El mamut friolento (Bat Pat 7)

Roberto Pavanello

Fragmento

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1

UN HORRENDO

MADRUGÓN l señor Silver no se habría perdido la feria de otoño de Fogville por nada del mundo.

Y, como él iba, tampoco su familia podía prescindir de una ocasión tan fantástica para divertirse. Por esa razón, aquel domingo nos había sacado a todos de madrugada de la cama, para que fuéramos los primeros en llegar.

—¡Vamos muchachos, que llegaremos tarde! —repitió el señor Silver por enésima vez, saltando sobre un pie mientras intentaba ponerse un zapato.

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Sus hijos y sobre todo yo deambulábamos por la casa como zombis y, sorprendentemente, Leo consiguió hacer un desayuno monstruoso sin dejar de roncar ni un segundo.

—Mamá —preguntó Rebecca, escondiéndome en su mochila antes de salir—, ¿de verdad tenemos que ir?

—Cariño, ya sabes que a papá le gusta mucho… Cuando salimos de casa el aire helado de la mañana nos despertó del todo.

—¡Ha llegado el invierno! —comentó con voz alegre el señor

Silver, expulsando una nube de vaho por la boca.

Prácticamente dormido en la mochila de

Rebecca, intuí, por el ligero traqueteo de mis tripas, que

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ya estábamos en el coche y habíamos puesto rumbo hacia nuestro destino.

La feria se celebraba en las afueras de la ciudad, en el gran parque de Villa Charlotte, el único sitio lo bastante amplio como para poder recibir al millar de visitantes que cada año acudían desde los alrededores de Fogville. Había herreros herrando caballos, artesanos tallando madera, pintores, herboristas, libreros, fabricantes de quesos y charcuteros, anticuarios, quirománticos, vendedores de juguetes y tragafuegos. En definitiva, ¡aquello era una mezcla entre un gran mercado y el circo de las maravillas!

Naturalmente, yo observaba todo esto desde la mochila de mi amiga y estaba contento de permanecer allí calentito, porque, como ya os he anticipado, no llevaba la ropa adecuada.

Arrastrados por la muchedumbre, que iba en aumento, y sobre todo por el señor Silver, que delante

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de cada atracción daba saltos de alegría como un niño de cinco años («¡Mira, Elizabeth! ¡Los cochecitos de hojalata!»), enseguida nos encontramos delante de la maravillosa fachada del siglo XVIII de

Villa Charlotte.

Martin, nuestro «sabiondo», no dejó escapar la ocasión para darnos una interesante lección de historia del arte:

—Esta mansión fue proyectada totalmente por el arquitecto François Prêt-à-Porter para la noble familia La Trippe, obligada a huir a Inglaterra durante la Revolución Francesa. El marqués La Trippe se la dedicó a su amada hija Charlotte, de quien se puede admirar una estatua presidiendo la entrada.

—¡Vaya nariz! —comentó Leo, acercándose a la estatua—. ¡Se podría montar a caballo sobre ella!

Un instante más tarde, una muchachita salida de la nada, vestida como una bombonera blanca, le reprochó ásperamente:

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—¿Cómo te atreves a insultar de esta manera a la abuela de mi tatarabuela?

—¿A la abuela de tu tatara… qué? —replicó Leo, estupefacto.

—No te enteras, ¿verdad? —le atacó «la bombonera»—. Bah, te diré una cosa, no me sorprende en

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absoluto. La nobleza no es algo que se pueda aprender. ¡Uno la lleva en la sangre!

—Oye —replicó Leo enfadado—, no sé qué es lo que tienes en la sangre, ¡pero en la cabeza solo tienes pájaros!

—¡Maleducado! ¿Sabes con quién estás hablando? Soy la condesa

Violette La Trippe y esta es la casa de mis abuelos.

—Mucho gusto. Yo soy el «señor» Leo Silver y estos son mis hermanos. No serán nobles, pero no los cambiaría por nadie…

Aquella discusión me estaba pareciendo de lo más divertida, pero Martin Silver no era de la misma opinión y puso fin al litigio con gran elegancia.

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—Perdone a mi hermano, mademoiselle. Él siempre es demasiado impulsivo. Estoy seguro de que no tenía ninguna intención de ofenderle.

Violette observó a Martin de pies a cabeza. Luego le tendió suavemente la mano, que él apenas rozó con un beso.

—Disculpas aceptadas —murmuró la condesa, miR>rando al infinito. Y se
alejó de allí sin
dignarse a mirarR>nos otra vez.

—¡Bah, qué asR>co! —dijo Leo con una mueca—. ¿Ahora te pones a besar la mano a desconocidos?

—Quizá no te has enterado, pero

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esta «desconocida» es una condesa —precisó Martin.

—¡De lo que sí me he enterado es de que te has dejado encantar por esa remilgada! —le echó en cara Rebecca.

La discusión fue interrumpida bruscamente por el señor Silver que, con una enorme nube de azúcar hilado en su mano derecha, repetía:

—¡Rápido, chicos, venid a ver esto!

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2

LA

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