La carta, la bruja y el anillo (Los casos de Lewis Barnavelt 3)

John Bellairs

Fragmento

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—¡No, no, no, NO! ¡No pienso ponerme ese ridículo uniforme! —Rose Rita Pottinger se plantó en mitad de su dormitorio. Estaba en ropa interior y miraba con odio a su madre, que sostenía en los brazos un uniforme de girl scout recién planchado.

—Bueno, y entonces ¿qué hago con él? —preguntó una desalentada señora Pottinger.

—¡Tirarlo a la basura! —gritó Rose Rita. Le quitó el uniforme de las manos y lo tiró al suelo. Ahora tenía lágrimas en los ojos. Notaba la cara caliente y sonrojada—. ¡Sácalo y pónselo a un espantapájaros, o lo que te dé la gana! Te lo digo y no pienso repetírtelo, mamá, ¡este verano no pienso ir de campamento, ni ser girl scout! ¡Me niego a ir al campamento Kitch-iti-kipi a tostar malvaviscos en la hoguera mientras cantamos alegres cancioncillas! Pienso pasarme el condenado verano, enterito, lanzando la pelotita de tenis contra el costado de la casa hasta que me harte, hasta que me harte tanto que… —A Rose Rita se le quebró la voz. Se tapó la cara con las manos y lloró.

La señora Pottinger le pasó un brazo alrededor de los hombros y la ayudó a sentarse en la cama.

—Ya, ya… —le dijo, acompañando sus palabras de palmaditas en el hombro—. No es todo tan malo como lo pintas…

Rose Rita se apartó las manos de la cara. Se quitó las gafas y, sentada como estaba, miró a su madre, intentando enfocarla.

—Sí que lo es, mamá. Es tan malo como lo pinto y más. ¡Es peor! Quería pasar el verano con Lewis y divertirme, pero resulta que se va a ese estúpido campamento de chicos. Se tirará allí hasta que empiece el curso, y yo me quedaré aquí en este muermo de ciudad sin nada que hacer ni nadie con quien divertirme.

La señora Pottinger suspiró.

—Bueno, quizá podrías echarte otro novio.

Rose Rita volvió a ponerse las gafas y miró fatal a su madre.

—Mamá, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? Lewis no es mi novio, es mi mejor amigo, igual que antes lo era Marie Gallagher. No veo por qué tiene que ser distinto solo porque él sea chico y yo chica.

La señora Pottinger sonrió a su hija con expresión paciente.

—Bueno, cielo, es distinto, y eso es algo que tienes que entender. Ahora Lewis tiene doce años, y tú trece. Tú y yo tendremos que tener una charlita sobre este tema.

Rose Rita apartó la cara y se quedó mirando una mosca que zumbaba alrededor de la mosquitera.

—Ay, mamá, no quiero que tengamos ninguna charlita. Ahora no, por lo menos. Solo quiero que me dejes sola.

La señora Pottinger se encogió de hombros y se levantó.

—Muy bien, Rose Rita. Lo que tú quieras. Por cierto, ¿qué tienes pensado regalarle a Lewis de despedida?

—Le he comprado el kit oficial de los boy scouts para hacer hogueras —respondió Rose Rita de mala gana—. ¿Y sabes qué? Espero que prenda fuego con él y se haga quemaduras de tercer grado.

—Ya vale, Rose Rita —dijo su madre en tono conciliador—. Sabes perfectamente que no quieres eso.

—¿Ah, no? Bueno, mamá, pues voy a decirte una cosa…

—Te veo luego, Rose Rita —la interrumpió la señora Pottinger. No tenía ganas de oír un nuevo arrebato de genio de su hija. Si lo hacía, temía perder ella también los nervios.

La señora Pottinger se levantó y salió de la habitación, cerrando la puerta con delicadeza a su paso. Rose Rita se quedó sola. Se tiró en la cama y lloró. Estuvo llorando un buen rato, pero tras la llantina, en lugar de sentirse mejor, se sintió todavía peor. Se levantó y recorrió el cuarto con la mirada, tratando desesperadamente de encontrar algo que la animara.

Tal vez podría coger el bate y la pelota de béisbol y bajar al diamante a lanzar unas cuantas bolas. Eso solía animarla. Abrió la puerta del armario, pero, inmediatamente, una nueva oleada de tristeza se apoderó de ella. Allí, colgando lánguido de un gancho, estaba su gorrito negro. Lo había usado durante años, pero ahora le parecía ridículo. Llevaba seis meses colgado en el armario, cogiendo polvo. En aquel momento, no supo bien por qué, verlo provocó que rompiera a llorar otra vez.

¿Qué le pasaba? Hubiera pagado millones por saberlo. Quizá tuviera algo que ver con haber cumplido trece años. Ya no era una niña, sino una adolescente. El próximo otoño comenzaría séptimo. Séptimo y octavo se daban en el instituto. Los alumnos de esos cursos iban a clase en un enorme bloque de piedra negra que quedaba junto al de Secundaria. Tenían taquillas en los pasillos, como los mayores, y hasta un gimnasio propio, en el que los sábados organizaban bailes. Pero Rose Rita no quería ir a ningún baile. Tampoco quería empezar a salir con chicos, ni con Lewis ni con ningún otro. Ella solo quería seguir siendo niña. Quería jugar al béisbol, trepar árboles y montar maquetas de barcos con Lewis. Empezar el instituto le hacía la misma ilusión que tener cita con el dentista.

Rose Rita cerró la puerta del armario y le dio la espalda. Al hacerlo, captó de reojo su imagen en el espejo. Vio a una chica tirando a fea, alta y delgaducha, con gafas y el cabello negro lacio. «Debería haber nacido chico», pensó Rose Rita. Los chicos feúchos no tenían tantos problemas como las chicas feúchas. Además, los chicos podían ir a campamentos de boy scouts y las chicas no. Los chicos podían quedar para jugar al béisbol y a nadie le parecía que estuvieran haciendo nada raro. Los chicos no tenían que llevar medias, ni faldas plisadas y blusas almidonadas a la iglesia los domingos. En lo que a Rose Rita respectaba, los chicos se lo pasaban en grande. Pero había nacido chica, y no había mucho que pudiera hacer para cambiarlo.

Rose Rita se acercó a la pecera y dio de comer a su pez. Empezó a silbar y recorrió la habitación con un bailecito. Afuera hacía un día estupendo. Lucía el sol. Los mayores aprovechaban para regar el césped y los niños para montar en bicicleta. Quizá si dejaba de pensar en sus problemas, desaparecerían. Tal vez, después de todo, el verano no fuera a ser tan malo.

Aquella noche, Rose Rita asistió a la fiesta que le habían organizado a Lewis para despedirse de él antes de que se fuera de campamento. Lo cierto es que no le apetecía demasiado, pero supuso que no podía faltar. Seguía siendo su mejor amigo, y aunque la estuviera dejando en la estacada para irse de campamento, no quería herir sus sentimientos. Lewis vivía en un antiguo caserón en lo alto de High Street con su tío Jonathan, que era mago. Y la vecina de al lado, la señora Zimmermann, era bruja. Jonathan y la señora Zimmermann no iban por ahí vestidos con túnicas negras ni agitando sus varitas, pero sabían hacer magia.

Rose Rita se había percatado de que la señora Zimmermann sabía más de magia que Jonathan, pero tampoco presumía demasiado de ello.

Aquella noche la fiesta fue tan divertida que Rose Rita se olvidó por completo de sus problemas. Se olvidó, incluso, de que se suponía que estaba enfadada con Lewis. La señora Zimmermann les enseñó un par de juegos de cartas nuevos (el klaberjass y el bezigue, el favorito de Winston Churchill) y J

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