Jaime Salinas. El oficio de editor

Juan Cruz Ruiz

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

El dibujo de Jaime, prólogo a esta edición de Juan Cruz Ruiz

Jaime Salinas extraterritorial, por Juan Cruz Ruiz

El editor

El otro Salinas

   Excursión Salinas. El Escorial. Octubre de 1996

   El exiliado

   El retornado

   El comprometido

   El amigo

   El memorialista

Adenda de última hora, por Jaime Salinas

Dos palabras del editor, por Mario Muchnik

Nuestro testigo, por Javier Marías

Índice onomástico

Notas

Sobre los autores

Créditos

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Este libro tiene una dedicatoria.
A Gud, a Ruth y a Carlos.

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El dibujo de Jaime

La peripecia de este libro parece dibujada por Jaime Salinas. Él no quiso que se publicara en su día, en torno a 1998, cuando se terminó como un encargo de un amigo común, el editor Mario Muchnik. En ese momento él estaba acabando, o tenía por publicar, sus memorias, Travesías, que obtuvieron el premio Comillas convocado por la editorial Tusquets. Y no quería por nada del mundo perjudicar la salida de ese libro con la intromisión de otro en el que él fuera también el protagonista. Así que lo guardamos el editor y yo y lo dejamos reposar.

Los avatares editoriales confundieron lo provisional con lo eterno. Entonces no disponía yo de los dispositivos electrónicos que ahora hubieran hecho posible el control del manuscrito, y éste se perdió, se extravió, se esfumó de entre nosotros. Ni Salinas ni yo ni Mario Muchnik pensamos mucho en ello; lo dimos como el resultado de una experiencia placentera que a mí (y a quienes tuvieron que ver con ella, como Ruth Toledano, mi amiga, que colaboró asistiendo a las conversaciones y que luego hizo las transcripciones correspondientes) nos alegró la vida y nos regaló conocimiento y perspectiva. Gracias a esas conversaciones con Jaime vivimos días inolvidables que aquí se cuentan y se acrecentó nuestra común amistad con este personaje misterioso y cordial que abrió su casa y su alma, tan discreta y llena de veladuras, a mis preguntas y a nuestras distintas amables inquisiciones.

El libro, ya digo, sufrió un extravío singular, que se parecía mucho a la voluntad de Salinas de no hacerlo. Recuerdo haberle hecho una entrevista grabada a Juan Rulfo; cuando fui a transcribir la cinta, el poderío mágico del autor de Pedro Páramo había conjurado el peligro, y sólo un milagro permitió luego que alguien apareciera con otra cinta en la que casualmente estaba también grabada la charla. Pues lo mismo debió suceder con Jaime Salinas: acaso su poder hipnótico, el que usaba para quedar al margen, había actuado sobre nuestro manuscrito hasta acabar con él.

Cuando murió Jaime yo publiqué en mi blog mi nostalgia por aquella pérdida, y la fortuna hizo que Mariángeles Fernández, una buena amiga, profesora, editora en Anaya/Muchnik, donde el libro habría tenido que publicarse, me comunicara que el azar había dejado en sus manos una copia de las galeradas. Es éste.

Y éste es un testimonio de gran importancia, al menos para nosotros, que consideramos a Salinas un maestro de editores y una persona formidable, cuya opinión de entonces parecía una profecía de lo que habría de venir y ya ha venido. Y estimamos (no sólo yo, los editores, entre ellos Miguel Aguilar, de Debate, que fue amigo filial de Jaime, y Pilar Reyes, que finalmente lo publica en Alfaguara) que era de interés público que saliera. Como ya no estaba Jaime para vencer su propia reticencia ante la publicación de algo que le concerniera, tuvimos el acuerdo de Guðbergur Bergsson, el compañero de años de Jaime; traductor del español, novelista excelente que ha hecho de la melancolía una manera de relatar el fracaso vital, la desesperación y el abismo en el que vive la naturaleza humana. Gud finalmente nos dijo que adelante, que el libro debía salir. Entre todas las personas que conocieron el libro y consideraron la valía de su testimonio quiero citar aquí al sobrino de Jaime, Carlos Marichal, hijo de Solita Salinas y de Juan Marichal. Carlos vive en México, desde allí siempre tuvo una cálida relación con su tío y con muchos de nosotros. En cierto modo, a todos esos nombres va también dedicada esta conversación que es a la vez un homenaje y una memoria.

Ahora se publica en una colección exenta de Alfaguara, con los honores de lo que fue una de las contribuciones más importantes de Salinas al diseño editorial español: sobriedad, respeto al texto, ausencia de alharacas en la portada. Aquellas portadas que Enric Satué inventó para su Alfaguara y que eran orgullo de ambos, del editor y del diseñador. Nosotros (el autor, yo mismo, y la editora, Pilar Reyes) quisimos que Satué se uniera al proyecto, como un homenaje sencillo al complejo mundo que inventó Jaime para hacer que esta editorial fuera en aquel momento no sólo un sello para publicar libros sino una apuesta cultural en la España moderna que él soñó. Esa iniciativa que Pilar acogió con tanto entusiasmo nos dio la oportunidad de encontrarnos (otra vez) con Enric; nos llevó la historia gráfica de Alfaguara, nos envolvió en el entusiasmo por Jaime Salinas, por su memoria y por sus hechos, y nos permitió sentir como que a su lado se paraba el tiempo.

Y se paró el tiempo. Quiero decir, ahora tienen ustedes ante sí, como lectores, el libro tal como fue concebido, en tiempo presente; iba a salir con Jaime en vida, y en tiempo presente queda lo que ya es pasado. Hay más. Como me decía Ruth Toledano, que me ayudó otra vez, esta vez con las correcciones de las galeradas que nos envió Alfaguara, muchas de las cosas que dijo Jaime Salinas sobre el mundo que vislumbraba se han cumplido con el tiempo, muchas veces para mayor preocupación de editores y lectores. Por eso el libro sigue en tiempo presente, para que ustedes adviertan el temblor de sus avisos, con qué lucidez veía llegar lo que ahora vivimos como una preocupante certeza.

Así que su índice sigue intacto. La conversación, sus circunstancias. El epílogo de Mario Muchnik, que generosamente nos puso a trabajar. Y el texto final de Javier Marías, su amigo y su testigo, uno de los más fieles amigos que además fue uno de sus más importantes autores. Como si Jaime lo tuviera que revisar antes de ser publicado, estos textos que siguen son lo que hicimos para ser editados como libro por Muchnik. Alfaguara, en un juego virtual que convierte éste en un homenaje que parece organizado por Jaime (al editor, al autor, al lector), es finalmente el sello que acoge estas conversaciones, y lo hace con el diseño que él siempre quiso para los libros que publicaba.

Una palabra más. Cuando iba a escribir este prólogo, el último día del verano de 2013, al lado mismo del otoño en el que entramos, almorcé con Dolly Onetti, la viuda de Juan Carlos. En la conversación apareció Jaime y ella me contó lo que sucedió una vez, en la casa de Salinas, en la calle madrileña donde el editor vivió siempre. Onetti había ido a almorzar, invitado por Jaime. Había por allí una lámpara que le servía al editor para leer, para trabajar. Juan Carlos la elogió: «Así ya se podrá leer bien...», dijo. Cuando dejaban la casa Dolly y el gran escritor, Jaime entró a un cuarto y trajo consigo un paquete tosco, hecho con periódicos de esos días. Dentro estaba la lámpara. Salinas era un editor, a todas horas, y sabía que era más importante la felicidad de un autor que la luz que hubiera sobre la mesa del que publicaba sus libros.

Un personaje grande, un editor grande. Y ahora, el libro, el objeto principal de esta peripecia que parece dibujada por Jaime Salinas.

JUAN CRUZ RUIZ,

septiembre de 2013

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Jaime Salinas extraterritorial

Es extraterritorial, como los libros. Jorge Luis Borges decía que podía concebir un mundo sin agua, pero era incapaz de pensar en un mundo sin libros. Resultaría imposible pensar en el proceso de modernización de la edición literaria en España sin que venga a la memoria, y a la realidad, el nombre de Jaime Salinas. Se puede concebir el mundo de los libros, nuestro mundo de los libros, sólo si se tiene en cuenta que en un momento de nuestro propio proceso editorial hubo gente como este ser extraterritorial, de costumbres anglosajonas, que parece siempre, aunque esté quieto, que está yéndose a alguna parte o volviendo de cualquier sitio. Un ser de ninguna parte que desde algún sitio secreto ya lo vio todo antes; un ser animado por una experiencia que le hace reiterar una admonición a veces inquietante: «Niño, tú sabrás lo que haces». Desde un rincón, sombreado por el cariño y la admiración, educado y solícito, y también duro e intransigente, como un liberal de izquierdas de los de antes, mira el mundo que él contribuyó a crear y el que ha venido después con la melancolía de los que no reconocen en el espejo la mirada de sus hijos. Sin embargo, sentado en un rincón, alejado del reconocimiento que no pide pero que se merece, él contempla este mundo como si no hubiera tenido nada que ver.

Hablando con él, incluso, uno pensaría que su modestia condiciona su mudez, su falta total de petulancia; pero cuando se ponen en orden sus palabras y su biografía, se sabe que sin él resultaría imposible una conversación congruente y precisa sobre el pasado, el presente y el porvenir de la tarea, tantas veces extraña, de poner en las manos —y en la conversación— de la gente objetos que nadie espera y que nadie necesita, pero que hacen la felicidad de tanta gente: los libros, esos seres que de pronto irrumpen en la vida con la misma arrogancia perentoria que tienen el pan y el agua. Un alimento y también una obsesión.

Jaime Salinas nació por coincidencias diversas en Argelia. La Guerra Civil, por otra parte, llevó a su familia a Estados Unidos. Tuvo que hacerse, pues, de una lengua ajena, al lado de su padre, que era uno de los grandes poetas españoles de la generación del 27, Pedro Salinas.

Cuando regresó a España, de vacaciones, por Alicante, a principios de los años cincuenta, el destino le quitó de la cabeza varias ambiciones que había atesorado entre los norteamericanos: quería ser arquitecto o cineasta, e incluso traía en el bolsillo, en aquel viaje de recreo, una recomendación para que le atendiera en Italia Roberto Rossellini.

Pero ese viaje alicantino le cambió la vida: su familia le preparó una trampa dulce que lo condujo a Barcelona, a trabajar en una empresa de ingeniería empresarial que se hizo cargo de una editorial entonces naciente: Seix Barral. Era 1956. Nadie le hacía demasiado caso en aquel despacho de la editorial de Víctor Seix, hasta que éste descubrió ante los demás que aquel personaje silencioso y observador era hijo de don Pedro Salinas. El poeta Carlos Barral, que sería legendario componente de ese dúo histórico, Seix Barral, lo prohijó enseguida, lo presentó a todo el mundo y le hizo vivir una vida editorial que, en distintas etapas, influyó de manera decisiva en la cultura y también en la política de este país.

Después de la experiencia de Seix Barral, desde la que condujo también la creación del Premio Formentor, que uniría a editores europeos en la iniciativa entonces insólita de editar juntos, simultáneamente y en distintas lenguas el libro del premiado, Salinas trabajó con José Ortega Spottorno y con Javier Pradera en la aventura de Alianza Editorial, que hizo posible el libro de bolsillo de calidad en España; enriqueció la comunicación literaria internacional a través de la editorial Alfaguara, donde redescubrió la vía del gusto como fórmula comercial para alcanzar el favor del público; aceptó más tarde desempeñar la Dirección General del Libro y Bibliotecas en el primer gobierno socialista salido de las elecciones de 1982, para volver finalmente a la edición dirigiendo la editorial Aguilar. Siempre dijo que en aquel cargo oficial iba a durar poco tiempo, y estuvo algo más de dos años; pero al principio de su ejercicio, este ser extraterritorial, rodeado de banderas españolas, recibió la suave sensación de que, en efecto, era un hombre de este tiempo y de este país, o por lo menos estaba obligado, por historia y por convicciones, a poner su propio hombro en una iniciativa, la de restituir a España la libertad de la cultura, a la que debía su apoyo como español. La bandera que había en su despacho, para este ciudadano tan descreído de símbolos y metáforas patrióticas, fue un factor determinante en su compromiso cívico; hoy, cuando se le oye hablar de política, se diría que no sólo es un socialista de la línea dura y ortodoxa, sino que sentimentalmente es por eso también un español sin dobleces. Un patriota. ¿Quién se lo iba a decir al extraterritorial Jaime Salinas?

Durante su larguísimo periodo de vida editorial, que es por otra parte su vida entera, Jaime Salinas ha alternado su domicilio entre un piso luminoso, en la calle de Don Pedro, en el barrio madrileño de Las Vistillas, y una casa que uno supone de madera de pino, abierta y clara, en Islandia, como si en esa coincidencia extraña entre lo que es el casticismo español y la sensación esencial de la lejanía —vivir en Islandia, ¿quién vive en Islandia?— Salinas quisiera simbolizar su propia extraterritorialidad, la que lo ha mantenido con una cristalina independencia en un país cuya historia se parece también a la historia de los hombres melancólicos, entusiastas y derrotados, prestos siempre a recibir el éxito y el fracaso con la misma mueca de descreimiento. Perdedores que en la derrota hallan la esquina de su justificación, su verdadero triunfo.

Jubilado prematuramente, en 1991, Jaime Salinas es a sus setenta y un años un personaje solitario que almacena en su cerebro despejado y lúcido la nobleza de una sabiduría con la que nunca hizo aspavientos. No lo ha dicho nunca, porque no le gusta alardear de méritos que él atribuye a los equipos de los que formó parte, pero él es en muy buena medida responsable de la apertura de la edición española a los modos europeos de publicar libros; empujó no sólo la mejor calidad física de la materia editada, sino que empujó también su promoción y su difusión con fórmulas inéditas que luego repetimos todos como si las estuviéramos inventando. En efecto, en medio del escepticismo de este país que se mofa de todo aquello que no se ha hecho antes, organizó trenes especiales, verbenas, saraos de toda laya, con la complicidad inteligente de gente como Ymelda Navajo, que luego habría de ser una gran ejecutiva editorial, una editora capaz de inventar en vez de repetir. Así, y también de muchos otros modos, Jaime Salinas cambió el sesgo de la presencia del libro en la sociedad española.

Fue, también en ese sentido, un adelantado, un Pepito Grillo silencioso en medio de todo lo que se hacía en el mundo editorial; mientras preparaba con él este libro estuve repasando por casualidad fotos antiguas con María García Hortelano, la viuda de Juan, tan añorado; en esas fotografías que el tiempo y las desapariciones sucesivas —Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan Benet— han envuelto en melancolía está siempre Jaime Salinas, con un whisky en la mano, mirando cómo se resuelve, suavemente, distraídamente, con la adecuada solemnidad, lo que él había organizado.

Esa imagen siempre presente, pero discreta, como si él hubiera hecho ya su trabajo y la escenografía estuviera cobrando la vida que él intuyó, refleja muy bien su carácter sumamente responsable, reconcentrado incluso en el ejercicio de su responsabilidad, cumplidor y exquisito, pero también bon vivant, deseoso de pasarlo tan bien como los otros y, sobre todo, responsable del bienestar ajeno. Un editor obsesionado por que los otros sean felices.

He tenido la fortuna de conocerlo gracias a este encargo que me hicieron Mario y Nicole Muchnik una noche en la que tampoco Jaime comió casi nada, mientras nosotros le organizábamos alrededor el agasajo que rechaza con su elegante desdén anglosajón, simulando constantemente que escucha los requiebros pero consciente siempre de que él no es el receptor adecuado de tales halagos.

En efecto, come poco y habla sólo cuando se le pregunta: por eso, dice, no sale por las noches, y cuando ha de hacerlo únicamente es porque una demanda superior de amistad se lo reclama. Aquella noche el honor, pues, él nos lo hacía a nosotros; nosotros éramos en cierto modo los huéspedes de su espléndida soledad vespertina.

Aquella noche, digo, fue simbólica. Muchnik llegó con ese entusiasmo desbordante y bien medido que tienen los buenos editores: habría que conversar con Jaime, largamente, convencerlo del sentido del encargo, de la utilidad del mismo e incluso de su perentoria conveniencia: sin ese libro no se puede seguir viviendo en este país. Como para que Jaime soltara una de sus frases favoritas: «Pero, hombre, ¡qué me estás diciendo!». La tarea era complicada, pero de eso no se daba cuenta Mario, embebido en su benéfico entusiasmo por las cosas que emprende. Mientras él hablaba del libro como si ya estuviera hecho y el entrevistador —yo mismo— trataba de imaginarse ya las preguntas y las respuestas, el supuesto agasajado negaba con la cabeza: era, quería decir con ese gesto descreído tan de Jaime Salinas, una tarea imposible porque él no tenía nada que decir. Ni Muchnik ni yo —Nicole, sí, Nicole sí lo escuchaba, porque es una mujer realista y estaba allí para compensar la extrema sensatez de Jaime con su sensatez mucho más moderada, con su bien equilibrado sentido de la esperanza editorial— lo escuchábamos; ya estábamos en nuestro propio baile, imaginando acaso el acto de presentación, adivinando el tono de las reseñas, dando por hechos todos los pasos previos a la publicación de un libro sin otra complicación que la adivinación suprema: «¿Y qué van a decir los lectores?».

Eso decía Jaime: «¿Y esto qué le va a importar a los lectores?». «El editor es el lector», sentenció Mario. Pero nadie podía convencer a Jaime. «Yo también soy lector», decía, «y no compraría jamás un libro en el que un señor como yo apareciera forzado a opinar de cosas que no le importan a nadie».

¿En qué se basaba Jaime para decir que no, para reiterar con la cabeza lo que a veces nosotros le dejábamos decir con la boca? Rosa Montero, en una entrevista extraordinaria que publicó en mayo de 1983 en El País Semanal, cuando a Salinas le hicieron director general del Libro y Bibliotecas, hace una espléndida definición del carácter de este editor tan a su pesar: «Un hombre que es el que no es», decía Rosa Montero. Como se dice de Javier Marías, gran amigo de Salinas y colaborador de este libro, es «el hombre que parece no pretender nada». Jaime Salinas es así: no pretende nada; no sólo no pretende ser quien es, sino que ni siquiera pretende ser.

Aquella noche lo reiteró varias veces: «¿Y yo qué tengo que decir?». A lo largo de los años, mientras fui informador cultural, lo vislumbré en sitios, con grandes escritores, como Günter Grass o Julio Cortázar; de lejos imaginé la razón de sus risas con Juan Benet o con Juan García Hortelano, quise saber por qué lo quería tanto Juby Bustamante, me figuré por qué Javier Pradera, que seguía vinculado a Alianza Editorial y era además el jefe de Opinión de El País, ponderaba tanto sus cualidades tranquilas... Pero nunca hasta esa noche había hablado tanto con Jaime Salinas, o al menos cerca de Jaime Salinas...

Los editores deben ser —esto me lo ha enseñado él, como tantas cosas— mucho más discretos que sus autores, porque han de mostrar que saben guardar secretos, pero no han de ser silenciosos del todo, porque han de vender bien lo que tienen entre manos. Manfred Grebe, el presidente de Plaza y Janés en España, me dijo un día que había que contar bien lo que se hace, pero antes de nada había que hacer algo. Eso, piensa Salinas, debe ser un editor: un hombre discreto capaz de romper el silencio cuando tiene algo que contar. «¿Y yo qué tengo que contar ahora?», nos decía.

Por tanto, era una conversación difícil. El interlocutor se situaba en el lado más oscuro del campo de esgrima; lo encontré, como conversador, reticente y retraído, como si la vida lo hubiera llevado al terreno de la desconfianza, como si esa soledad que él ha defendido a capa y espada («Desde que descubrí la soledad hasta que me reconcilié con ella pasé por un proceso largo y angustioso que duró por lo menos cinco años», le dijo en aquella entrevista a Rosa Montero) fuera a ser violentada sin sentido alguno. La primera etapa de ese diálogo, que se desarrollaba en el espacioso comedor de su casa, al atardecer de los lunes, fue resuelta en cortísimas escaramuzas de preguntas y respuestas, como si él quisiera saber quién era el personaje que tenía enfrente, como si quisiera averiguar, como le ocurría a un efímero personaje cinematográfico de la delincuencia francesa interpretado por Jean-Louis Trintignant, pendiente de que los demás tuvieran las manos limpias: ¿y tendrá éste las manos limpias?

En mi persona se concentraban algunos atisbos de sospecha, pues no en vano yo podía representar ante Jaime Salinas al continuador, probablemente espurio, de su propia tradición editorial como responsable de Alfaguara, la niña de sus ojos, de la que salió para ser director general del Libro y Bibliotecas y a la que regresó para encontrar su sitio ocupado. Comoquiera que siempre he dicho en privado y en público que esa responsabilidad propia y actual, la de director de Alfaguara, me obliga a tener en cuenta a todos los antecesores y a hacer posible que el catálogo creado anteriormente no sea excesivamente mancillado, tengo motivos para intuir que Jaime me ve como a un advenedizo al menos aceptable. Como, además, tiene constancia habitual de que su magisterio editorial lo convierte en un consejero impagable para mí y para muchos editores que se le quieran acercar, llegó un momento en que se le disipó del rostro esa sombra natural de sospecha que tantas veces le hizo exclamar al principio: «A ver, ¿qué quieres tú hoy, niño?».

A violentar sus amables resistencias me ayudó una compañera, la escritora Ruth Toledano, que en estas conversaciones me aportó no sólo su asistencia técnica, sin la cual hubiera sido ímproba la tarea de dar forma a los cerros de Úbeda en que a veces incurríamos, sino también el punto de vista ajeno a este mundo de naturaleza tan endogámica. Tan endogámico que a veces no contempla ni siquiera la presencia de los lectores acaso porque, como dice Mario Muchnik, el editor es el lector. Y viceversa.

Hubo pocas cosas a las que se negó a responder Jaime Salinas; a lo largo de la conversación transcrita aquí, hemos dejado también la explicitación de esos silencios, que me parece que ayudan a conformar la fotografía de cuerpo entero de este editor. Las primeras transcripciones le parecían a Jaime el resultado de una conversación fragmentaria que iba a aburrir a los amigos y también a los enemigos; una relectura posterior ha enriquecido mi propia visión del diálogo, la confianza en que estamos ante un testimonio que va a ser extremadamente válido para los que se quieran hacer una fotografía genuina de los tiempos de Jaime Salinas, de su modo de conducir la labor editorial y, sobre todo, de la época que tuvo que vivir. Sus opiniones, basadas en tal experiencia, no tienen por qué fluir como fluyen las novelas, pero sí aparecen aquí con la viveza, tantas veces perpleja, de las confesiones.

Tampoco hablamos, de mutuo acuerdo y también de acuerdo con Muchnik, de las memorias personales de Jaime Salinas; en sentido estricto, de eso trata un libro que él mismo preparaba, cuando llevamos a cabo esta conversación, para Tusquets Editores; cuenta aquí cómo lo hace, pero cuenta muy poco porque, como editor que es, se muestra celoso de la materia que va a editar, que debe ser inédita mientras no esté en la librería.

Las reflexiones editoriales de Salinas, en todo caso, aunque tienen que ver con ese mundo endogámico del que rara vez salimos, tienen también un amplio significado cultural y político, y constituyen además la confesión personal de un hombre que en este momento es un superviviente de una generación —la de Barral, Benet, Hortelano, Gil de Biedma...— que pasó por esta tierra para darle humor y brillo, y que fue anegada por la experiencia y por la perplejidad de desaparecer tan temprano...

Esa herida que el tiempo y la vida infligieron a gente como Jaime Salinas convierte aún más a nuestro editor en un ser de apariencia indefenso, perplejo detrás de sus gafas claras, los ojos agrandados por las lentes, callado y dubitativo como un niño al que le hubiera sorprendido la vida delante de un espejo que de pronto se le hizo borroso.

Tiene resquemores, como es natural; se ven en el libro y se le ven en los costurones que deja la vida; no se acostumbra a la edad, como nos pasa a todos, y tampoco se acostumbra a no ser él, sino los otros, quien administre las dosis de soledad que él mismo se dio en tiempos; ahora reprocha a algunos de sus amigos más jóvenes que lo dejen solo, cuando él mismo —eso no lo dice, eso lo digo yo— hizo que se habitaran los primeros silencios de la juventud literaria de tantos.

No es un Peter Pan porque tiene asumido su tiempo, pero sí percibí muchas veces, a lo largo de esta larga conversación, que le sigue extrañando la desaparición de los otros, la parsimoniosa llegada del adiós ajeno, que es tantas veces como nuestro propio adiós.

Hubo un momento de nuestra conversación en que se relajó la natural reticencia de un silencioso ante su enemigo: el enemigo de su silencio, el entrevistador, el que quiere saber más de lo que se quiere contar o, simplemente, el que quiere saber lo que el otro juzga inútil, una experiencia pasada, un barbecho en el que ahora están sembrando otros, un ser humano obligado por su vocación de soledad a ser un outsider, un hombre voluntariamente en fuera de juego, un ariete que se hubiera replegado para permitir que los goles los metieran otros.

Y fue en El Escorial, en un hotel de medio pelo al que fuimos a principios de otoño de 1996 para recapitular sobre los silencios anteriores, para retomar la conversación, para ver entre todos —Salinas, Ruth, yo mismo— qué nos faltaba por decir. Fuimos en coche y queríamos volver en tren; el tren es una antigua fascinación editorial —de promoción editorial— de Jaime Salinas: en tren presentó un libro de Günter Grass y en un famoso tren de literatos y periodistas viajó a Asturias a presentar a un buen número de —entonces— nuevos novelistas españo

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