Los hombres del juicio

Pepe Eliaschev

Fragmento

Para mencionar solo algunas razones

PARA MENCIONAR SOLO

ALGUNAS RAZONES

—Carlos, encantado me lanzo a terminar el libro, hacerlo, pero no puedo y no quiero si no aclaramos, aquí mismo, un par de cosas.

—OK, ¿cuáles?

—Lo primero es que el libro lo hago yo. Diré lo que quiero. Ése es el trato, el marco sobre el cual vamos a trabajar. ¿Entiendes eso?

—Sí.

—¿Entiendes lo que me estás cediendo?

—Mi vida.

—Tu historia.

ALBERTO FUGUET, Missing (una investigación)

¿Tienen propietario las historias? ¿De quién son y cómo se las podría reclamar como propias o contarlas como uno considera que deben ser relatadas?

Pienso en esto hace varios meses, desde que en un llamado telefónico uno de los protagonistas de este libro me invitó a tomar un café en su estudio, “para hablar de una idea”. El anuncio apantalló mi ansiedad pero enseguida me mortificó pensar que tal vez me quería ofrecer una candidatura política.

No hubiera sido la primera vez; en tres ocasiones anteriores me propusieron candidaturas a cargos importantísimos de representación por voto popular y esta ocasión sería apenas la cuarta, una más. Pero el resultado para mí sería similar. Le diría que muchas gracias, pero que no. Explicaría que amo la política democrática, pero que participar de ella de manera partidaria es incompatible con el oficio al que le he entregado toda mi vida. Que no soy adecuado, no sirvo para eso y además soy demasiado rígido, algunos dirían estructurado, para la sombría rutina de masticar sapos. En otras palabras, porque los respeto y necesito, no soy hombre de partido. Así fue como llegué una luminosa mañana del otoño de 2010, con obvia intriga, al sobrio estudio de Ricardo Gil Lavedra en la avenida Santa Fe de Buenos Aires.

La ansiedad se esfumó afortunadamente enseguida. Ninguna candidatura. Dirigente político, abogado, hombre de Derecho, este ex integrante de la Cámara Federal que juzgó y condenó a las juntas militares en 1985 quería confiarme un temor, una preocupación y un proyecto. En pocos meses más se recordarían los veinticinco años del 9 de diciembre de aquel año, cuando un tribunal argentino condenó a cadena perpetua a Jorge Videla y a Emilio Massera, y a penas menores a varios de los otros. Me anotició de que los seis jueces (incluido Andrés D’Alessio, quien murió en 2009) y el fiscal Julio Strassera se habían seguido viendo durante este cuarto de siglo. “Siempre supimos que la verdadera historia del juicio no había sido contada y siempre pensamos que algún día la escribiríamos. Pero el tiempo ha pasado y ya es evidente que no es algo que haremos nosotros. Además, no la leería nadie, somos administradores de justicia, juristas tal vez, pero no escritores. Pensamos todos y por unanimidad que la única persona que puede hacerlo sos vos”.

Tras el escalofrío inicial y mi silencio de labios apretados, lo miré largamente y no sin cierto desasosiego. Lo que Gil Lavedra me confiaba pegó sobre mi línea de flotación. Desde marzo de 2004, cuando el presidente Néstor Kirchner enunció desde el predio de la Escuela de Mecánica de la Armada que durante veinte años la democracia argentina había hecho “silencio” en materia de derechos humanos y que él venía a pedir perdón por tal supuesta omisión, convivo con una sensación insoportable de injusticia y atropello.

Rescatar la historia humana de quienes no cazaron en el zoológico, contar quiénes eran, de dónde venían y cómo condenaron a los mayores criminales de la historia argentina era una maravillosa oportunidad de ajustar cuentas. En mi mirada, sin embargo, me importaba escribir para quienes no pueden saber bien qué sucedió porque eran muy jóvenes o ni siquiera habían nacido. La propuesta se hizo proyecto y el proyecto inició su rodaje, al cabo del cual el lector tiene el resultado en sus manos.

León Carlos Arslanian, Ricardo Gil Lavedra, Guillermo Ledesma, Julio Strassera, Jorge Torlasco, Jorge Valerga Aráoz y la familia de D’Alessio soportaron largas horas de testimonio conmigo. Con las herramientas más tradicionales del cronista, exploré familia, estudios, recorrido vital, amores y odios. Éste no es, empero, un libro encargado a pedido; es apenas la respuesta entusiasta a una llamada que entró como mandato en mi vida. Hemos de acometer empresas justas.

Las historias son de ellos, pero mía es la mirada y míos los matices; este libro detalla los entresijos de unas vidas comunes a las que una bisagra de la historia puso a decidir cuestiones vitales para este país.

No trepido en considerar al Juicio a las Juntas, resuelto y sostenido hasta el final por el presidente Raúl Alfonsín, como la mayor hazaña civil de la historia de nuestra nación. Pero ésta no es una crónica neutral, ni mucho menos; pretende ser verídica y descarnada, pero no ha sido escrita por un fantasma de alquiler. Absolutamente mía es la responsabilidad de las interpretaciones y de los matices aquí percibidos. Quienes prestaron testimonio y las numerosas voces aquí evocadas han tenido el generoso desprendimiento de hablar sin titubeos. Corresponde aclarar que la responsabilidad integral de las interpretaciones, los matices y el contexto es de quien firma este libro. El que admite no engaña.

Mis interlocutores tienen, eso sí, una proyección colosal porque concretaron y dejaron como legado para el porvenir de este país y también de otros una decisión jurídico-penal aleccionadora y pletórica de valores. Aquello supuso que una Argentina acondicionada al horror y al olvido no garantizaría más, desde ese momento, la impunidad característica de las sociedades que reiteran sus tragedias, sin pensarlas.

Sé que la historia argentina luego trastabilló en marchas atrás y zigzagueos, y hubo indultos canallescos; pero se retomó finalmente el camino de la verdad. También sé que una utilización oportunista, desalmada e inescrupulosa de aquellos hechos por parte del poder político ha sabido confundir y garabatear hoy un sentido diferente de las cosas.

Tampoco es ésta una historia lineal. Antes bien, son varias peripecias, personales, subjetivas, reiteradas y sin embargo diferentes. Rayuela política y legal, soporta entradas diversas y se funda en miradas no siempre convergentes. De atrás para adelante o en sentido inverso, ponen negro sobre blanco varias décadas de avatares nacionales. Sobre todo, se organizan a través de la más desconcertante de las conjeturas: en los pliegues decisivos del devenir de un país, seres humanos inesperados y que no sospechan lo que la historia les depara son llamados a asumir una responsabilidad enorme y responden exitosamente al llamado.

¿Existe acaso tal cosa como una justicia universalmente satisfactoria? Claro que no, pero ¿cuáles son los grados de compromiso que tolera la decisión de hacer justicia, aun cuando se admita que lo ideal es una quimera adolescente? En los intersticios de lo posible, la Argentina caminó entre

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