resultados de un nuevo estudio que muestra que los costos estimados de cuidados a pacientes con demencia en 2010 ascendieron a más de 200 mil millones de dólares, que es más o menos el doble de lo que se gastó en cuidados por cardiopatías, y casi el triple de lo que se gastó en cuidados a pacientes con cáncer. Según ciertas estimaciones, 2.7 millones de personas con Alzheimer en Estados Unidos podrían haber no desarrollado la enfermedad —la cual les quita a sus víctimas la capacidad de responder al mundo que las rodea— si tan sólo ellas y sus familias hubieran sabido que la comida importa. Ojalá que mi padre, un antiguo neurocirujano muy reconocido, lo hubiera sabido hace varias décadas, antes de que su propio cerebro descendiera el camino hacia el Alzheimer avanzado. Es un hecho que mi misión tiene tintes muy personales, pero no se trata sólo de acabar con el Alzheimer.

LA PREVENCIÓN ES LA CURA

Durante los últimos treinta y tantos años he sido neurólogo practicante, y lidio a diario con un amplio espectro de trastornos neurológicos y tipos de demencia. Trabajo en un sistema de salud que por desgracia sigue intentando tratar a los pacientes con medicamentos fuertes, en lugar de curarlos por medio de la prevención. En el mundo actual se nos dice que podemos vivir la vida como queramos, sin importar nada… Y luego, si nuestra salud se ve afectada, corremos al médico para que nos dé las “pastillas mágicas” que (quizá) aliviarán el problema. Sin embargo, rara vez se puede tomar una pastilla para un trastorno cerebral. Y aunque hay drogas para tratar los síntomas, no necesariamente erradican la fuente del problema. Esto pasa aunque se trate de ansiedad o migrañas, de depresión o demencia.

Uno de los ejemplos en los que hago hincapié en Cerebro de pan es la incidencia de TDAH en Estados Unidos, el cual demuestra lo reactivos (en lugar de proactivos) que nos hemos vuelto con respecto al cuidado de la salud. En la última década los diagnósticos de TDAH se han incrementado 53%. No estoy convencido de que el TDAH sea un padecimiento que deba ser tratado con medicamentos potentes; creo que su aumento se debe casi sin duda a lo que le damos de comer a nuestros hijos. Sin embargo, el sistema de salud con frecuencia convence a los padres de que el “remedio fácil” que representan los fármacos es la mejor opción. Ciertamente, 85% de todos los medicamentos para TDAH que se producen en el mundo se usan de forma exclusiva en Estados Unidos, estadística que resulta reveladora. Once por ciento de todos los niños estadounidenses cargan con este diagnóstico sobre los hombros; estamos hablando de 6.4 millones de niños entre cuatro y 17 años. Por definición, con estas cifras el TDAH califica sin lugar a dudas como epidemia nacional. Lo más descorazonador es que dos terceras partes de estos niños toman algún medicamento para tratar un problema que podría haber sido prevenido —y que quizá sea reversible— con la alimentación adecuada. Sin duda, algo no anda nada bien con nuestras prioridades.

Te daré otro ejemplo. Alrededor de 10% de la población estadounidense adulta sufre de depresión, estadística que también pone a este padecimiento en el nivel de epidemia. Aunque por lo regular no pensamos que la depresión sea una enfermedad “grave”, se asocia directamente con cerca de 30 000 muertes al año só

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