Diario de un optimista

Guy Sorman

Fragmento

Prefacio
La amante argentina

Argentina no es un país razonable. Si fuera una mujer —metáfora fácil pero que en este caso se ajusta perfectamente— no sería una esposa sino una amante. Irresistible, insoportable. Amante exigente, lunática, onerosa, traidora… pero a cuyos brazos resulta imposible no volver. Eso me ocurre a mí, visitante impenitente desde 1985. Eso les ocurre a los propios argentinos: después de tratarlos y escucharlos durante tantos años, a través de su diversa fortuna, me da la impresión de que ellos también mantienen con su país una relación ambigua. La Argentina no es tanto su madre patria como su amante patria. La relación es tormentosa, a veces negada, y no necesariamente inscripta en el largo plazo. Recuerdo mi primera visita, en 1985, por invitación de Avelino Porto, entonces rector de la Universidad de Belgrano. En esa ocasión tuve la dicha de tomar el té con Jorge Luis Borges en el bar del Claridge, que quedaba cerca de su casa: su ceguera no le impidió acudir. Me miró —sí, miraba sin ver— y me declaró, sin jamás haberme visto antes: “No soy argentino, sabe usted; soy inglés”. Por cierto, había recibido una educación inglesa, pero desde el principio entendí que ese era su modo de presentarme a la Argentina, o más bien la compleja relación que los argentinos tienen con su amante-nación. No me quedan más recuerdos de esa entrevista, primera y única: fue una conversación corta, abreviada por la imperiosa mujer de Borges, María Kodama.

Puesto que me veo aquí en el registro de las primeras impresiones, recuerdo que tras ese encuentro con Borges, el rector Porto me condujo al pie de la estatua ecuestre del general San Martín, en la plaza del mismo nombre, y me conminó a depositar un ramo de flores en homenaje al Libertador. Aunque terminó su vida en Francia, poco sabía yo de San Martín (Wikipedia todavía no existía), pero me gustaba ese término, “libertador”, que en castellano sonaba agradable. Todavía más desconocía el himno argentino: así pues, escuché con cierto arrebato, y sin advertencia protocolar, esa ópera italiana de la cual me dijeron —tarde— que era el himno nacional. El dato me tranquilizó, porque no soy afecto a los nacionalismos —ni al mío ni al de los demás—, y un himno ligero habla de una nación poco belicosa. En 1985, la tragedia de las Malvinas seguía instalada en la memoria de todos: y bueno, a mí me parecía que ningún ejército podía ganar la guerra con un himno semejante. Más bien incitaba a volver a casa y disfrutar de los placeres de la vida: en Buenos Aires o en Córdoba, en Mendoza o en Santa Fe, la civilización argentina se estructura en torno al placer de vivir. E incluso al placer de morir —un clásico argentino, me parece—, si se piensa que un cementerio, La Recoleta, es la atracción turística más espectacular de Buenos Aires. En su teatro, Alfredo Arias lo toma muy en serio, y tiene razón en hacerlo.

Si me salteo algunas décadas, me viene a la memoria un encuentro más reciente (en agosto de 2012), en casa de mi amigo el embajador Archibaldo Lanús, autor de una notable historia de su país: La Argentina inconclusa. Le pedí a cada miembro del público que Lanús había reunido allí —académicos, diplomáticos, periodistas, sociólogos, diputados, sindicalistas, empresarios y poetas— que tomara la palabra. Por turnos, lo cual es una disciplina severa para los porteños. Y con la condición de decir solamente cosas positivas sobre la Argentina. Más allá de algún homenaje al dios Soja y a aquellos que, al explotarla, están salvando al país de la quiebra, nadie se declaró capaz de decir nada positivo. Por turnos, describieron una economía a la deriva, una república amenazada por el fascismo, una pobreza creciente que asuela Buenos Aires, la analfabetización del pueblo, la circulación de las drogas, la degeneración del espíritu empresarial en un capitalismo “amiguista”. Por nombrar sólo algunas.

Todas estas inquietudes eran fundadas, y por supuesto que me afligían. Aun sin negarlas, no podía dejar de observar que la tragedia argentina era de carácter cíclico (“ciclotímico”, deberíamos decir en el país que cuenta con el mayor número de psiquiatras y psicoanalistas del mundo). Por casualidad, el día de esa reunión, la revista inglesa The Economist había publicado una clasificación de países según varios criterios, que incluían la sociedad, la política, la economía e incluso la felicidad. La Argentina ocupaba el número uno… en libertad sexual. Igual que en las clases especializadas en niños difíciles, siempre se otorga un primer premio a todas las naciones, para que nadie se sienta excluido.

Cada vez que voy a la Argentina —aproximadamente una vez por año—, desembarco en Ezeiza y no sé con qué país me voy a encontrar. ¿Será la alegre, efervescente, ruidosa nación de los últimos espectáculos de moda, orgullosa de las proezas de sus empresarios, de la vitalidad de su sociedad civil, de la impertinencia de sus medios? ¿O estará en el fondo de la depresión, acosada por las cenizas del peronismo, agobiada por el recuerdo de la guerra civil, pasmada ante la gesticulación del jefe de Estado y la próxima debacle económica? No puede saberse de antemano, pues esos peligros objetivos, concretos, también se ven realzados por la psicología colectiva, que hace contrapeso. Como en un tango, claro.

Sigue siendo cierto, sin embargo —y de ello da cuenta el libro de Lanús—, que la Argentina padece un mal singular que en otras partes del continente latinoamericano da la impresión de haberse superado pero que aquí parece incurable: una incapacidad crónica, genética, cultural, existencial —no se sabe— para dotarse de instituciones estables, que trasciendan las disputas partidarias, ideológicas y provinciales. Pues ese es el “mal argentino”, que no es tan misterioso como quiere creerse en la Argentina y en el exterior. Cuando yo era estudiante, en los sesenta, Raymond Aron, mi profesor en París, dijo ex cathedra que la Argentina era el único misterio que escapaba a la comprensión de los economistas. Sí y no. Hoy se sabe que lo que le falta a la Argentina son instituciones: un Parlamento independiente, una Justicia previsible, una moneda garantizada por un banco central independiente, la convertibilidad de dicha moneda, una libertad de expresión ajena a las interferencias de la política y el dinero, relaciones estables entre Buenos Aires y las provincias, transparencia social no clientelista. Para empezar.

En suma: la Argentina no tiene una verdadera Constitución que se ubique más allá (o más acá) de la tentación de usar el poder del Estado y el dinero público con fines personales o partidarios. A falta de esa Constitución grabada en piedra, inalterable, cada elección en la Argentina abre una puerta a lo desconocido. Con el afán de proteger los propios intereses, todos se refugian en el corto plazo. Y como Dios bendijo la pampa, le dio la soja, que en agricultura es el non plus ultra del cortoplacismo. ¿La Argentina no tiene instituciones porque los argentinos están en otro lugar? Véase el caso Borges. ¿O son precavidos? ¿O prefieren el corto plazo y, por ejemplo, invie

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