Vecino

Alfonso Alcalde

Fragmento

La dicha y la agonía, Vicente Undurraga

LA DICHA Y LA AGONÍA

Por Vicente Undurraga

«La comarca de la dicha y la agonía» dice un verso de Alfonso Alcalde que da buenas señas de lo que en su poesía se entrevera de las más singulares maneras: la dimensión festiva y cómica de a vida, la alegría y la embriaguez, por una parte, y por la otra la angustia, el dolor e incluso el horror, la parte trágica, en fin, la desesperación y la agonía que nuestro paso por este mundo implica. Es una poesía atravesada por personas y ríos, risas y llantos, rimas y ramas por las que se va el poeta y luego vuelve, siempre vuelve a la conversación con algún vecino, relatando, comentando, glorificando y en definitiva una y otra vez meditando en torno a los «enjambres terrestres y celestiales».

Ese diálogo abierto es lo que quisiera reflejar el título Vecino, que por otra parte recoge el vocativo utilizado en tantos poemas de Alcalde, un llamado constante a la interlocución, un giro que da familiaridad y remarca su condición de textos conversados. Alcalde mismo es un poeta-vecino en la medida en que es cercano y generoso, a la vez que mantiene con los hechos y los seres que observa la distancia que todo buen vecino sabe guardar.

En una charla que dio en 1969 en la Universidad de Concepción, Alcalde deslizó una posibilidad que esta antología, y más en general este tiempo, refrendan. Es básicamente la vieja idea de que todo tiene su tiempo y su lugar. De que cada cosa cae por su propio peso. Dijo Alcalde esa vez: «Si el poeta pasa entre los oficios identificándose con tanta humildad que nadie se da cuenta de su delito, de su inspección general sobre las cosas y los seres, es probable que algún día, cuando se produzca el temible tiraje a la chimenea –si es que se produce– su verdad sea oportuna».

Es llamativo cómo la obra de Alfonso Alcalde –su impresionante «inspección general sobre las cosas y los seres»– fue volviéndose algo invisible después, y también antes, de su muerte hace tres décadas. No se podría decir que es un poeta olvidado, porque ectores fervientes no le faltan, pero sí uno «injustamente marginado de las corrientes fundamentales de nuestra lírica», como apuntó Naín Nómez hace ya un cuarto de siglo. Esto pese a haber sido reconocida su literatura por críticos como Ángel Rama, Ignacio Valente y Jaime Concha o escritores como Gonzalo Rojas, Omar ara, Cecilia Vicuña, José Ángel Cuevas, José Miguel Varas y tantos más. Si su total desaparición de escena no ha tenido lugar se debe a su incombustible jovialidad, a su andadura incomparable, a su delicadeza a la hora de la emoción, pero las cosas no suceden solas y ha sido principalmente el trabajo de recuperación llevado a cabo por Cristian Geisse, como editor y en su propia escritura, el que ha vuelto a poner la obra de Alcalde en el ruedo. Vecino pretende sumarse a ese afán y potenciar la circulación y la celebración de lo mejor de una poesía intensa y honda, desbordante de intuiciones y formas nacientes.

Nació en Punta Arenas en 1921 y en 1992, en la caleta de Coliumo, en la «Galaxia de Tomé», en la costa central chilena, donde vivía radicado hacía años, pobre y ya casi ciego por causa de un glaucoma, Alcalde se quitó la vida colgándose con su cinturón. Entre uno y otro hito tuvo cinco esposas y seis hijos, trabajó en os oficios más peregrinos y vivió en Santiago, Concepción y otros ugares de Chile, además de pasar un tiempo en Argentina y errar por Latinoamérica, eso sin contar seis años de exilio europeo. Durante esa peripecia de vida fue el autor de un catálogo de obras sorprendente por su volumen y su intrepidez temática y formal. Pero, más allá de eso, o mejor dicho de la mano de eso, Alcalde sostuvo y proyectó una idea de la literatura. Una idea que, sin agotarla, podría describirse como la conjugación del espíritu carnavalesco de la cultura popular –con toda su carga de sabiduría, fiesta, penuria y desparpajo– y la irreductible melancolía que en a literatura chilena viene, si es que no de antes, desde el poema «Tarde en el hospital» de Pezoa Véliz. Todo siempre acompañado de proliferantes imágenes de alta intensidad.

Es la de Alcalde una poesía de la gran risa, quizás porque ante todo es un diálogo constante con lo más vivo de los vivos y también con la muerte. Con su horizonte irrecusable. Y con los muertos mismos. Por eso está llena de agonías, cadáveres felices, ataúdes, velorios y lloronas. Este diálogo íntimo puede tener en parte un origen concreto, biográfico: los años en que Alcalde trabajó trasladando ataúdes en una funeraria. Mejor lo cuenta él mismo en la conferencia que esta antología recoge a modo de epílogo: «Como los viajes eran bastante largos y aburridos no quedaba más remedio que entablar un buen diálogo con el difunto, escuchar también su parte, entrar en lo más recóndito de las confidencias aunque el acompañante se fuera poniendo cada vez más pálido».

Traductor libre de poemas italianos y alemanes, aymaras y franceses, clásicos y vanguardistas (versiones recogidas en su libro El árbol de la palabra), cronista quemante, novelista de ocasión y cuentista excepcional, hombre clave en la editorial Quimantú, donde dirigió la colección «Nosotros los chilenos», Alcalde fue también autor de piezas teatrales descomedidas –una de ellas, La consagración de la pobreza, fue llevada a escena en 1995 por Andrés Pérez–, una fotonovela sobre Marilyn Monroe (en un diálogo explícito con Ernesto Cardenal), un relato gráfico sobre el accidente de los rugbistas uruguayos en la cordillera de los Andes y varios ensayos biográficos sobre figuras como Fellini, Pelé, Salvador Allende, Joan Báez, Nixon, Agustín Lara, Cassius Clay y Carlos Droguett.

Al igual que su querido Pablo de Rokha, Alcalde se metió de leno en un proyecto literario desaforado, total, al cual nada o casi nada le es indiferente y donde se permite mezclar constantemente no solo peras y manzanas sino «la belleza y la desesperación de la belleza». El conjunto de su obra –que él añoraba aglutinar entera en un solo volumen– se lee como una crónica dramática y risueña donde lo más bajo y lo más elevado de la vida humana, y especialmente lo que está entre medio, conforman una trama vibrante y emocionante. No se lee a Alcalde sin emoción.

Alcalde hay varios, como queda dicho, y es a la vez siempre el mismo. Si hay uno que los contiene a todos, ese es el poeta. Que se dio a conocer joven, pero decir que «se dio a conocer» es exagerar; en 1947 publicó Balada para la ciudad muerta, un libro breve que llevaba un poema-prólogo de Neruda: «Tú Alfonso, de las / ciudades marinas traes / humo y lluvia en tus manos / y sabes tejer el hilo fresco y frío / de la profundidad matutina». Pero Alcalde no quedó cómodo y quemó casi todos los ejemplares no bien salieron de imprenta. El hecho lo comentaría años después en una entrevista con Soledad Bianchi que apareció póstumamente en el diario La Época bajo el elocuente título de «El maldito

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