¡Viva la sangre!

Ceferino Reato

Fragmento

Introducción
EL LABORATORIO CORDOBÉS

¡Viva la muerte!

Lema popularizado por el general José Millán Astray, fundador de la Legión Española en 1920.

Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.

Ernesto “Che” Guevara en el “Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental”, el 16 de abril de 1967.

Córdoba es una ciudad humillada y entristecida por tanta violencia, por tantas muertes inútiles, por tantos desaparecidos, por tanto miedo. Vivir se ha transformado en la aspiración más elemental de los cordobeses.

Editorial de La Voz del Interior del 15 de marzo de 1975.

El título de este libro es una variación de uno de los gritos de guerra, pero también de lucha política, de la derecha española de otros tiempos: ¡Viva la muerte!, que en realidad puede ser suscripto también desde la izquierda, como lo prueba el párrafo del Che Guevara, meses antes de su propio fusilamiento en Bolivia.

La expresión ¡Viva la sangre! busca reflejar esa glorificación de la violencia como medio para lograr fines políticos, que sedujo a tantos en la Argentina de los setenta.

Para unos, la violencia era el mejor remedio para proteger la continuidad del Estado o los cimientos de la patria, que debía ser occidental y cristiana; para otros, se trataba de la partera de una sociedad sin clases, formada por hombres y mujeres iguales y liberados de la oligarquía criolla y el imperialismo yanqui.

Para buena parte de la sociedad, una bomba, una emboscada o un secuestro formaban parte de la liturgia política, y por eso la violencia tenía una cierta legitimidad: era aceptada, en general, como un recurso político, tal como hoy sucede con un acto, una solicitada o un discurso.

Aquel clima de época alcanzó su punto culminante en la dictadura más sangrienta de la historia argentina, inaugurada por el golpe del 24 de marzo de 1976, pero se fue gestando antes, durante los cuatro gobiernos constitucionales del peronismo, que comenzaron el 25 de mayo de 1973.

Claro que la violencia política no nació allí: la historia de la Argentina está ensangrentada desde por lo menos las luchas por la Independencia, pero este libro se ocupa de una etapa particular, específica, que está formada por los tres años anteriores a la dictadura, cuando el país recuperó la vigencia de una democracia plena, sin la proscripción del peronismo y de su líder, Juan Domingo Perón.

El periodo 1973-1976 no es tan atractivo para la mayoría de los historiadores, ensayistas y periodistas, en parte porque el kirchnerismo está muy satisfecho con la imagen de aquella juventud plena de voluntad y de ideales de la cual se considera el heredero genuino y virtuoso; no le interesa que una lupa se detenga en un sujeto clave del paradigma oficial sobre los setenta y que muestre, por ejemplo, que los jóvenes que abrazaron o simpatizaron con la lucha armada no eran tan buenos ni tan puros, ni tampoco defendían los derechos humanos ni la democracia. Y la influencia del oficialismo es enorme entre quienes se dedican a investigar el pasado porque, como todo grupo político gobernante, dispone de una batería de incentivos materiales y simbólicos. Además, en la oposición, tanto dentro como fuera del peronismo, predomina en general una sensación vergonzante sobre aquella etapa, como si fuera una época en la que podrían haberse portado mucho mejor; ahora no quieren recordarla.

Sin embargo, considero que, así como es imposible comprender el vuelco a la lucha armada de tantos jóvenes dejando de lado los golpes de Estado de 1955, y especialmente 1966, no se puede abordar la última dictadura sin detenernos en los tres años anteriores de democracia peronista.

En su novela Antes del diluvio, el periodista y escritor Mario Paoletti, exiliado en España, describe los meses previos al golpe, al “diluvio”. El protagonista del libro capta desde su trabajo de periodista en la redacción de un diario porteño el avance de “dos olas” en todo el país. “Unos y otros, revolucionarios y futuros represores, se parecían en algo: todos salían a la calle con la arruga puesta”, sostiene.

Por un lado, el personaje de Paoletti detecta las “cosas nuevas” que sucedían en el país, con el Cordobazo y sus consecuencias. “Pero —agrega— pasaba algo más: la juventud se acercaba en masa a las organizaciones políticas de la izquierda, y en el peronismo crecía el ala más combativa.” Por otro lado, descubre la avanzada de una ola “gemela pero antitética, que estaba hecha íntegramente del terror y la desesperación de la derecha política, los especuladores y los militares”.

¡Viva la sangre! está ambientado precisamente en Córdoba, una ciudad que desde el Cordobazo —la insurrección popular protagonizada el 29 de mayo de 1969 por los trabajadores con la ayuda del estudiantado— era la punta de lanza del socialismo. Es que allí vivía y trabajaba el sujeto que debía hacer la revolución: la clase obrera más moderna y dinámica del país.

Córdoba era la capital de la revolución y por eso resultó un imán irresistible para los grupos guerrilleros que se postulaban como la vanguardia armada de ese proletariado destinado a dirigir la historia. Tanto fue así que las cúpulas de Montoneros y del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) se mudaron a Córdoba y allí vivieron durante muchos meses.

La trama central de ¡Viva la sangre! transcurre en aquellos momentos, entre agosto y octubre de 1975.

El Cordobazo fue crucial para la fundación de esos grupos guerrilleros, por citar sólo a los dos más poderosos. Ambos aparecieron al año siguiente, en 1970; Montoneros, incluso, hizo su debut oficial en el primer aniversario de la revuelta popular con el secuestro del general retirado y ex presidente Pedro Eugenio Aramburu, muerto a los pocos días.

Durante aquellos años cruciales, Córdoba fue un laboratorio donde los sectores en pugna se presentaron en la esencia de sus proyectos, como paradigmas de todo lo que eran, lo que representaban y lo que querían lograr.

En ese sentido, el periodista y ex militante montonero Emiliano Costa explica que en sus compañeros cordobeses “aparecen nítidas las tres matrices” que caracterizaron a la guerrilla peronista: la Iglesia Católica, el nacionalismo y el Ejército a través del Liceo Militar “General Paz”.

Varios de los cordobeses que fundaron Montoneros a nivel nacional y que debutaron con la toma de la localidad de La Calera habían egresado de ese Liceo Militar y pertenecían a familias del patriciado cordobés, que se dividió frente a la irrupción del desafío armado de las guerrillas. Todos eran católicos: se nota la influen

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