Matrícula de error

Fragmento

1

Inmersos en la cultura error-terror

Yo antes dibujaba como Rafael, pero me llevó una vida entera aprender a dibujar como un niño.

Pablo Picasso

Samantha dibujando a Dios

Empecemos con una historia:

Samantha tenía seis años y le encantaba dibujar. Un día, en clase, la profesora mandó hacer un dibujo. Tema libre. ¡Perfecto! Ése era el tema preferido de Samantha, que sin pensarlo dos veces empezó a garabatear con furia el papel. La profesora, al ver a la niña tan concentrada, le preguntó:

—¿Qué estás dibujando?
—Estoy dibujando a Dios —contestó Samantha.

A la profesora le divirtió la respuesta y añadió: —Pero nadie sabe exactamente cómo es Dios. Samantha dejó de dibujar. Miró extrañada a la profesora y contestó:

—No importa, lo sabrán cuando acabe el dibujo.

La primera vez que escuché esta historia fue en una conferencia sobre la relación entre las escuelas y la creatividad impartida por sir Ken Robinson. Después, he escuchado y leído algunas variantes, aunque siempre contienen los mismos ingredientes, siempre provocan la misma reacción: una sonrisa. Es normal. La espontaneidad nos hace sonreír. El ingenio nos hace sonreír. Y la sorpresa nos hace sonreír.

ESPONTANEIDAD

INGENIO
SORPRESA

Samantha es así. Espontánea, ingeniosa y sorprendente. Y es que los niños, como las personas creativas, sorprenden con ideas, frases o acciones fuera de la lógica. Observan, procesan e interpretan la realidad a su manera. Sin miedo. Sin pensar en si su interpretación se ajusta más o menos a unos criterios establecidos. Es la suya. Con eso es suficiente.

Es curioso que estas tres cualidades estén tan presentes en los niños y tan poco en los adultos. ¿En qué momento empezamos a perderlas? ¿Cuándo empezamos a perdernos? ¿Por qué lo mismo que se nos premia de pequeños, se nos penaliza de mayores?

Hemos abierto este primer capítulo con una frase de Picasso, sigamos escuchándole:

Todos los niños son artistas,
el problema es cómo pueden seguir siendo artistas una vez que crecen

La pequeña Samantha y Pablo Picasso son artistas. Dos genios. De tú a tú. De igual a igual. No hay ninguna diferencia entre ellos. ¿Cómo no va a ser un genio alguien capaz de dibujar a Dios? Sin embargo, es más que probable que Samantha deje de ser una pintora genial para convertirse en, quién sabe, una maestra que algún día diga a una niña de unos seis años que nadie sabe cómo es Dios exactamente, olvidando que hubo un tiempo en el que ella sí lo supo, e incluso lo dibujó.

¿Por qué sucederá esto? Por el miedo error

«Todos los niños son artistas», dice Picasso. Pero ¿qué es lo que hace a todos los niños artistas? La falta de miedo. La capacidad de arriesgarse.

¿Cuánto hace que no dibujas un caracol?

La creatividad es intrínseca al ser humano, pero crecemos perdiendo esa espontaneidad, ese ingenio que nos caracterizaba como niños. ¿La razón? El miedo, o mejor dicho, el terror a equivocarnos. Es un terror tan grande que nos hemos acostumbrado a él, que lo llevamos encima sin darnos cuenta de lo que pesa. Los niños, no. Un niño dibuja un caracol y eso es un caracol. Sin embargo, un adulto mirará el dibujo y pensará que aquello no se parece en nada a un caracol.

En ese momento tiene dos opciones: tratar de ver el caracol que sí puede ver el niño o seguir pensando que eso no es un caracol. Si se decanta por la primera opción, estará poniéndose al mismo nivel que el niño, estará alimentando esa capacidad imaginativa que tiene y, por lo tanto, no se estará privando de su creatividad. Si escoge la segunda opción, se estará diciendo a sí mismo, al niño que lucha por salir, que se quede donde está, que no moleste. Que se esté quieto. Cuando perdemos la capacidad de poder ver los caracoles, empieza el reinado de la cultura error-terror. Y no sólo nos perjudicamos, también perjudicamos a los demás. La educación se centra hoy en día en escanear caracoles, buscarlos en Google y tener una perfecta y multimedia imagen 3D de un caracol. Así estamos educados y así educamos.

Los niños, poco a poco, van asimilando nuestra visión del mundo (¡y de los caracoles!) y empiezan a querer dibujar las cosas como son. Es desalentador ver cómo dibuja un niño de cinco años y cómo dibuja uno de diez, queriendo «imitar» la realidad, dejando de mirar hacia dentro y buscando, simplemente que su dibujo se parezca a la realidad. Lo genial que hay en los dibujos de los niños se va marchitando poco a poco.

¿Por qué? Por el miedo error

Hagamos la prueba. Coge un papel. En blanco. Libre. Es tuyo, es para ti. Coge un lápiz y dibuja, por ejemplo, un caracol.

¿Qué ha pasado?

Nada. ¿Verdad?

Si no es así, si has ido a por un papel y has dibujado un caracol solo por dibujar un caracol, felicidades, puedes cerrar el libro ahora mismo. No lo necesitas.

Sin embargo, me temo que la mayoría no ha dibujado nada. Ni tan siquiera una línea. Ni el amago de un intento. Unos porque no tenían ganas de levantarse a coger un papel y un lápiz. Otros porque a pesar de estar leyendo este libro, piensan que esto es una estupidez, que ellos no lo necesitan, que lo que realmente necesitan es ir al grano, a «cosas importantes». Y la mayoría porque piensan que dibujan como un niño de cinco años y les da vergüenza, como si ahora mismo estuvieran retransmitiendo en directo el dibujo del caracol de fulanito de tal.

Da igual la excusa.

El resultado es el mismo. La parálisis. El no atreverse. Este mismo ejercicio lo he realizado con niños de entre cuatro y seis años y todos, absolutamente, dibujan un caracol. Si tienen que ir a buscar un lápiz, van a buscarlo. Si hay que ir a por un papel en blanco, ni se lo piensan... Y si hay que dibujar en la pared, mejor; más divertido. No les importa arriesgar. Se atreven. Absolutamente. ¡Cómo no van a hacerlo! Les acabas de poner un reto delante y quieren afrontarlo, ir a por él. Somos los adultos los que, ante un reto, lo valoramos y sopesamos... palabras que un niño ni tan siquiera conoce.

Ellos son artistas y los artistas se atreven a observar el mundo, a encontrar una nueva manera de explicarlo, a descubrir algo nuevo que nadie antes había visto. Si esos genios no hubiesen existido, no se habría puesto nombre a las estrellas, porque nadie se hubiese atrevido a mirar el cielo. Tampoco se habría descubierto América, porque nadie se hubiese atrevido a probar un nuevo camino para llegar a la India. Y, por supuesto, si nadie se hubiese atrevido a pensar que se podían pintar todas las perspectivas de un mismo objeto en un único plano (un lienzo), el cubismo no habría existido.

Sin riesgo, no se puede avanzar.

Aprender a nadar

Volvamos a Samantha.

Ella dibuja a su Dios sin pensar en nada más que dibujar a su Dios. ¿Bien? ¿Mal? Eso no le importa, y mientras no tenga miedo seguirá, como todos los niños, siendo creativa. Y lo será porque se arriesgará. Se atreverá. Lo intentará. Y al arriesgarse, al atreverse y al intentarlo será original, espontánea e ingeniosa. Y lo más importante de todo: seguirá aprendiendo y creciendo. Pero si piensa en algo más que en dibujar a su Dios; si piensa que ese dibujo que está haciendo puede estar bien o mal, entonces, su espontaneidad desaparecerá. Dejará de ser original, ingeniosa. Tendrá miedo a equivocarse, a que su dibujo «esté mal».

Así es como se crea el miedo al error. Y ese miedo al error detiene el aprendizaje.

¡El error es la base del aprendizaje!

Alfred Adler, psiquiatra austríaco que exploró el complejo

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