El intocable

John Banville

Fragmento

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Índice

 

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Parte II

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Parte III

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Agradecimientos

Notas del traductor

Sobre el autor

Créditos

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A Colm y Douglas

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I

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Primer día de la nueva vida. Muy extraño. Me he sentido inquieto todo el día. Ahora estoy exhausto, pero también febril, como un niño al acabar una fiesta. Como un niño, sí: como si hubiese experimentado alguna forma grotesca de renacimiento. Sin embargo, esta mañana me di cuenta por vez primera de que soy un hombre viejo. Atravesaba Gower Street, mi antiguo territorio. Traté de avivar el paso, pero algo me lo impedía. Fue una sensación rara, como si ráfagas de aire se arremolinaran en mis tobillos, como si el aire se hubiese vuelto... ¿cómo diríamos?, ¿viscoso?, y se me resistiera, y casi di un traspié. Pasó un estruendoso autobús con un sonriente negro al volante. ¿Qué fue lo que vio? Sandalias, impermeable, mi habitual bolsa de redecilla, viejos ojos legañosos extraviados por el miedo. Si me hubiese atropellado, habrían dicho que fue un suicidio, para alivio de todos. Pero no les di esa satisfacción. Este año cumpliré setenta y dos. No puedo creerlo. Por dentro, veintidós para siempre. Supongo que eso mismo les ocurre a todos los viejos. ¡Grrr!

Nunca había llevado un diario antes. Por miedo a ser incriminado. No dejes nada por escrito, decía siempre Boy. ¿Por qué he empezado ahora? Sencillamente, me senté y me puse a escribir, como si fuese la cosa más natural del mundo, lo que, por supuesto, no es cierto. Mi último testamento. Se ha puesto el sol, todo está en calma y es conmovedor. Los árboles de la plaza gotean. Minúsculos gorjeos de pájaros. Abril. No me gusta la primavera, sus travesuras e inquietudes; temo ese hormigueo angustioso en el corazón, lo que podría inducirme a hacer. Lo que podría haberme inducido a hacer: a mi edad hay que ser escrupuloso con los tiempos verbales. Echo de menos a mis niños. ¡Cielos!, ¿de dónde ha salido eso? Ya no son lo que podría llamarse niños. Julian debe de tener... bueno, este año cumplirá cuarenta, por lo que Blanche debe de tener treinta y ocho, ¿no es eso? Comparado con ellos, me parece que apenas he crecido. Auden escribió en algún sitio que, no importa cuál fuese la edad de sus acompañantes, siempre tenía el convencimiento de ser el más joven de la reunión; yo también. Sin embargo, creo que podían haber llamado. Lamento haberme enterado de tu traición, papaíto. No obstante, no estoy completamente seguro de que me agradase oír a Blanche sorberse las lágrimas, ni a Julian manteniendo un hermético silencio al otro extremo del hilo. Digno hijo de su madre. Supongo que todos los padres dicen lo mismo.

No debo divagar.

La deshonra pública es algo curioso. Una sensación palpitante en la zona del diafragma y una especie de agolpamiento por todas partes, como si la sangre se deslizase con dificultad bajo la piel, igual que si fuera mercurio. La excitación mezclada con el miedo produce un brebaje embriagador. Al principio, no podía imaginar lo que ese estado me recordaba, pero en seguida caí: aquellas primeras noches de merodeo después de haber asumido finalmente que eso era lo que andaba buscando. El mismo estremecimiento impaciente, mezcla de expectación y miedo, la misma mueca desesperada tratando de no estallar. Queriendo ser sorprendido. Ser atacado. Ser maltratado. Bueno, todo eso ha pasado ya. Hay un determinado trozo de cielo azul en Et in Arcadia ego, donde las nubes están rotas en forma de pájaro en vuelo veloz, que es para mí el auténtico, clandestino centro del cuadro, su cima. Cuando pienso en la muerte, y últimamente pienso en ella con una sensación de inverosimilitud cada vez menor, me veo envuelto en una mortaja blanca como el zinc, una figura más bien del Greco que de Poussin, y asciendo en un arrebato de angustia erótica, entre aleluyas y alabanzas fingidas, a través de un remolino de nubes del color del té dorado, hasta meterme de cabeza en un trozo exactamente igual de azul celeste translúcido.

Enciendo la lámpara. Mi pequeña luz leal. Cuán nítidamente delimita este estrecho ámbito del escritorio y la página en la que siempre he hallado el más intenso placer, esta tienda de campaña iluminada en la que, puesto en cuclillas, me escondo felizmente del mundo. Pues incluso los cuadros fueron siempre una cuestión más cerebral que visual. Aquí está todo lo que...

Acaba de llamarme Querell. Bien, desde luego tiene valor, debo reconocerlo. El zumbido del teléfono me produjo un sobresalto espantoso. Nunca me he acostumbrado a este aparato, a la forma en que se agazapa tan malévolamente, disp

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