PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN CONJUNTA
por María Sáenz Quesada
Por una feliz iniciativa de Random House Mondadori se reeditan, con el sello Sudamericana, dos obras de Félix Luna: La última montonera y La noche de la Alianza. Ambas retoman, bajo la forma literaria del cuento, los temas favoritos del gran historiador, ensayista y poeta. Según Julio Cortázar, maestro indiscutible en la materia, para que un cuento perdure importa que el tema, cualquiera sea, tenga la propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo. Y bien, los asuntos en que se inspiran los libros citados y su tratamiento literario gozan de las cualidades que aseguran su vigencia.
Una de las cuestiones que inspira las ficciones de La última montonera es el rescate de la cultura tradicional de la Argentina profunda que Luna conoció en su infancia por relatos familiares, amplió en los recorridos a lomo de mula por regiones olvidadas del país durante sus tiempos de estudiante y profundizó documentos en mano a lo largo de toda su vida. El otro gran eje es la historia contemporánea, hoy denominada historia reciente, y que constituye la base de las narraciones reunidas bajo el título La noche de la Alianza.
La última montonera —que llevaba el subtítulo de “Cuentos bárbaros” en su primera edición publicada en 1955— indaga en la historia de los paisanos derrotados por las fuerzas nacionales hacia 1870, en tiempos en que el país iniciaba un proceso acelerado de modernización. El autor conoció a los personajes reales de estos cuentos cuando realizó su investigación pionera de carácter histórico, La Rioja después de la batalla del pozo de Vargas, y los combina con otros de carácter ficticio. Convencido de que hay materiales del pasado demasiado ricos y en algunos casos demasiado poéticos para que se agoten en un libro de historia, volvería sobre ellos en el ensayo Los caudillos, éxito editorial que lo consagró como favorito del público y que fue precedido por una Cantata del mismo nombre, con música de Ariel Ramírez, en la que “el oficio del historiador y el del letrista se mezclaron y acompañaron mutuamente”.
Los textos fueron escritos cuando el autor, con menos de treinta años, se daba el gusto de investigar temas históricos sin abandonar su veta de narrador y poeta, además de tener una activa participación en las filas de la Unión Cívica Radical, de dar clases en la escuela secundaria y de ejercer, a desgano, la abogacía. Luna utiliza la libertad que otorga el género literario para acercarse más “al otro” y encontrar en este diálogo secreto que él mismo propone las razones de los bandos enfrentados en una lucha que comprometió a personas de carne y hueso y que fue calificada, en su época, como de la civilización contra la barbarie.
Consecuente con su objetivo aborda la narración con la imaginación y el vuelo literario que le permiten llegar “al territorio de los sentimientos que no se registran, las palabras que no fueron dichas, las incertidumbres y oscilaciones de la conducta de los hombres”. Para esto define cuidadosamente a sus personajes, y a todos les pregunta qué los movió a sumarse a la guerra y a reaccionar frente a las opciones que ésta ofrece: la vida o la muerte (la propia o la del prisionero), la fidelidad al jefe o la aceptación del progreso.
La escritura de tono costumbrista y ajustada a las necesidades del relato permite comprender a esos paisanos corajudos que han abrazado una causa y seguido a un caudillo, como el coronel Ceferino Chanampa, hombre del Chacho Peñaloza, “que no tenía casa, ni tenía mujer, ni otra cosa mejor que hacer”. O como el temible Santos Guayama, protagonista de una historia real que Luna conocía en versión familiar y a la que busca en la ficción un motivo, una explicación. En el caso del recluta riojano que va a la Guerra del Paraguay, contra su voluntad y luego de un intento fallido de rebelión, el conflicto radica en la diferencia del lenguaje, de conceptos y desde luego de intereses que separan a los bandos en pugna. Solo en uno de los cuentos, “La fusilación”, el protagonista es un oficial que pertenece a la clase ilustrada de Buenos Aires, que perdió la ilusión de servir al país en el curso de una carrera mediocre que lo coloca ante la opción crucial de salvar su conciencia desobedeciendo una orden o de someterse y cargar con el remordimiento de por vida. Este relato, de fuerte contenido dramático, fue llevado al cine.
Distintos son el escenario y los personajes del segundo volumen. En efecto, los cuentos de La noche de la Alianza transcurren en Buenos Aires, en un tiempo determinado: los años del segundo gobierno peronista y del comienzo de la Revolución Libertadora. Aquí la vivencia del autor no es la historia leída en documentos polvorientos, sino la sufrida en carne propia, como joven opositor que atravesó la dura experiencia de la cárcel y de la tortura. El libro fue escrito en 1961, cuando ya había decantado dicha experiencia; Luna se desempeñaba como diplomático en el Uruguay y podía ver con claridad las luces y sombras de aquella época, tema de su obra más ambiciosa, Perón y su tiempo, escrita varios años después.
Así, el tono se carga de ironía para reflejar al atildado Jacinto, un “tipo bien” y supuesto “mártir de la dictadura”, o para describir a los conspiradores de la tertulia del doctor López Aranguren. Son las miserias humanas las que se perfilan, la vanidad, el ocio infecundo, la rutina, el miedo… En esa suma de mediocridades, conmueve el personaje de “El opositor”, político idealista en una provincia lejana cuyo modo de vida “ha sido acuñado por muchos años de pobreza, de aislamiento, de malos gobiernos”, y donde la gente prefiere vivir sin complicaciones. Una mezcla de drama y humor se destaca en “Cura sin sotana”, episodio vinculado a la persecución religiosa que permite a un recatado clérigo vislumbrar la algarabía del mundo exterior y la intimidad del sexo. En un crescendo de violencia dramática, y desde la perspectiva de las pequeñas gentes, se inscriben “Historia de Grosso” —sobre los fusilamientos de José León Suárez—, “El torturador que bien lo hacía” —de fuerte tono autobiográfico— y “La noche de la Alianza” —cuyo epicentro es el ataque del Ejército a la sede de la Alianza Libertadora Nacionalista, fuerza de choque oficialista, el día en que el país quedó acéfalo luego de la renuncia de Perón—.
En estos cuentos, en los que se revela el vigoroso talento narrativo de Félix Luna, importa la opción última, esa decisión que puede rescatar o no al protagonista de una vida mediocre, violenta, sometida y sin amor. En otras palabras, el estrecho margen de libertad que cada persona tiene para elegir su destino.
LA ÚLTIMA MONTONERA
EXPLICACIÓN
Este libro apareció en 1955 bajo el sello “Doble P”, de grata recordación para muchos noveles escritores argentinos que hoy son importantes. Se reeditó en 1969 eliminando los poemas que incluía la primera edición. Ahora, en esta tercera encarnación de La última montonera —que conoció una versión cinematográfica y algunos de cuyos poemas suelen cantarse libremente por ahí— he reinstalado la elegía Se moría el Chacho, que aunque parece formalmente ajeno a la técnica expresiva del libro, por su tema y su atmósfera, completa su espíritu y permite una pausa poética a la creación histórico-literaria. A la presente edición agrego, además, el cuento Prosa del Cura y el Montonero que apareció en 1965 en Crónicas del pasado, que está en la línea de los restantes relatos y en realidad cierra todo el ciclo de las postreras montoneras argentinas.
Tanto la edición de 1955 como la de 1969 están agotadas. Pienso, pues, que para los sectores más jóvenes del público estos relatos y fantasías resultarán inéditos. Si algún lector los reconoce, acaricio la esperanza de que vuelvan a gustar de ellos. A mí, personalmente, me son muy gratos, pues son una tierna aproximación hacia geografías y personajes muy caros a mi corazón.
En 1869, el doctor Félix Luna, fiscal federal de La Rioja, pedía la pena de muerte para el coronel montonero Severo Chumbita. A un siglo cabal, es lindo dedicar estos cuentos a mis hijas —Florencia, Felicitas, María— ya que en ellas confluyen, por misterio de amor, las sangres diferentes del Fiscal y del Montonero.
A sus chicos años vayan, pues, estas imaginaciones, inspiradas en el propósito de entender los motivos de cada uno de los bandos que entonces se enfrentaron. Sin duda, cuando puedan leerlas, el país de ellas verá nuestras luchas de ahora tan lejanas, tan remotas, como las que evocamos en estas páginas.
F.L.
EL CORONEL CHANAMPA DANDO LA CARA AL DESTINO
El Coronel Ceferino Chanampa, alias el Indio Shefe, escuchaba el ruido apagado de los cascos contra el arenoso camino. Una luna de algodón acuchillado jugaba a resplandecer y apagarse entre las nubes. Cuando asomaba, podía verse la pequeña tropa desarrapada, desgreñada, caminando en silencio. Apenas veíanse los espesos romerales, los ariscos chañares. Cuando se escondía la luna, parecía que tierra, yuyos y caballos fueran una sola cosa oscura y palpitante.
El Coronel Ceferino Chanampa sacó un pie del tosco estribo para no entumecerse. Se balanceó un poco. Si tan siquiera pudiera pitar… Pero la sorpresa del Carrizalillo había sido desastrosa. No hubo tiempo más que para encarar un poco a la tropa de línea y escapar con lo puesto. Jodida suerte. Desde que murió el General en nada les había ido bien. Cierto que cuando peleaban a su lado tampoco habían ganado muchas batallas, pero por lo menos el desbande era una táctica y el huir un anticipo de victoria. Y, además, ellos sabían que como quiera, el General arreglaría las cosas. Pero esto era la derrota bárbara, la derrota sin remedio, pobre y desolada como choco que los rondara toriándolos con sus fauces sumidas de hambre. El tintín del sable contra la espuela casi lo sobresaltó. Ese ruidito juguetón era cosa que sobraba. Todo parecía obligadamente trágico en esa ocasión. El Coronel Ceferino Chanampa arrugó la jeta aindiada y se encasquetó el gorro sobre los ojos. ¡Bah! El sable… ¡Para lo que servía…! Fueran otros los tiempos, cuando la cosa se resolvía en la primera arremetida a fuerza de fierro y pechazo: pero ahora, con los cañones de los Regimientos quemándolos de lejos y los rémingtons minuciosos bajándolos como cachilitas, ¡adónde! ¡Qué guerra esta! El Coronel Ceferino Chanampa revolvía palabras y sucedidos mientras estiraba alternativamente sus piernas sobre los bastos duros. ¡Qué destino este! Ya ni sabía para qué peleaban, salvo para defender el cuero. Cuando estaban con el General todo era más fácil. El General pensaba por ellos y les decía si iban a pelear o no. A veces estaban semanas de ociosos en el campamento o en la ciudad, comiendo y chupando. Y un día entre los días los hacía reunir y decía:
—Bueno, muchachos, hay que largarse de nuevo…
Entonces el secretario les leía trabajosamente una proclama y después empezaban otra vez los días iluminados y heroicos, acribillados de muerte, de dolor, de miedo y de exaltación; días enaltecidos de victorias y guitarras, de saqueo jocundo y risas bárbaras resonando gloriosamente en las calles de las ciudades conquistadas. ¡Ah, Catamarca la empinada! ¡Ah, San Juan la resistente! ¡Ah, Córdoba la orgullosa! Y el desbande luego, planeado en la voz cadenciosa del General:
—De aquí en cinco días, en La Hedionda.
O en el Chamical. O en Mollaco. O en Anjullón. O en Guaja. Donde fuera. Y allí estaban todos a los cinco días, firmes, esperando la nueva orden. El General… Era como si lo viera, los ojos mansos, el cabello enrubiado ya encanecido, la vincha desflecada… Sí: antes había sido más fácil. Es difícil vivir, mandando uno. Acaudillar ¡qué difícil es! El Coronel Ceferino Chanampa recordaba. Si por él fuera, no hubiera pasado de soldado. Total, la vida era densa y áspera lo mismo. Pero el coraje lo va siguiendo a uno y lo señala. Un jefe que lo distingue, un instante cargado de destino que se le rinde, una desmesura celebrada por los compañeros, y de repente cata que uno es caudillo. Se acordaba cuando el General lo ascendió a su grado actual. Había sido después de la derrota grande. Sin que nadie se lo mandara, el Indio Shefe juntó una docena de muchachos y se puso a guardar las espaldas de la gente en retirada. Al pisar lugar seguro, el General lo mandó llamar, lo miró con esos ojos que de puro zarcos parecían mostrar el alma, y le dijo:
—Hijito, sos coronel.
Desde entonces, el Indio Shefe era coronel. ¡Y que se le hubiera muerto su General así, tan enteramente indefenso, sin haber estado él para ponerse delante de la lanza y hacerse rajar el pecho antes que lo atravesara al viejo jefe derrotado! ¡Mala suerte! El Coronel Ceferino Chanampa sintió un picor en los ojos y pegó un feroz espolazo al caballo.
Atrás, los montados de sus diez hombres hacían un ruido acolchonado sobre el polvo. Los muchachos casi no hablaban. Se dejaban andar, sin palabras. La noche seguía cargada, mezquinando luna.
Iban hacia Chile por Jagüe. Tal vez allí tuvieran más fortuna. Algunos amigos habían logrado pasar. Si la expedición pacificadora no los alcanzaba a la altura de los Hornillos, ya no les preocuparía nada. Eran todos baquianos y con un poco de charqui y unos chifles de aguardiente podrían atravesar las montañas grandes. Los caballos estaban cansados, pero verdeando antes de meterse en el Paso andarían bien. La cosa era llegar a los Hornillos. De allí a Chile, ya se vería. En Chile podrían trabajar en las minas o irse al sur, a los fundos. Total, un conocido nunca falta para buscar conchabo. Un hombre está bien en cualquier lado. Lo único, estar en tierra extraña. Cuando pensaba esto una inquieta desazón le ponía regustos amargos en la boca. Dejar la patria era como si le arrancaran las entrañas. Una escondida voz le decía a gritos esto: el Coronel Ceferino Chanampa seguiría siendo el mismo hombre en Chile; sus greñas ásperas, sus pómulos marca dos, su voz aflautada y esdrújula no cambiarían; pero el Coronel Ceferino Chanampa era también la tierra, el paisaje, el cielo, las gentes, las cosas. Él era él, con su cuerpo y su alma, con sus días y sus noches; pero él era también todo lo cotidiano y si le arrancaban esto, quedaría mutilado. Cuando así pensaba, se le achicaba el corazón y sentía lo que sintió hacía muchos años, cuando estuvieron a punto de degollarlo tras una revolución fracasada…
Menos mal que los muchachos lo acompañaban. Sus muchachos. Allí estaban ellos, cada uno con sus mañas. Los conocía como si fueran hijos. Sin darse vuelta podía señalar de quién era la voz que se escuchaba de tanto en tanto. Werfil Herrera, con su corpachón enorme y su cara de niño agrandado y su risa extemporánea. El negro Sostaita, que solía rasguear implacablemente con sus dedos torpes, frente a los fogones benignos, una percudida guitarra. El Sargento Avallay del lado de los Pueblos, agobiado de tantos trabajados años. Don Shola Carrizo, sentencioso y grave, que nadie sabía por qué andaba en cosas de guerra. Y los tres pasados de San Luis, con sus barbazas y sus vinchas, taciturnos y eficaces. Y el “Shulco”, el chiquilín alocado y gritón que todos querían y que se permitía macanear con todos, hasta con el Capitán Carmen Barrionuevo, costeño, que tenía una voz bronca y sonora y jamás se reía. De todos podía el Coronel Ceferino Chanampa dar testimonio. A algunos los conocía de años atrás, cuando la guerra larga. Otros habían sido compañeros suyos al lado del General. Menos mal que iban juntos. Pensaba que verlos en Chile sería como tener cerca un pedazo de patria…