Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Entrega en mano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo para adolescentes
Notas
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
A Teresa, periodista
Entrega en mano
Madrid, septiembre de 2003
Querido lector (o lectora, claro).
Este breve epistolario responde a un encargo de la editorial que inicialmente lo publicó en 1977, deseosa según me dijeron de abrir una colección del género. De modo que la inicial estructura y dimensiones del libro vinieron también indicadas de antemano, facilitando y constriñendo a un tiempo mi tarea de autor. Si acepté enseguida la sugerencia de ponerme a ella fue porque me resultaba muy grata. El intento, no sé si logrado, de transmitir a las nuevas generaciones algo de la experiencia propia y de los conocimientos y dudas que he podido acumular a lo largo de mi trayectoria profesional me sedujo desde el principio.
El libro, en su primera versión, tuvo una buena andadura y ha servido de texto en Universidades de Chile, Argentina y Colombia, y de manual de uso en el País Vasco. Espero que esta edición corregida y ampliada merezca todavía mayor aceptación.
«Escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente», decía Kafka a su amada Milena Jarenska. Ya he utilizado en otras ocasiones esta cita a la hora de comentar la importancia del género en la historia de la literatura. Cualquiera sabe, por lo demás, que sólo hay un correo más pasional, exacerbado y ardiente que el del corazón: el de la política.
La aparición del teléfono y su extensión casi universal amenazaron durante un tiempo la supervivencia del método epistolar, que se recupera ahora espectacularmente gracias al correo electrónico. Ésta es una de las contribuciones de la cibercultura a la mejora de nuestra calidad de vida. Mis envíos a Honorio no fueron escritos, sin embargo, para ser transportados por Internet, sino para sufrir todavía el romántico destino que impone un franqueo y un matasellos. Podrás comprender, por lo demás, que el tal Honorio es un personaje inexistente, y ni siquiera es un personaje como tal, pues deliberadamente he huido de la tentación de imaginarlo y, mucho más, de describirlo. Se trata sólo de un pretexto, de un nombre del que poder colgar algunas reflexiones que yo mismo hago sobre mi vida y mi trabajo.
De modo que al corregir las pruebas me he sentido como el protagonista de Niebla de Unamuno, convertido en personaje y autor al mismo tiempo, y enfrentado conmigo en ambas personalidades. Me gustaría que de mi narración de ese conflicto latente en todo ser humano, de las contradicciones inevitables entre lo que somos o lo que parecemos y lo que deseamos ser o parecer, se derivara algún provecho para alguien. Por lo demás, toda carta sin respuesta es una carta inacabada, de modo que cualquier reacción a ésta sería bienvenida.
Cordialmente,
JUAN LUIS CEBRIÁN
3 de junio
Querido amigo:
¡Qué extraño es llamar amigo a alguien a quien ni siquiera conocemos!
Entre el correo de ayer, compuesto en su mayoría por folletos publicitarios, ofertas a domicilio y comunicaciones del banco, me encontré con tu ruego que, a decir verdad, no es sino uno más de los muchos que recibo a diario, y que acostumbro a responder de manera mecánica, por mor de la educación y quizá, también, del deseo de mantener viva mi imagen. O sea que todavía me pregunto qué es lo que me condujo a separar tu escrito del resto de la correspondencia, y qué me empuja en realidad a emplear dos horas de mi vida en contestarte, robándolas al sueño o a la familia, o a mi propio divagar sin hacer nada. Seguramente tu solicitud ha llegado en el momento oportuno, haciéndome las preguntas que yo mismo me hago desde hace ya mucho tiempo o incitándome a una reflexión que estaba necesitando y de la que me permitían huir el ajetreo diario y la abundancia de compromisos con el mundo exterior. Sea como sea, aquí estoy frente al ordenador, pergeñando unas líneas sobre la pantalla. Y éste es un acto ya de por sí provocativo para quien como yo, entusiasta del género epistolar en tanto que vehículo amatorio o conspirativo, imagina que las cartas deben de estar siempre escritas del puño y letra del remitente, mojando la pluma en lágrimas o en sangre, pero nunca sujetas a los impulsos electrónicos del ciberespacio.
Reconozco, también, que me ha encantado el tono que empleas en tu billete, entre descarado y tímido, y que mi ya poco impresionable sentido de la vanidad se vio halagado no tanto por los escuetos elogios que me dedicas como por las abundantes críticas que se desprenden del conjunto. Tengo edad suficiente como para no desear engañarme a mí mismo y los reproches ajenos no me conducen a la queja sino a la duda.
De modo que, al cabo, tú puedes ser un buen pretexto —quizá nada más que eso, y no te me enfades— para que al escribirte me escriba a mí mismo y reflexionemos juntos sobre una profesión que ha llenado toda mi existencia, a la que he dedicado más tiempo que a ninguna otra cosa en esta vida, y que me ha proporcionado cuantas satisfacciones quieras imaginar, a cambio sólo de dedicarme a ella con la veneración de un fiel y la resignación de un esclavo.
Dices que te gustaría ser periodista, pero que no sabes si tienes verdadera vocación. Menuda palabreja. Cuando yo iba al colegio, en la década de los cincuenta, la vocación y su significado eran algo sobre lo que los curas nos hacían meditar casi a diario. «Vocación, del latín vox, vocis, o sea, voz. Tener vocación es sentirse llamado por algo. La vocación es una predisposición, una voz interior, una atracción...». La Vocación auténtica, que se escribía con mayúscula, era una llamada de Dios, una apelación para ponerse a su servicio. Por cierto, esta necesidad de institucionalizar las doctrinas a base del empleo de versales en la tipografía también la sintieron los comunistas que lograron, a pesar de estar prohibido, que su partido fuera el Partido a secas, costumbre imitada, por lo demás, por todos aquellos que han estado contra la existencia de cualquier otra formación política que no fuera la suya. Allí donde se prohíben los partidos, el Partido se ve ensalzado.
Pero volviendo a mi cuento, también se admitía que uno podía tener otro género de vocaciones y eran, sobre todo, las actividades relacionadas con las ciencias del espíritu las que implicaban ese tipo de llamada. De esta manera se sentía algún tipo de vocación por ser abogado, escritor, o hasta ingeniero, aunque resultaba improbable que nadie confesara tener vocación de taxista o de conductor de autobús. Sí, en cambio, la de piloto de aviones o de coches de carreras, con lo que lo de la vocación adquiría unos tintes clasistas, a caballo entre la excelencia del intelecto y la del dinero. En cualquier caso, sospechábamos que muchas de estas vocaciones —en cuyas modalidades difícilmente cabían los oficios de la clase obrera o algunos de contenido judaizante, como el comercio y los negocios— no eran verdaderas llamadas, sino que se debían a simples condicionamientos familiares o culturales, a los ambientes que uno vivía, o a ciertas habilidades naturales. Servían bien, por eso mismo, para dejar claro que la Vocación auténtica, la única y verdadera, era aquella en la que Dios se manifestaba solicitándote tus servicios.
Muchos adolescentes de aquella época aguardábamos expectantes el momento de semejante revelación, destinada sólo a unas cuantas almas selectas, y desconocíamos o preteríamos el hecho de que los seminarios estuvieran llenos de segundones acosados por la necesidad y el hambre, o de hijos del pecado que pretendían purgar con su sacerdocio las culpas de sus progenitores. Yo tuve la felicidad inmensa —o al menos así lo creí entonces— de saberme elegido entre los elegidos, de sentir aquella voz bronca y teatral surgir de mis entrañas y conducirme hacia los votos sacerdotales.
Duró poco, pero conllevó algunas ventajas. En primer lugar, el convencimiento de que tenía Vocación me permitió discutir tranquilamente con mis profesores y padres sobre mis otras vocaciones menores, que eran alimentadas y cultivadas por mí con mayor empeño y menor solemnidad. Entre ellas estaba, con toda nitidez, la dedicación al periodismo. No era de extrañar. Mi padre era periodista, nada vocacional, por cierto, sino fruto de la casualidad, pues había estudiado medicina como mi abuelo, y entró a trabajar en una redacción sólo como medio urgente para ganarse el pan en los años azarosos de la posguerra. Luego la vida le condujo por esos derroteros, hasta el punto de que ocupó importantes puestos profesionales y empresariales en el mundo de la prensa, de forma que yo nací, como quien dice, entre rotativas y hasta donde me alcanza la memoria siempre he sabido que en mi casa al lugar de trabajo no se le llamaba fábrica, escuela, oficina o ministerio, sino periódico. He vivido durante tantos años aquella experiencia antes de mi emancipación, y la he repetido durante tantos otros después de la misma, que todavía hoy digo que acudo al periódico cuando me encamino a las flamantes oficinas del grupo de empresas que dirijo.
Si me detengo, impúdicamente, en contarte estos detalles es para explicarte que mis creencias en la vocación son más que relativas. No cabe duda de que existen unas facultades innatas en cada persona que le ayudan a hacer mejor tal o cual cosa. También es cierto que casi todo se puede aprender, aunque la mejor educación del mundo no sustituye al talento. Pero la decisión de dedicarse profesionalmente a algo en concreto depende tanto de las habilidades naturales como de las circunstancias que a uno le rodean. O sea que no me vengas con garambainas de si tienes o no vocación de periodista. Pregúntate mejor si eres curioso, impertinente, si te interesa lo que te rodea, si quieres averiguar el porqué de las cosas. Entonces no sé si tendrás vocación pero al menos tienes, en principio, algunas de las aptitudes necesarias.
Porque en realidad, ¿qué es ser periodista? Un adagio británico resume semejante destino en el de salir a la calle, ver lo que pasa y contarlo a los demás. O sea que periodista es cualquier ciudadano que quiera hacer eso y no se necesitan ni títulos ni honores para llevarlo a cabo. Al fin y a la postre, como dicen los italianos, se es periodista porque «trabajar es peor».
Una de las condiciones primeras es la curiosidad. Los filósofos llamaban a esto capacidad de asombro, e implica una cierta ingenuidad de espíritu, un amor a lo nuevo, un estar dispuesto a dejarse sorprender cada mañana. En esa capacidad de asombro reside el fundamento del conocer y por eso la rutina es el peor enemigo de la sabiduría. Lo bueno de los periodistas, de los periodistas a secas, es que se interesan por todo, se enamoran de todo, se arrebatan por todo y para todo. Su oficio es destripar los hech